miércoles, 25 de enero de 2017

Mi padre

Autora: Pilar Sanjuán Nájera




El faro, situado en un acantilado, sobre un promontorio alto y escarpado, era visible desde 90 km a la redonda. Aquel mar, particularmente bravío, mostraba sus malos modos en forma de tormentas, galernas y temporales, que eran famosos en toda la región. Por eso el faro atendido por mi padre y anteriormente por mi abuelo, había salvado muchas vidas. Tenía una situación estratégica, allí en lo alto, poderoso y enhiesto. Yo, desde pequeño, aprendí a mirarlo con admiración y respeto.
Desde su base, había que subir 250 escalones, de día iluminados por las pequeñas ventanas abiertas en el torreón y de noche, con linterna. Mi padre es fuerte, fibroso, y sube los escalones con facilidad. Lleva 30 años en el oficio, desde los 22, cuando sustituyó a mi abuelo. Yo seré el sustituto de mi padre, porque me apasiona su trabajo y desde bien pequeño me ha ido iniciando en él. El panorama desde la terraza circular en todo lo alto es grandioso: por la izquierda, la costa acantilada se extiende hasta el horizonte, con entrantes, salientes y bruma al final. A la derecha, el mar inmenso y a la espalda, las cadenas montañosas y los vallecitos verdes y tranquilos.
Cuando se desencadena una fuerte tormenta, olas de más de 30 metros azotan la base del faro. Por la noche, los barcos a la deriva, zarandeados por el temporal, tienen en aquella luz su salvación. En efecto, llegan maltrechos hasta ella y se refugian en el recodo que hay a su derecha, donde una lengua de tierra se interna en el mar formando un rompeolas natural, con una pequeña ensenada de aguas tranquilas y sosegadas; nada que ver con lo que sucede un poco más afuera. En aquella ensenada está el puerto y detrás, el pueblo que se recuesta en la falda de un monte, cara al océano impetuoso, pero preservado de sus embates. Tiene unos 12.000 habitantes. Las gentes, contagiadas de aquella quietud, son pacíficas y solidarias. Esta solidaridad es común en los que viven cerca de costas acantiladas, propensas a accidentes marítimos: naufragios, pescadores que zozobran en sus pequeñas embarcaciones, barcos que no pueden dominar las olas y se estrellan contra las rocas, etc.
Quiero hablar ahora de mi padre, por el que siento un cariño sin límites. Es tímido y por ello le cuesta mostrar sus afectos, pero yo sé que en el fondo es tierno y sensible. Me lo demuestra en pequeños detalles: cuando me coge de la mano para subir los 250 escalones del faro; cuando arriba me asomo a la terraza y noto sus manos protectoras sobre mis hombros. También cuando yo era muy pequeño y entraba en  mi habitación y creyéndome dormido, me tapaba cuidadosamente. Mi madre, en cambio, siempre fue fría, nunca recibí una caricia ni una muestra de afecto de ella.
Mi padre y yo vivimos solos. Cuando yo tenía 8 años, mi madre nos abandonó. Decía que aquella vida de pueblo, con un marido que pasaba más horas atendiendo al faro que en casa, le era insoportable. Nunca he podido entender cómo se puede abandonar a un hijo de tan tierna edad. Las ausencias, cada vez más prolongadas de mi padre, he comprendido después que bien pudieran obedecer al poco calor de hogar que encontraba en la casa. De todas formas, el abandono de mi madre nos hizo mucho daño. Mi padre se volvió huraño y no quería contacto con nadie. Se volcó en mi cuidado, aprendió a cocinar y pasaba más tiempo en la casa. Al salir de la escuela, me llevaba al faro, contemplábamos el panorama, que a él le entusiasmaba, y dentro, me ayudaba a hacer los deberes y me enseñaba mil cosas sobre el mantenimiento del faro. De mi madre, nunca supimos nada, así que poco a poco, aquella herida se fue cerrando.
Vivíamos en la última casa del pueblo, junto a la empinadísima senda que en zigzag subía hasta el faro, distante algo más de 1 km. También se accedía por carretera, cuyo trayecto era más cómodo pero mucho más largo. Los días de tormenta y vendaval, subir por la senda tenía algo de heroico, azotados por la lluvia y el viento, que hacían la ascensión verdaderamente difícil.
Cuando yo tenía 14 años, una tarde, ya anocheciendo, estudiaba en mi cuarto de trabajo, desde cuyo ventanal se veía, allá lejos, en lo alto, el faro. De pronto noté como un fogonazo - había una gran tormenta - y vi claramente cómo caía un rayo sobre él. De inmediato se apagó su luz, la de nuestra casa y la de otras del pueblo. Me quedé unos segundos aturdido, pero reaccioné rápido. Mi padre estaba allí arriba, ¿qué habría pasado? Busqué a tientas un impermeable y una linterna y empecé a subir la cuesta. La oscuridad era absoluta; sólo los relámpagos me iluminaban el camino. Me costó llegar arriba porque el viento hacía casi imposible la subida. Penetré en el faro y ascendí con ayuda de la linterna los 250 escalones. Arriba estaba todo oscuro. El rayo había desconectado los aparatos eléctricos. Los conecté como pude y el faro empezó a lucir. Busqué a mi padre y lo vi al otro lado de la plataforma, en el suelo. Sin duda, la descarga lo había despedido. Le palpé el corazón y le latía débilmente. El teléfono no había sufrido desperfectos y llamé al hospital. Media hora más tarde, una ambulancia nos trasladó hasta allá. Mientras atendían a mi padre, me derrumbé en un banco de la sala de espera, angustiado. Por fin salió un médico y me tranquilizó:
- Tu padre está fuera de peligro. Ha recibido una descarga, pero su corazón es fuerte y en unos días podrá volver a su trabajo.
Nos enviaron a casa y lo cuidé hasta que se encontró con fuerzas para seguir con su rutina.
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Han pasado 18 años desde el accidente de mi padre. Me he casado y tengo dos hijos de 3 y 4 años. He formado una familia con mi mujer, mis hijos, mi padre y yo. Él, por fin tiene calor de hogar. Oigo las risas de mis hijos jugando sobre la moqueta del salón. Yo cuido el mantenimiento del faro, cosa que me entusiasma. Tengo muchos conocimientos de electrónica, que me ayudan en este trabajo.

Se ha hecho de noche. Mi padre, como siempre, sienta a los niños sobre sus rodillas, frente a la chimenea, y les cuenta historias sobre el faro. Esta noche toca lo que le ocurrió cuando era pequeño como ellos; estaba dentro del faro con su padre - mi abuelo - y los ametrallaron creyendo que hacían señales a los alemanes. Fuera llueve y el viento lanza ráfagas de lluvia contra los cristales. El salón está en penumbra; las llamas de la chimenea iluminan los ojos muy abiertos de los niños, que miran como hipnotizados a su abuelo. Mi mujer, que hace punto, deja de tejer y escucha atentamente a mi padre. Hay como una magia en el ambiente. Yo siento una emoción tan honda, que tengo miedo de romper aquella especie de encantamiento y poquito a poco, me voy retirando y entro en el cuarto de trabajo de toda la vida. Me acerco al ventanal. Los destellos del faro, al girar, llegan hasta mi cara. Me doy cuenta de este presente tan apacible y una calma intensa va invadiendo mi alma.

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