El faro, situado en un acantilado,
sobre un promontorio alto y escarpado, era visible desde 90 km a la redonda.
Aquel mar, particularmente bravío, mostraba sus malos modos en forma de
tormentas, galernas y temporales, que eran famosos en toda la región. Por eso
el faro atendido por mi padre y anteriormente por mi abuelo, había salvado
muchas vidas. Tenía una situación estratégica, allí en lo alto, poderoso y
enhiesto. Yo, desde pequeño, aprendí a mirarlo con admiración y respeto.
Desde su base, había que subir 250
escalones, de día iluminados por las pequeñas ventanas abiertas en el torreón y
de noche, con linterna. Mi padre es fuerte, fibroso, y sube los escalones con
facilidad. Lleva 30 años en el oficio, desde los 22, cuando sustituyó a mi
abuelo. Yo seré el sustituto de mi padre, porque me apasiona su trabajo y desde
bien pequeño me ha ido iniciando en él. El panorama desde la terraza circular
en todo lo alto es grandioso: por la izquierda, la costa acantilada se extiende
hasta el horizonte, con entrantes, salientes y bruma al final. A la derecha, el
mar inmenso y a la espalda, las cadenas montañosas y los vallecitos verdes y
tranquilos.
Cuando se desencadena una fuerte
tormenta, olas de más de 30 metros azotan la base del faro. Por la noche, los barcos
a la deriva, zarandeados por el temporal, tienen en aquella luz su salvación.
En efecto, llegan maltrechos hasta ella y se refugian en el recodo que hay a su
derecha, donde una lengua de tierra se interna en el mar formando un rompeolas
natural, con una pequeña ensenada de aguas tranquilas y sosegadas; nada que ver
con lo que sucede un poco más afuera. En aquella ensenada está el puerto y
detrás, el pueblo que se recuesta en la falda de un monte, cara al océano
impetuoso, pero preservado de sus embates. Tiene unos 12.000 habitantes. Las
gentes, contagiadas de aquella quietud, son pacíficas y solidarias. Esta
solidaridad es común en los que viven cerca de costas acantiladas, propensas a
accidentes marítimos: naufragios, pescadores que zozobran en sus pequeñas
embarcaciones, barcos que no pueden dominar las olas y se estrellan contra las
rocas, etc.
Quiero hablar ahora de mi padre, por
el que siento un cariño sin límites. Es tímido y por ello le cuesta mostrar sus
afectos, pero yo sé que en el fondo es tierno y sensible. Me lo demuestra en
pequeños detalles: cuando me coge de la mano para subir los 250 escalones del
faro; cuando arriba me asomo a la terraza y noto sus manos protectoras sobre
mis hombros. También cuando yo era muy pequeño y entraba en mi habitación y creyéndome dormido, me tapaba
cuidadosamente. Mi madre, en cambio, siempre fue fría, nunca recibí una caricia
ni una muestra de afecto de ella.
Mi padre y yo vivimos solos. Cuando
yo tenía 8 años, mi madre nos abandonó. Decía que aquella vida de pueblo, con
un marido que pasaba más horas atendiendo al faro que en casa, le era
insoportable. Nunca he podido entender cómo se puede abandonar a un hijo de tan
tierna edad. Las ausencias, cada vez más prolongadas de mi padre, he
comprendido después que bien pudieran obedecer al poco calor de hogar que
encontraba en la casa. De todas formas, el abandono de mi madre nos hizo mucho
daño. Mi padre se volvió huraño y no quería contacto con nadie. Se volcó en mi
cuidado, aprendió a cocinar y pasaba más tiempo en la casa. Al salir de la
escuela, me llevaba al faro, contemplábamos el panorama, que a él le
entusiasmaba, y dentro, me ayudaba a hacer los deberes y me enseñaba mil cosas
sobre el mantenimiento del faro. De mi madre, nunca supimos nada, así que poco
a poco, aquella herida se fue cerrando.
Vivíamos en la última casa del pueblo, junto a la empinadísima senda que
en zigzag subía hasta el faro, distante algo más de 1 km. También se accedía
por carretera, cuyo trayecto era más cómodo pero mucho más largo. Los días de
tormenta y vendaval, subir por la senda tenía algo de heroico, azotados por la
lluvia y el viento, que hacían la ascensión verdaderamente difícil.
Cuando yo tenía 14 años, una tarde,
ya anocheciendo, estudiaba en mi cuarto de trabajo, desde cuyo ventanal se
veía, allá lejos, en lo alto, el faro. De pronto noté como un fogonazo - había
una gran tormenta - y vi claramente cómo caía un rayo sobre él. De inmediato se
apagó su luz, la de nuestra casa y la de otras del pueblo. Me quedé unos
segundos aturdido, pero reaccioné rápido. Mi padre estaba allí arriba, ¿qué
habría pasado? Busqué a tientas un impermeable y una linterna y empecé a subir
la cuesta. La oscuridad era absoluta; sólo los relámpagos me iluminaban el
camino. Me costó llegar arriba porque el viento hacía casi imposible la subida.
Penetré en el faro y ascendí con ayuda de la linterna los 250 escalones. Arriba
estaba todo oscuro. El rayo había desconectado los aparatos eléctricos. Los
conecté como pude y el faro empezó a lucir. Busqué a mi padre y lo vi al otro
lado de la plataforma, en el suelo. Sin duda, la descarga lo había despedido.
Le palpé el corazón y le latía débilmente. El teléfono no había sufrido
desperfectos y llamé al hospital. Media hora más tarde, una ambulancia nos
trasladó hasta allá. Mientras atendían a mi padre, me derrumbé en un banco de
la sala de espera, angustiado. Por fin salió un médico y me tranquilizó:
- Tu padre está fuera de peligro. Ha
recibido una descarga, pero su corazón es fuerte y en unos días podrá volver a
su trabajo.
Nos enviaron a casa y lo cuidé hasta que se encontró con fuerzas para
seguir con su rutina.
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Han pasado 18 años desde el accidente
de mi padre. Me he casado y tengo dos hijos de 3 y 4 años. He formado una
familia con mi mujer, mis hijos, mi padre y yo. Él, por fin tiene calor de
hogar. Oigo las risas de mis hijos jugando sobre la moqueta del salón. Yo cuido
el mantenimiento del faro, cosa que me entusiasma. Tengo muchos conocimientos
de electrónica, que me ayudan en este trabajo.
Se ha hecho de noche. Mi padre, como
siempre, sienta a los niños sobre sus rodillas, frente a la chimenea, y les
cuenta historias sobre el faro. Esta noche toca lo que le ocurrió cuando era
pequeño como ellos; estaba dentro del faro con su padre - mi abuelo - y los
ametrallaron creyendo que hacían señales a los alemanes. Fuera llueve y el
viento lanza ráfagas de lluvia contra los cristales. El salón está en penumbra;
las llamas de la chimenea iluminan los ojos muy abiertos de los niños, que
miran como hipnotizados a su abuelo. Mi mujer, que hace punto, deja de tejer y
escucha atentamente a mi padre. Hay como una magia en el ambiente. Yo siento
una emoción tan honda, que tengo miedo de romper aquella especie de
encantamiento y poquito a poco, me voy retirando y entro en el cuarto de
trabajo de toda la vida. Me acerco al ventanal. Los destellos del faro, al
girar, llegan hasta mi cara. Me doy cuenta de este presente tan apacible y una
calma intensa va invadiendo mi alma.
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