martes, 31 de enero de 2017

Buscando la calma

Autora: Paqui López Sanz


Miro al vacio buscando historias, el papel en blanco me desasosiega. Tengo especial interés en que el lápiz cobre vida, los sentimientos fluyan y las emociones se mezclen con acierto.

Que las palabras se desparramen sobre el papel y que hagan de buenas anfitrionas en esta tarde de relatos.

Que las ideas caminen solas, que paseen la alegría y la calma, el egoísmo y el deseo por los rincones.

Que las letras dancen al son de la mejor melodía.

Que los pensamientos crezcan en la misma dirección y conformen un carnaval de aventuras.

Que vuelen los sonidos y salten las grafías, que bailen juntas y se enamoren, que amanezca nevado de historias.

Que galopen sobre la cama las frases, que se amen y mezclen entonando melodías poéticas, que los ojos le den los buenos días al mundo.

Que los textos siembren el suelo de la habitación, que los personajes florezcan y se regocijen en la luz.

Que las historias avancen llenas de vidas nuevas y sensaciones infinitas.

Que por fin se abra el telón, que la indiferencia muera y que las sonrisas aparezcan; ese es el instante en el que una profunda calma inundaría mi alma.

domingo, 29 de enero de 2017

No lo volveré a hacer más

Autor: Antonio Cobos Ruz

Una intensa calma invadió mi alma cuando comprendí que todo esfuerzo sería inútil, que no podría evitar lo que se me vendría encima, que no había estado en mis manos haber previsto ese problema, y que no existía ninguna salida que yo  pudiera vislumbrar. No podía hacer que el tiempo marchase para atrás y me quedó claro, que tendría que recurrir a alguien ajeno a mi para intentar hallar una posible solución a aquel conflicto.

Continué sentado donde estaba y me sorprendió a mi mismo aquella sensación de paz que me embargó de los pies a la cabeza al concentrarme en mis respiraciones amplias y profundas, y al tener solamente puesta la conciencia en cómo mis pulmones se hinchaban y se encogían, inhalando y expulsando todo el aire que era capaz de controlar. Cerré los ojos, mantuve la espalda recta, y no sé cuanto tiempo permanecí así. Pasaron ante mi todos los momentos más importantes de mi vida: el día de mi graduación profesional con la obtención del premio fin de carrera de mi promoción, la excursión universitaria en la que conocí a mi bella y sensual esposa, sin saber que era la única hija de un alto magnate chino, nuestra larga y romántica luna de miel dándole la vuelta al mundo, la elegancia de nuestros hijos de ojos rasgados tan cariñosos y responsables; después vinieron la embajada y los negocios familiares, y tanta y tantas cosas…

En fin, una multitud de experiencias, tan diversas y tan hermosas, que me pareció una presunción presentarlas todas juntas en tan poco tiempo. ¡Qué lástima que todo aquel compendio de historias de buena suerte se disipara de golpe, tras ese error, tras ese momento oscuro, tras ese paso negativo, tras esa circunstancia de índole fatal! ¿Estaría en las puertas de la muerte? – me preguntaba a mi mismo.

Y concentrado en la respiración y los recuerdos, me quedé profundamente dormido para encontrarme que, al despertar, no sé cuanto tiempo después, continuaba sentado en la misma posición y en el mismo sitio que antes. Nadie había acudido a ayudarme y tendría, yo solo, que solucionarlo todo . Pero, antes de ponerme en marcha, me prometí una y mil veces, en un esfuerzo de constricción y arrepentimiento, que habiendo alcanzado ya los noventa años de edad, no volvería a coger a escondidas las llaves del coche nuevo de mi hijo, y sobre todo, me juré y perjuré no cometer una nueva tropelía, después de habérselo abollado de aquella mala manera, sin posible disimulo, metiéndome de lleno en un árbol que habían plantado en un lugar equivocado de la carretera.


No sabéis, lo que se enfadó mi hijo.

Dos apestados en la mesa de Navidad

Autora: Elena Casanova Dengra

― ¡No, no es posible! ¿Qué me estás diciendo?

― Lo que oyes, Mari Trini, que los primos del pueblo se quedan a cenar con nosotros.

― Venga hermana ―respondió Mari Trini mientras medía la distancia entre las copas y los platos dispuestos en una larga mesa― hoy no es el día de los inocentes.

― Papá  ha insistido para que se queden a cenar, convenciéndolos de lo peligroso que es volverse al pueblo después de la nieve que ha caído.

― Y el viejo este, no podía haberse callado la boca y morirse de una vez. No sé a qué espera. Lleva cinco meses en la cama pero no tiene prisa por marcharse. A esa que lo atiende se le está quedando cara de acelga por estar tanto tiempo encerrada entre las cuatro paredes de su dormitorio atendiéndolo día y noche.

― ¡Mari Trini! ― le reprobó Pepita― ¡no hables tan fuerte que te van a oír las chicas del servicio!

― Me importa una mierda lo que piensen ese par de  papagayos chismosos.

Mari Trini, con una agitación frenética, removió  platos, copas y cubiertos sobre la mesa hasta conseguir un hueco para dos comensales más.

― Y ahora Pepita-  la cara de Mari Trini lucía tan roja  como los pimientos de piquillo-  al lado de quién siento yo a estos dos campesinos que huelen a vacas y estiércol. ¿De Javier? ¿De Elvira? Por dios dejaríamos cerrada para siempre la puerta a sus excelentes y  privilegiados contactos. De qué van a hablar estos dos desmayados con un senador  y una diputada, ¡oh señor!

― Pero Mari Trini, son socialistas y ellos entienden de clase obrera ―declaró con una mueca entusiasta  la hermana.

― ¡Calla Pepita y no seas absurda! Socialistas, socialistas… esos ya no existen. Son personas con una clase y no se merecen estar con el vulgo en una noche tan importante y en mi casa. ¡Ay! ¿Qué vamos a hacer?

― Y con el obispo, él y la iglesia, la iglesia y los pobres…

― ¿Con el obispo? Ese se pasa media noche catando y disfrutando  nuestros vinos para pasar a recitar en estado casi místico todas las virtudes de los líquidos que han ido deslizándose  por su esófago.  Que si  el aroma complejo y elegante, que si  en la boca es cálido y goloso, de equilibrada acidez  con notas balsámicas de madera perfectamente integradas en el conjunto del vino… ¿Tú crees que este par de catetos se van a enterar de algo?

― Estoy pensando en Rafaela y Antonio, están sordos como tapias y no se van a enterar de nada de lo que se diga en toda la noche.

― ¿Tú estás loca o chiflada? Rafaela es la señora más elegante de esta ciudad y él, todo un intelectual, por poco que oigan esos dos… Están también las fotos. ¡Qué horror! ―Mari Trini se echó sus manos a la cara cubriéndose los ojos y negando categóricamente con la cabeza. ― ¡No, no, no! No puede ser, mañana seremos el hazmerreír de todos nuestros amigos y conocidos.

Pepita la miraba con cara de asombro y no sabía muy bien cómo reaccionar ante estos pequeños ataques de ira de su hermana, solo se atrevió a balbucear un «qué pasa».

― ¿Qué pasa, qué pasa…? Marita, Carmen, Desi… y tantas otras. Mañana estaré en boca de todas esas zorras  diviertiéndose a mi costa y colgada en las redes sociales dando vueltas como una peonza, imagínate.

― ¿Por qué…?

― Las fotos, las malditas fotos. Tus sobrinas y todos los demás se pasarán media noche con los móviles haciendo un reportaje pormenorizado de todos los detalles de la cena. ¡Dios mío, papá, hasta el día que te mueras vas a estar dando quebraderos de cabeza a tu familia! Me he pasado casi un mes preparando esta cena para que a última hora me encuentre con este par de marrones.

― Hermana, ¿Te has fijado en el vestido de la prima?

― Cómo no me iba a fijar en la vulgaridad de ese trapo, en los zapatos de mercadillo y su pelo escardado que apesta a laca barata. Para no fijarse…

― ¿Y en el color de los calcetines de él? ― aulló casi divertida Pepita al recordar el contraste entre el blanco inmaculado de sus calcetines y el marrón oscuro de sus zapatos.

― Hay que hacer algo y pronto. Llama rápidamente a Lucia, que venga con todos sus útiles de costura y haga algún milagro con alguno de nuestros vestidos para ella y con un traje de chaqueta de papá para él. No voy a permitir tener a dos ordinarios con pinta de cazurros en mi mesa. Y llama a Carmen, la peluquera. Si alguna de ellas pone pegas las amenazas con quitarles los alquileres y clientes de sus negocios. Pondremos a los primos a nuestro lado en la mesa y seremos nosotras quienes nos sacrifiquemos, qué le vamos a hacer. ¡Maldito papá, maldito!

En ese momento se oyeron voces y pisadas nerviosas que procedían del piso de arriba. Luisa, la médica, había venido a reconocer al enfermo, bajó deprisa las escaleras y presentándose en el comedor les dijo que su padre acababa de fallecer.


Mari Trini y Pepita se miraron con cierta perplejidad y, aunque era una noticia que esperaban hacía tiempo, no creían que sucediera el día de nochebuena. Despidiendo con celeridad a la médica y antes de tomar cualquier iniciativa, cogieron sus teléfonos móviles para avisar a su media docena de invitados de la cancelación de la cena por la inoportuna y tristísima muerte del padre. Cuando apagó su móvil,  Mari Trini, lentamente y con una intensa paz en el alma,  abandonó el comedor pensando: “te has portado papá, por una vez en tu vida, te has portado”

miércoles, 25 de enero de 2017

Mi padre

Autora: Pilar Sanjuán Nájera




El faro, situado en un acantilado, sobre un promontorio alto y escarpado, era visible desde 90 km a la redonda. Aquel mar, particularmente bravío, mostraba sus malos modos en forma de tormentas, galernas y temporales, que eran famosos en toda la región. Por eso el faro atendido por mi padre y anteriormente por mi abuelo, había salvado muchas vidas. Tenía una situación estratégica, allí en lo alto, poderoso y enhiesto. Yo, desde pequeño, aprendí a mirarlo con admiración y respeto.
Desde su base, había que subir 250 escalones, de día iluminados por las pequeñas ventanas abiertas en el torreón y de noche, con linterna. Mi padre es fuerte, fibroso, y sube los escalones con facilidad. Lleva 30 años en el oficio, desde los 22, cuando sustituyó a mi abuelo. Yo seré el sustituto de mi padre, porque me apasiona su trabajo y desde bien pequeño me ha ido iniciando en él. El panorama desde la terraza circular en todo lo alto es grandioso: por la izquierda, la costa acantilada se extiende hasta el horizonte, con entrantes, salientes y bruma al final. A la derecha, el mar inmenso y a la espalda, las cadenas montañosas y los vallecitos verdes y tranquilos.
Cuando se desencadena una fuerte tormenta, olas de más de 30 metros azotan la base del faro. Por la noche, los barcos a la deriva, zarandeados por el temporal, tienen en aquella luz su salvación. En efecto, llegan maltrechos hasta ella y se refugian en el recodo que hay a su derecha, donde una lengua de tierra se interna en el mar formando un rompeolas natural, con una pequeña ensenada de aguas tranquilas y sosegadas; nada que ver con lo que sucede un poco más afuera. En aquella ensenada está el puerto y detrás, el pueblo que se recuesta en la falda de un monte, cara al océano impetuoso, pero preservado de sus embates. Tiene unos 12.000 habitantes. Las gentes, contagiadas de aquella quietud, son pacíficas y solidarias. Esta solidaridad es común en los que viven cerca de costas acantiladas, propensas a accidentes marítimos: naufragios, pescadores que zozobran en sus pequeñas embarcaciones, barcos que no pueden dominar las olas y se estrellan contra las rocas, etc.
Quiero hablar ahora de mi padre, por el que siento un cariño sin límites. Es tímido y por ello le cuesta mostrar sus afectos, pero yo sé que en el fondo es tierno y sensible. Me lo demuestra en pequeños detalles: cuando me coge de la mano para subir los 250 escalones del faro; cuando arriba me asomo a la terraza y noto sus manos protectoras sobre mis hombros. También cuando yo era muy pequeño y entraba en  mi habitación y creyéndome dormido, me tapaba cuidadosamente. Mi madre, en cambio, siempre fue fría, nunca recibí una caricia ni una muestra de afecto de ella.
Mi padre y yo vivimos solos. Cuando yo tenía 8 años, mi madre nos abandonó. Decía que aquella vida de pueblo, con un marido que pasaba más horas atendiendo al faro que en casa, le era insoportable. Nunca he podido entender cómo se puede abandonar a un hijo de tan tierna edad. Las ausencias, cada vez más prolongadas de mi padre, he comprendido después que bien pudieran obedecer al poco calor de hogar que encontraba en la casa. De todas formas, el abandono de mi madre nos hizo mucho daño. Mi padre se volvió huraño y no quería contacto con nadie. Se volcó en mi cuidado, aprendió a cocinar y pasaba más tiempo en la casa. Al salir de la escuela, me llevaba al faro, contemplábamos el panorama, que a él le entusiasmaba, y dentro, me ayudaba a hacer los deberes y me enseñaba mil cosas sobre el mantenimiento del faro. De mi madre, nunca supimos nada, así que poco a poco, aquella herida se fue cerrando.
Vivíamos en la última casa del pueblo, junto a la empinadísima senda que en zigzag subía hasta el faro, distante algo más de 1 km. También se accedía por carretera, cuyo trayecto era más cómodo pero mucho más largo. Los días de tormenta y vendaval, subir por la senda tenía algo de heroico, azotados por la lluvia y el viento, que hacían la ascensión verdaderamente difícil.
Cuando yo tenía 14 años, una tarde, ya anocheciendo, estudiaba en mi cuarto de trabajo, desde cuyo ventanal se veía, allá lejos, en lo alto, el faro. De pronto noté como un fogonazo - había una gran tormenta - y vi claramente cómo caía un rayo sobre él. De inmediato se apagó su luz, la de nuestra casa y la de otras del pueblo. Me quedé unos segundos aturdido, pero reaccioné rápido. Mi padre estaba allí arriba, ¿qué habría pasado? Busqué a tientas un impermeable y una linterna y empecé a subir la cuesta. La oscuridad era absoluta; sólo los relámpagos me iluminaban el camino. Me costó llegar arriba porque el viento hacía casi imposible la subida. Penetré en el faro y ascendí con ayuda de la linterna los 250 escalones. Arriba estaba todo oscuro. El rayo había desconectado los aparatos eléctricos. Los conecté como pude y el faro empezó a lucir. Busqué a mi padre y lo vi al otro lado de la plataforma, en el suelo. Sin duda, la descarga lo había despedido. Le palpé el corazón y le latía débilmente. El teléfono no había sufrido desperfectos y llamé al hospital. Media hora más tarde, una ambulancia nos trasladó hasta allá. Mientras atendían a mi padre, me derrumbé en un banco de la sala de espera, angustiado. Por fin salió un médico y me tranquilizó:
- Tu padre está fuera de peligro. Ha recibido una descarga, pero su corazón es fuerte y en unos días podrá volver a su trabajo.
Nos enviaron a casa y lo cuidé hasta que se encontró con fuerzas para seguir con su rutina.
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Han pasado 18 años desde el accidente de mi padre. Me he casado y tengo dos hijos de 3 y 4 años. He formado una familia con mi mujer, mis hijos, mi padre y yo. Él, por fin tiene calor de hogar. Oigo las risas de mis hijos jugando sobre la moqueta del salón. Yo cuido el mantenimiento del faro, cosa que me entusiasma. Tengo muchos conocimientos de electrónica, que me ayudan en este trabajo.

Se ha hecho de noche. Mi padre, como siempre, sienta a los niños sobre sus rodillas, frente a la chimenea, y les cuenta historias sobre el faro. Esta noche toca lo que le ocurrió cuando era pequeño como ellos; estaba dentro del faro con su padre - mi abuelo - y los ametrallaron creyendo que hacían señales a los alemanes. Fuera llueve y el viento lanza ráfagas de lluvia contra los cristales. El salón está en penumbra; las llamas de la chimenea iluminan los ojos muy abiertos de los niños, que miran como hipnotizados a su abuelo. Mi mujer, que hace punto, deja de tejer y escucha atentamente a mi padre. Hay como una magia en el ambiente. Yo siento una emoción tan honda, que tengo miedo de romper aquella especie de encantamiento y poquito a poco, me voy retirando y entro en el cuarto de trabajo de toda la vida. Me acerco al ventanal. Los destellos del faro, al girar, llegan hasta mi cara. Me doy cuenta de este presente tan apacible y una calma intensa va invadiendo mi alma.

Una paz invadió mi alma

Autora: Rafi Castro

Aunque esta historia  hace ya muchos años que sucedió, yo entonces tendrías unos doce o trece años.  Mi madre trabajaba en la recolecta de aceituna y a mí me dejaba al cuidado de mi único hermano que entonces tendría tres añitos.

Un día se quedó en el  patio de los vecinos jugando. Cuando me acerqué a recogerlo, uno de los vecinos me dijo que allí  ya no estaba y que lo habían visto correr por un camino que llegaba a un prado en el cual pastaban las ovejas y las cabras de aquel cortijo. A mi hermano le encantaban los animales, pero lo más grave era que en aquel prado había un pozo descubierto. Cuando llegué lo busqué  por todas partes, detrás de los árboles, de las piedras grandes, etc.  No lo encontré, después de tanto buscarlo caí de rodillas llorando a la vez que rezaba pidiéndole a Dios que a mi hermano no le hubiese pasado nada;  yo no podía evitar pensar que había caído al pozo.

Cuando los vecinos me vieron tan angustiada me llamaron para decirme que era una broma, que el niño cuando estaba en el patio se quedó dormido y lo acostaron en una cama. En aquel momento sentí rabia por la mentira y broma de mal gusto, pero al ver la carita de mi hermano una paz interior invadió mi alma.  


Sonó el teléfono

Autor: Antonio Méndez Vargas

Sonó el teléfono; amanecía. Contestó a la llamada y su corazón acelerado le impedía realizar movimientos certeros que pusieran en orden su cabeza. El padre de aquel muchacho había entrado en fase terminal. La voz de aquel teléfono, sosegada, educada, pero determinante, le invitaba a acudir a la unidad de vigilancia intensiva, para acompañar al enfermo en su momento más sublime. Intranquilo por la distancia que los separaba y absorto durante el camino, repetía incansablemente las tan conocidas palabras de Teresa de Jesús:

"Nada te turbe, nada te espante, todo pasa, Dios no se muda, la paciencia todo lo alcanza, a quien a Dios tiene nada le falta, solo Dios basta."

Deseaba estar al lado de aquel hombre que tanto había sacrificado en su vida, como lo había estado siempre desde que era pequeño.

Pablo Neruda decía:

"Tiene mi corazón un llanto de princesa, olvidada en el fondo de un palacio desierto".

Entró en aquella habitación y acercándose sin protocolo alguno, lo besó. Susurrándole al oído palabras cariñosas, entrecortadas, por la lucha que su garganta mantenía con su mente, observaba que el tiempo apremiaba y que se despedía como el elegante apagar de una vela.

Pero una profunda paz fue invadiendo su alma. Había comenzado a tocar, a acariciar, incluso a fijar su mirada en ella; la muerte hacia su entrada en aquella estancia. Aquel joven anhelaba registrar todo el proceso de una vida en tan solo unos escasos minutos como queriéndole ofrecer, en una bandeja, todo lo que aquel moribundo, había logrado alcanzar. No pudo.

Pero una profunda paz invadió su alma.

Los ritmos cardíacos que se anunciaban en aquella maquina, fueron siendo sustituidos por un sonido constante, eterno, que avisaba el desenlace.

En aquella preciosa mañana de julio, la muerte acompañaba a aquel joven al rezo del ángelus, que como fragancia preciosísima, inundó el habitáculo con su oración, haciendo que su padre le regalara un último obsequio. En palabras de Roberto Hernan:

Pediré a las nubes tres deseos y
haré con ellos una estrella, le pondré tu nombre a mis versos,
y tu carita de luna llena, será la brillante estrella que alumbre en mi firmamento,
y para no olvidarte nunca, ni siquiera un momento."

Y  una profunda paz invadió su alma.