lunes, 3 de octubre de 2016

Historia con crimen


Autora: Pilar Sanjuán


San Sebastián. Es febrero de 1900. La ciudad bulle ya con un aire nuevo. Ha comenzado el último año del S. XIX y el XX está a la vuelta de la esquina. Hay en las gentes como una impaciencia por ese comienzo de siglo. La ciudad está de moda en Europa. La Regente, Dª Mª Cristina, pasa temporadas en ella y París exporta sus modelos que tienen aquí tanto éxito como en la capital francesa. Los parques son una orgía de color a pesar de ser invierno, porque las damas lucen sus atuendos malvas, rojos, verdes o fucsias de forma desinhibida. Abrigos entalladísimos que marcan las breves cinturas y los bustos opulentos, acompañados de manguitos de piel de nutria, castor o visón, a juego con los cuellos, son rematados por sombreros voluminosos con adornos increíbles. La temperatura es suave y el uso de manguitos obedece más a la coquetería que a la necesidad. Al sacar las manos de aquel “refugio”, las muestran suaves, blancas y tibias, sin rojeces ni sabañones (¡Horror; sabañones, qué ordinariez!).
 Por las avenidas aún predominan los coches de caballos, pero ya se van abriendo paso algunos con motor: los primeros Peugeot y Renault, que son conducidos casi siempre por sus dueños, muy orgullosos, tocando ruidosamente el claxon. Si a su lado está sentada una dama cuyo sombrero lucha por acomodarse dentro de la cabina, el orgullo es doble, pero siempre es mayor el que siente el caballero por el coche, que por la dama.
Cambiemos ahora de escenario.
Estamos en la lujosa residencia, en plena playa de La Concha, de la familia Santaolalla-Vasiliev, formada por D. Manuel, de 53 años, Diplomático, y Dª Mª Alexandra, de 29, natural de San Petersburgo.
Esa mañana de febrero, todo es tranquilidad en la mansión. El señor lleva dos días fuera, en Biarritz, por asuntos de trabajo. En la casa está la señora, que aún no se ha despertado, y la servidumbre: el ama de llaves, Dª Aránzazu, Teresa la cocinera, Juan, un criado, Iñaqui el jardinero y tres doncellas: Idoia, Begoña y Nadia, ésta de 25 años, llegada de Rusia a la vez que su señora, y que la atiende como primera doncella.
Son las diez de la mañana y Nadia, como todos los días, le lleva a Dª María Alexandra el desayuno en bandeja de plata. Su delantal y su cofia son de un blanco deslumbrante.
Antes de entrar llama suavemente con los nudillos, luego entra y a los pocos segundos se oye un grito y el ruido de una bandeja que cae al suelo. Toda la servidumbre, sobresaltada, corre hacia el dormitorio de la señora. En ese momento Nadia aparece en la puerta, palidísima y con cara horrorizada. Dice temblorosa:
   - ¡Muerta! ¡La señora está muerta!
Todos entran precipitadamente y el espectáculo es aterrador: el cuerpo de Dª Mª Alexandra yace sobre la cama con el camisón y las sábanas empapadas en sangre y el cabello revuelto. La impresión es tan grande que nadie acierta a decir nada. Entra de nuevo Nadia, se arrodilla junto a la cama y abrazada al cuerpo de la señora, llora sin consuelo. Dª Aránzazu, algo más dueña de sí que los demás, dice con autoridad:
   - Hay que avisar al señor y al Comisario. No toquéis nada, salid y cerrad la puerta. Yo voy a llamar por teléfono.
Les cuesta arrancar a Nadia de allí; luego salen todos. Las doncellas no dejan sola a su compañera, que llora y se lamenta sin cesar.
La señora Aránzazu hace dos llamadas. Todos están aturdidos y no saben qué actitud tomar.
Media hora más tarde llega el Comisario con un ayudante. El ama de llaves lo lleva al dormitorio donde pide que lo dejen solo. Su ayudante se ha quedado junto a la servidumbre.
Después de un rato bastante largo, aparece el Comisario y ruega que lo acompañen al jardín. Allí, bajo el ventanal del dormitorio de los señores, observa cuidadosamente el suelo y el árbol que crece pegado a la fachada, justo bajo el alféizar del ventanal. Luego entra en la casa y en el despacho de D. Manuel va interrogando uno a uno a todos, entreteniéndose mucho más en Nadia.
Han pasado dos horas y media desde la llegada del Comisario y se oye el ruido de un motor en el jardín. Entra el Sr. Santaolalla con el rostro demudado y acompañado, se dirige al dormitorio; el policía observa las reacciones en el rostro del señor; éste, a la vista del cadáver se siente desfallecer y toma asiento. Sólo dice de vez en cuando:
   - ¡Dios mío, Dios mío! ¿Cómo es posible?
El Comisario deja a D. Manuel que se reponga y luego le ruega que lo acompañe a su despacho para interrogarlo.
Casi una hora después salen y se dirigen al jardín, bajo el ventanal, donde hablan un buen rato.
 Por fin entran en la casa y el Comisario ruega a todos que tomen asiento. Tiene el aire grave de la persona que va a decir algo trascendental. Todos están expectantes, menos D. Manuel que, derrumbado en un sillón, está como ausente.
El Comisario, con voz un tanto alterada, dice:
   - Sé quién ha cometido este horrible crimen y lo voy a comunicar. Va a ser un golpe tremendo para todos ustedes.
Antes de ese momento tan apasionante, hagamos un poco de historia del matrimonio.
Hace cinco años, D. Manuel, por asuntos diplomáticos, tuvo que ir a San Petersburgo a entrevistarse con el Embajador español en Rusia. En la Embajada, en una fiesta, conoció a una jovencita bellísima de 24 años, de familia aristocrática. Al Diplomático no sólo le llamó la atención por su belleza; era además una joven muy cultivada, con la que pudo conversar en francés y en español, idiomas que ella conocía a la perfección. En ruso hablaron de Literatura. D. Manuel quedó maravillado de aquella joven y se sintió atraído por ella. La atracción fue mutua, pues a pesar de la diferencia de edad - él tenía 48 años - su aspecto juvenil y atractivo y sus modales de hombre de mundo cautivaron a Dª Mª Alexandra, que pronto olvidó a su primo lejano Fiódor, con el que tenía una relación amistosa, a pesar del empeño de ambas familias para que se transformara en algo más.
D. Manuel y la joven se vieron con asiduidad durante un tiempo y él se decidió a pedir su mano. Los padres accedieron, deslumbrados por el brillante porvenir del que parecía gozar el Diplomático. Por su parte, Dª Mª Alexandra estaba encantada ante la perspectiva de vivir en San Sebastián, ciudad que ya conocía.
Se casaron y el viaje de novios consistió en la inauguración del ferrocarril que unía El Cairo con Jartum, en Sudán, a la que el Diplomático estaba invitado. Fue maravilloso, pero la admiración que su mujer despertaba en todas partes empezó a molestar a su esposo, que poco a poco fue descubriendo un temperamento celoso que sorprendió a Dª Mª Alexandra. Los accesos de mal humor, a duras penas disimulados, ensombrecieron el final del viaje.
Ya instalados en San Sebastián, todo volvió a la normalidad. Sólo algún pequeño episodio de celos si los escotes de ella eran más pronunciados de lo que él consideraba razonable, y que la joven zanjaba tapándose un poco más,  perturbaban ligeramente la convivencia. Luego aumentaron con el disgusto, si él estaba ausente, de saber que ella había ido a la Ópera o al Teatro con sus amigas y los esposos de ellas. Dejó de ir, así como a pasear por los parques, siempre acompañada de otras damas. Dª Mª Alexandra fue dándose cuenta de que su radio de acción se iba limitando cada vez más y se quejó a su marido. El amor de D. Manuel por su esposa era tanto que quiso curarse de aquella enfermiza tendencia a los celos. Visitaron a un Psiquiatra austriaco que iba alcanzando en Europa gran renombre: Freud: curaba las neurosis y las histerias con un procedimiento nuevo: el psicoanálisis, y al parecer obtenía verdaderos éxitos. Lo visitaron varias veces y el Sr. Santaolalla se sometió a un tratamiento severo, que parece que alivió sus traumas, con gran alegría de su esposa y de él mismo.
Los celos de D. Manuel parecían superados, pero en realidad seguían latentes. Después de períodos de tranquilidad, alguna nimiedad volvía a provocar situaciones de tensión y cambios de humor repentinos.
El Diplomático comprendió que no había sido del todo sincero con el Dr. Freud; no le había desnudado por completo su alma; en su inconsciente quedaba algún deseo reprimido  y esto hacía incurable su enfermedad.
Y entre luces y sombras, pasaron cinco años de matrimonio; se alternaban momentos felices con otros de zozobras y sobresaltos.
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Hemos llegado al momento presente, después del suceso terrible del asesinato de Dª Mª Alexandra. El Comisario se dispone a decir el nombre del asesino.
Consciente de la expectación que suscita, espera unos segundos que a todos les parecen interminables.
   - Sé que mis palabras les van a causar un impacto terrible y lo siento. Los hechos han ocurrido así: Esta pasada madrugada, D. Manuel vino de Biarritz, dejó el coche un poco alejado y entró en la casa trepando por el árbol bajo el ventanal (esto lo había hecho muchas veces de niño). Asesinó a su pobre esposa a causa de un ataque de celos incontrolable: dos días antes encontró en el cajón secreto del escritorio de Dª Mª Alexandra un paquete de cartas de su primo Fiódor en las que le declaraba su amor una y otra vez.
En este momento Nadia, como movida por un resorte, se levantó y dirigiéndose al Comisario, dijo de manera entrecortada en un español muy aceptable:
   - Sr. Comisario: yo sabía de la existencia de esas cartas, porque mi señora no tenía secretos para mí. Ella no les daba la menor importancia; es más, no contestó ni a una sola de ellas. Las guardaba por respeto a su primo, pero más de una vez estuvo a punto de romperlas sabiendo lo celoso que era D. Manuel.
Dicho esto, Nadia se volvió hacia su señor y con gran enojo le dirigió estas palabras:
   - No puedo seguir ni un momento más bajo el techo de quien ha cometido un acto tan bárbaro e injusto con mi señora, jamás le perdonaré.
Se dio media vuelta y salió apresurada del salón ante el asombro de todos. D.  Manuel se hundió más en el sillón y se tapó la cara con las manos, sollozando sin importarle el espectáculo que daba ante todos los presentes.
El comisario esperó respetuosamente a que el Diplomático recuperara la compostura. Luego se acercó a él y dijo:
   - Acompáñeme.

El Sr. Santaolalla se levantó trabajosamente y todos quedaron conmocionados al ver su aspecto: había perdido toda su apostura; su espalda y sus hombros se habían curvado, su cabeza se inclinaba sobre el pecho y sus andares, tan firmes otras veces, ahora eran inseguros y vacilantes. Había envejecido diez años en pocas horas.

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