domingo, 25 de septiembre de 2016

Las rosas de Hafelti

Autora: Elena Casanova


A María solo le queda mirar el último regalo que su marido le trajo de tierras lejanas. Todas las noches, antes de irse a la cama, se acerca al parador del comedor adornado con un jarrón de porcelana que contiene un insólito ramo de Flores; desliza suavemente las yemas de sus dedos por los pétalos al mismo tiempo que susurra una sencilla oración para Luis,  el hombre con el que  un día  decidió compartir su vida.

María y Luis se casaron un oscuro y frío mes de febrero de 1900. Vivían en una casa enorme junto a la playa. No habían tenido hijos, y María echaba de menos la maternidad, se le hacía muy cuesta arriba una vida sin vástagos a quienes cuidar y un marido que se pasaba demasiado tiempo viajando por el país y extranjero como comerciante de telas. Su última salida se prolongó por un año al hacer un recorrido por los países del Mediterráneo.  De ese largo periplo, aparte de  sedas, tafetanes y rasos, obsequió a María con un magnífico ramo de rosas secas, cuya singular belleza radicaba en el  intenso color negro de sus pétalos.

María, gran aficionada a la botánica, destripaba todos los libros que sobre el tema caían en sus manos, y su jardín era uno de los más bonitos y mejor cuidados de toda la ciudad. Tan maravillada quedó con aquellas rosas que  no paró de investigar hasta que dio con  la información que había de aquellas  plantas tan insólitas. Así supo que estas flores, únicas en el mundo, se criaban en una pequeña localidad turca, Hafelti, debido a la condición del suelo y el nivel del PH de sus aguas subterráneas filtradas del río Eúfrates. Y con gran sorpresa también descubrió un mundo paralelo relacionado con la magia y los conjuros.

A los dos meses de su llegada, Luis le comunicó que tardaría poco  en volver a marcharse para explorar el nuevo mercado de tejidos que se estaban extendiendo por toda Europa.  Maria se quedó triste y muy abatida por la noticia, no se hacía a la idea de otra larga temporada en la soledad de aquella casa tan grande y tan vacía. Tenía que hacer algo y pronto para impedir su partida. Trató de convencerlo para que se quedara en la ciudad, trabajar en un negocio más modesto y poder estar juntos. Todo esfuerzo fue inútil; en realidad Luis era una persona inquieta y permanecer demasiado tiempo en el mismo sitio era algo inconcebible. María lo sabía desde siempre pero nunca perdió la esperanza de un cambio de actitud con el tiempo.

A la mañana siguiente, mientras Ágata servía el desayuno, los ojos de María se quedaron fijos las rosas negras, y de pronto creyó tener la solución para retener en casa a su marido. Habló con la criada para insinuarle que la magia de esas flores sería la solución para evitar la marcha de Luis. Ágata que había criado desde pequeña a María y no soportaba verla tan triste, la ayudaría de una forma más práctica, para ella  los encantos y brujerías no resolverían nada.

 En cuanto Luis abandonaba la casa, las dos mujeres se escondían en la cocina y realizaban el conjuro de las rosas de Hafelti. Junto a una foto del marido colocaban  un mechón de pelo, una vela y una rosa negra. Acto seguido un texto en latín era todo lo necesario para llevar a cabo la ceremonia. Lo que ignoraba Maria era que todos los días, en la taza de café de Luis, iba disuelta una pequeña cantidad de matarratas. A Luis no le quedó más remedio que  suspender su viaje al encontrarse muy débil y con unas sospechosas manchas en la piel.

Durante los primeros síntomas, María se encontraba muy cómoda cuidando y mimando a su marido de la mañana hasta la noche. Daba las gracias una y otra vez por tenerlo a su lado, nunca lo había sentido tan cerca. Pero la alegría no duró demasiado. Los primeros signos no desaparecían sino que cada vez eran peores. Junto al cansancio, la confusión, las naúseas y los vómitos se convirtieron en habituales. La piel era un velo pálido, así como sus labios y conjuntivas. Las molestias abdominales eran muy intensas y ya no se sentía capaz de salir de la cama. El médico lo visitaba todos los días pero ninguno de sus remedios parecía hacerle efecto, fue incapaz de diagnosticar la enfermedad. Una madrugada, por fin, Luis dejó de respirar y de sufrir, tras una  noche  de diarreas sanguinolentas,  convulsiones y grandes dolores.

Lo enterraron una tarde brumosa, silenciosa, tan misteriosa como  la  misma muerte. El féretro estaba rodeado de unos pocos conocidos a quienes la existencia aún les daba una tregua  y entre los cuales había tres personas que se sentían responsables de aquel cuerpo sin vida. María, por haber coqueteado con el mundo de la hechicería y el ocultismo. Su médico, por la impotencia de no haber podido hacer nada por ese desgraciado. Estaba convencido que había contraído esa extraña enfermedad en algún rincón de los  países que había frecuentado. Y Ágata,  aunque  no se sentía orgullosa de lo que había hecho, sí que sentía cierto alivio. Por  fin su señora se sentiría en paz y no sufriría más por el desplante y el abandono de un hombre.

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