jueves, 30 de junio de 2016

La fatalidad del doble

Autora: Elena Casanova

Sería mi destino… eso es lo que me repito todos y cada uno de mis días.

Nunca he sido demasiado guapo según mis tías, eso sí, con  la firme oposición de mi madre que siempre presumía de su vástago delante de las engominadas  y petulantes hermanas de mi padre. Flaco, larguirucho y algo desgarbado,  esa es la imagen que proyecto habitualmente al mundo; con la timidez por bandera y en el rostro una expresión entre lánguida y cansada, nunca he sido demasiado ducho en las relaciones con el sexo opuesto, para mí las mujeres son  animales muy superiores que siempre me han mirado con despotismo y altanería.

Durante cuatro años preparé las oposiciones de educación infantil sin demasiado éxito, cuando por fin  logré un trabajo de sustituto en una pequeña ciudad gaditana. Si he de ser sincero, me costó horrores conectar con los alumnos pero, poco a poco, me fui acostumbrado a “esos locos bajitos” como tan bien los definió Serrat. Durante algún tiempo compartí piso con un compañero de trabajo aunque luego opté por alquilar un  pequeño apartamento, había alcanzado esa edad en la que la independencia se convierte en algo casi imprescindible. Jamás imaginé el placer de acondicionar mi nuevo habitáculo formado por un comedor con cocina incorporada y un dormitorio con un baño adjunto. En la mesa del comedor no faltaban las flores, desde muy pequeño siempre vi bonitos ramos en  mi casa, y no concebía vivir en un espacio sin este adorno. Encontré, en el mercado de los sábados, un pequeño puesto de plantas. No había gran variedad de especies, pero sí que encontré las flores más frescas que jamás había comprado.  Lo regentaba  una chica joven que me aconsejaba sobre cuidados y me explicaba las peculiaridades de todas las variedades que poseía. No era especialmente bonita, pero desde el principio me quedé prendado de la simpatía de su cara, de sus movimientos, del timbre de su voz. Cada vez que iba al mercado pasaba más tiempo hablando con ella hasta que un día me propuso vernos fuera de su  trabajo, para poder charlar relajadamente y conocernos mejor.  Nos citamos en un parque junto al mercado, cerca del tobogán.

Mi estado de excitación era tal que apenas  me concentraba en mi trabajo y los niños lo notaban. Se pasaban parte de la clase llamándome la atención: “maestro no ha encendido la pizarra, maestro no has repartido los folios con los dibujos, maestro  hoy nos iba a llevar a la sala de informática, maestro el timbre del recreo ha sonado hace un rato”… Se divertían, lo disimulaban mal, a consta de mis despistes  y creo que intuían algo, aunque no se atrevían a comentarlo abiertamente.   Me sentía en una nube, una chica se había fijado en mí y quería pasar un rato conmigo.

Horas antes del encuentro,  miré al chico que había en la otra parte del espejo del cuarto de baño mientras me rasuraba la barba, y le pregunté, nervioso, de qué iba toda la historia con la chica del mercado.  Le pregunté también si había pensado de qué puñetas iba a hablar en las siguientes dos o tres horas, su vida se había  encasillado en una mediocridad tal, que a nadie le importaría. Terminé con un toque de colonia, salí del baño y dejé mi cara de impostor aguafiestas  junto al lavabo. Bajé las escaleras de tres a tres, a punto de llevarme por delante el gato de la portera cuya pachorra me sacaba de mis casillas tantas mañanas cuando se quedaba atravesado en cualquier peldaño. Me miraba con ojos desafiantes si me atrevía  a molestarlo, impostura chocante en un minino.

Camino del parque tropecé varias veces con el bordillo de la acera que estuvo a punto de costarme un disgusto. Me senté en el primer banco que vi junto al tobogán del parque mientras observaba el juego de los niños. Consultaba el reloj cada cinco minutos. El tiempo parecía que no correr, sin embargo las agujas saltaban de raya en raya a una velocidad vertiginosa. Ella no aparecía.  Como estaba acostumbrado a esperar,  un cuarto de hora de retraso me pareció algo que entraba dentro de lo razonable, media hora, tres cuartos, una hora… me cansé de mirar y escuchar los gritos de los chiquillos, casi les odié. Me marché  con la cabeza gacha, como si toda la gente que se encontraba a mi alrededor hubiera sido testigo del desplante.

No volví al mercadillo, no hubiera sido capaz de mirarla a la cara. Pasé demasiados días  lamentándome hasta  que  el tiempo se  hizo cargo de mermar el  enfado y la desilusión a partes iguales. Pasados unos meses, durante un paseo, llegué al mismo parque. Era más grande de lo que yo pensaba y  me adentré y me perdí por sus caminos que parecían un laberinto. En el extremo contrario comprobé que existía otra zona de columpios, con un tobogán incluido. Me quedé pasmado y en mi cabeza la misma palabra rebotaba una y otra vez: “estúpido, estúpido, estúpido…”


No tenía número de teléfono ni dirección, así que iría el sábado siguiente a aclarar el malentendido. Me levanté temprano y me dirigí al puesto de las flores. No estaba allí y su lugar lo ocupaba  otro de bolsos y zapatos. Pregunté por ella a todos los vendedores circundantes, pero nadie sabía nada. Dicen que dejó de aparecer un sábado sin explicación alguna y no la habían vuelto a ver. Recorrí desesperado todo el mercado pero no encontré rastro de ella ni de su puesto. Las únicas flores que vi fueron un par de rosas marchitas encima de una papelera urbana. 

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