Sería mi destino… eso es lo que
me repito todos y cada uno de mis días.
Nunca he sido demasiado guapo
según mis tías, eso sí, con la firme oposición
de mi madre que siempre presumía de su vástago delante de las engominadas y petulantes hermanas de mi padre. Flaco, larguirucho
y algo desgarbado, esa es la imagen que proyecto
habitualmente al mundo; con la timidez por bandera y en el rostro una expresión
entre lánguida y cansada, nunca he sido demasiado ducho en las relaciones con el
sexo opuesto, para mí las mujeres son animales muy superiores que siempre me han
mirado con despotismo y altanería.
Durante cuatro años preparé las
oposiciones de educación infantil sin demasiado éxito, cuando por fin logré un trabajo de sustituto en una pequeña
ciudad gaditana. Si he de ser sincero, me costó horrores conectar con los
alumnos pero, poco a poco, me fui acostumbrado a “esos locos bajitos” como tan
bien los definió Serrat. Durante algún tiempo compartí piso con un compañero de
trabajo aunque luego opté por alquilar un
pequeño apartamento, había alcanzado esa edad en la que la independencia
se convierte en algo casi imprescindible. Jamás imaginé el placer de acondicionar
mi nuevo habitáculo formado por un comedor con cocina incorporada y un
dormitorio con un baño adjunto. En la mesa del comedor no faltaban las flores,
desde muy pequeño siempre vi bonitos ramos en
mi casa, y no concebía vivir en un espacio sin este adorno. Encontré, en
el mercado de los sábados, un pequeño puesto de plantas. No había gran variedad
de especies, pero sí que encontré las flores más frescas que jamás había
comprado. Lo regentaba una chica joven que me aconsejaba sobre cuidados
y me explicaba las peculiaridades de todas las variedades que poseía. No era
especialmente bonita, pero desde el principio me quedé prendado de la simpatía
de su cara, de sus movimientos, del timbre de su voz. Cada vez que iba al
mercado pasaba más tiempo hablando con ella hasta que un día me propuso vernos
fuera de su trabajo, para poder charlar
relajadamente y conocernos mejor. Nos
citamos en un parque junto al mercado, cerca del tobogán.
Mi estado de excitación era tal
que apenas me concentraba en mi trabajo
y los niños lo notaban. Se pasaban parte de la clase llamándome la atención: “maestro
no ha encendido la pizarra, maestro no has repartido los folios con los dibujos,
maestro hoy nos iba a llevar a la sala
de informática, maestro el timbre del recreo ha sonado hace un rato”… Se
divertían, lo disimulaban mal, a consta de mis despistes y creo que intuían algo, aunque no se
atrevían a comentarlo abiertamente. Me
sentía en una nube, una chica se había fijado en mí y quería pasar un rato
conmigo.
Horas antes del encuentro, miré al chico que había en la otra parte del espejo
del cuarto de baño mientras me rasuraba la barba, y le pregunté, nervioso, de
qué iba toda la historia con la chica del mercado. Le pregunté también si había pensado de qué
puñetas iba a hablar en las siguientes dos o tres horas, su vida se había encasillado en una mediocridad tal, que a
nadie le importaría. Terminé con un toque de colonia, salí del baño y dejé mi
cara de impostor aguafiestas junto al
lavabo. Bajé las escaleras de tres a tres, a punto de llevarme por delante el
gato de la portera cuya pachorra me sacaba de mis casillas tantas mañanas
cuando se quedaba atravesado en cualquier peldaño. Me miraba con ojos
desafiantes si me atrevía a molestarlo,
impostura chocante en un minino.
Camino del parque tropecé varias
veces con el bordillo de la acera que estuvo a punto de costarme un disgusto. Me
senté en el primer banco que vi junto al tobogán del parque mientras observaba el
juego de los niños. Consultaba el reloj cada cinco minutos. El tiempo parecía
que no correr, sin embargo las agujas saltaban de raya en raya a una velocidad
vertiginosa. Ella no aparecía. Como estaba
acostumbrado a esperar, un cuarto de
hora de retraso me pareció algo que entraba dentro de lo razonable, media hora,
tres cuartos, una hora… me cansé de mirar y escuchar los gritos de los
chiquillos, casi les odié. Me marché con
la cabeza gacha, como si toda la gente que se encontraba a mi alrededor hubiera
sido testigo del desplante.
No volví al mercadillo, no
hubiera sido capaz de mirarla a la cara. Pasé demasiados días lamentándome hasta que el
tiempo se hizo cargo de mermar el enfado y la desilusión a partes iguales.
Pasados unos meses, durante un paseo, llegué al mismo parque. Era más grande de
lo que yo pensaba y me adentré y me
perdí por sus caminos que parecían un laberinto. En el extremo contrario comprobé
que existía otra zona de columpios, con un tobogán incluido. Me quedé pasmado y
en mi cabeza la misma palabra rebotaba una y otra vez: “estúpido, estúpido,
estúpido…”
No tenía número de teléfono ni
dirección, así que iría el sábado siguiente a aclarar el malentendido. Me
levanté temprano y me dirigí al puesto de las flores. No estaba allí y su lugar
lo ocupaba otro de bolsos y zapatos.
Pregunté por ella a todos los vendedores circundantes, pero nadie sabía nada.
Dicen que dejó de aparecer un sábado sin explicación alguna y no la habían
vuelto a ver. Recorrí desesperado todo el mercado pero no encontré rastro de
ella ni de su puesto. Las únicas flores que vi fueron un par de rosas marchitas
encima de una papelera urbana.
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