Autora: Pilar Sanjuán Nájera
“Sería mi destino”, dice mucha gente
con resignación cuando algún acontecimiento ajeno a su voluntad cambia el rumbo
de su vida.
¿Y qué es el destino, o el sino, como
también se le llama? ¿Quién mueve sus hilos?
Hubo en otras épocas grandes
polémicas en la Iglesia Católica sobre la predestinación. Los que creían
en ella afirmaban que Dios elegía entre los nacidos a los que se iban a salvar
y a los que no; o sea, que por capricho de Dios, había seres que estaban
señalados por su dedo divino y por muchos méritos que hicieran, su destino
sería el infierno. Prescindiendo de un Dios tan injusto y veleidoso, ¿por qué
son tan distintos los destinos de las criaturas?
Por supuesto que estamos sujetos a
acontecimientos que nos llegan inesperadamente: una enfermedad, un
contratiempo, un accidente. Esto no podemos evitarlo, pero desde luego ocurre
más entre gentes vulnerables y desamparadas. A un mendigo que duerme en la
calle entre cartones, seguro que le ocurren más desgracias que al potentado que
vive en una gran mansión.
Hoy precisamente, a la hora de comer,
viendo el Telediario he sufrido un verdadero mazazo (llevo varios días pensando
en esto del destino). Han dado dos noticias casi seguidas: en una nos mostraban
a un niño recién nacido, hijo de los jóvenes reyes de Suecia, el día de su
bautizo; ese niño, nada más nacer, ya era conde de no sé qué, y automáticamente
será el próximo rey de Suecia. Casi de inmediato, nos cuenta el Telediario que
una barcaza con más de 500 emigrantes volcaba por exceso de personal, y entre
los supervivientes había una mujer embarazada. En este momento he pensado:
¿cuál va a ser el destino de ese niño cuando nazca? La madre no sabrá siquiera
qué patria tendrá, pero sí imaginará lo que le espera: sufrimientos y penurias.
Me ha parecido sangrante la injusticia que pesa sobre la vida de esos dos
niños: el futuro rey y el emigrante sin futuro.
Pienso también en los destinos tan
opuestos de niños que nacen en barrios residenciales de París, Nueva York,
Madrid o Londres y los que nacen en Haití, Nepal, Somalia o la República del
Congo.
En África hay países con riquezas
ingentes en oro, diamantes, coltán, marfil o cacao y en Asia ocurre igual en
los países productores de petróleo y gas natural alrededor del Golfo Pérsico,
¿qué le llega a la población de esas riquezas? Nada o casi nada. Son para los
dirigentes y las Multinacionales. La población vive en la miseria. Ese es el
amargo destino que les marcan los poderosos, y los poderosos carecen de
sentimientos. La solidaridad hay que buscarla entre las gentes que menos
tienen.
Sé muy directamente que los
saharauis, cuando reciben un paquete de ropa y comida de algunas familias
españolas, se reúnen con los vecinos y lo reparten. A estos pobres habitantes
del Sahara Occidental les marcó el destino España abandonándolos a merced de la
rapiña de los países limítrofes, sobre todo Marruecos, que los esquilma sin
piedad. De nada les sirve a los saharauis tener en su territorio los
yacimientos de fosfatos más importantes del mundo. A ellos no les llegan los
beneficios.
O sea, que el destino de millones de
personas depende de factores que no hay que buscarlos en lo sobrenatural, ni en
fuerzas ocultas, ni en un Dios caprichoso. Hay otros dioses que se están
apoderando del mundo y que lo rigen con una total falta de escrúpulos y una
crueldad sin límites. Son los poderes financieros, políticos, religiosos,
económicos, etc. A su sombra y amparadas por ellos, crecen las mafias
depredadoras que hacen su agosto a costa de infelices que no pueden defenderse.
El dinero es el dios de todos estos poderes.
Contra este entramado que siembra la
injusticia se alzan grupos sociales llenos de buena voluntad que intentan
neutralizar el daño que causan los nuevos adoradores del “becerro de oro”, pero
no son suficientes: son las numerosas ONG, los cooperantes, el voluntariado,
los Comedores Sociales, la Cruz Roja, Cáritas, Greenpeace, etc. Es
verdaderamente meritorio lo que hacen, pero la necesidad es tanta, que apenas
pueden solucionar pequeñas parcelas. En cada uno de esos países arrasados por
los saqueadores haría falta un Mandela o un Gandhi, pero por desgracia, ellos
ya no están.
A todos estos infortunios que agravan
la situación de los desheredados, hay que añadir el egoísmo de las gentes
adineradas que sólo piensan en aumentar sus caudales y se los llevan a paraísos
fiscales, privando de sus impuestos a los países de origen. En España, esos
dinerales que no tributan aquí, contribuyen a que los hospitales se vean desbordados
por tantos enfermos sin personal suficiente para atenderlos; a que las
guarderías escaseen, a que los trabajadores ganen cada vez menos y trabajen
cada vez más, a que muchos niños y personas mayores no puedan hacer ni una
comida al día, a que el paro sea escandaloso... ¿Cómo no se paran a pensar que
su actitud tiene una gran parte de culpa en el destino sufriente de tantas
criaturas?
No quiero acabar el relato sin hacer
una mención al destino de esos refugiados sirios, subsaharianos y de otras
nacionalidades, maltratados por Europa. Están sembrando de cadáveres el
Mediterráneo hasta convertirlo en un cementerio. Decía por la radio hace días
un palestino algo que me conmovió: “El Mediterráneo ha sido siempre el puente
de unión entre todos los países que lo circundan. Ahora hemos hecho de él un
foso que los separa”. Qué razón tenía. De seguir así las cosas, nos
avergonzaremos de ser europeos.
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