Sería mi destino que esta criatura deforme deshonrara a la
familia. Muy grande hubo de ser la falta de mis antepasados, para que esta
niña, monstruosa, naciera de mis entrañas y nos avergonzara ante la aldea.
Cuando vi su rostro, deseé con todas mis fuerzas, que su
corazón no latiera, pero la vida estaba de su parte. La familia no podría
soportar el rechazo. El padre tendría que bajar la mirada ante los demás y lo
apartarían de la comunidad. Los varones no se casarían y a las hijas ningún
hombre las tomaría por esposa. Yo también quería morir, porque no era digna de
seguir viviendo, pero sólo mi destino decidiría el momento.
Así, tras el parto, apenas pude caminar, la llevé hasta el
lado lejano del río, donde la corriente se lleva las desgracias y los juncos
tapan las miserias. Debía volver sin ella, únicamente, de esta forma, la
familia viviría tranquila. Pero, llegado el momento, la criatura empezó a
llorar. La miré y sus ojos inquietos no dejaban de observarme. Entonces, no me
pareció tan repugnante. Ocultas entre las sombras de la noche regresamos al
hogar.
El padre, pese a todo, no me repudió. Pero la soledad y el
silencio con el que nos ignoraron eran peor que la muerte misma. Ambas vivíamos
como almas ausentes, por el día, la penumbra de las paredes nos apartaba de las
miradas ajenas; luego, al caer la tarde, el velo opaco que nos cubría el
rostro, nos escondía de las familiares. Sin embargo, esta desolación ató nuestra
existencia para siempre y ya no concebía que Laya, así la llamaba, no estuviera
conmigo.
Nuestra vida transcurría de esta manera, hasta que un día enfermó
gravemente. Al amanecer, tenía mucha fiebre y cólicos. Aprovechando la ausencia
de la familia, la llevé asustada al dispensario. Y quiso el azar, que un médico
extranjero estuviera allí, en aquel momento.
No sé si fue la casualidad, o la vida que nos lleva, quien
puso a este buen hombre en nuestro camino. Tras curarla de la infección que la
condujo hasta él, salvó a toda la familia de la desgracia. Con su ciencia y
humildad, me convenció de que Laya no sufría ninguna maldición familiar y que
su deformidad tenía cura. No sé cómo, las dos conseguimos superar el miedo que
nos paralizaba y después de una larga estancia en el hospital y unas
operaciones interminables, Laya se ha convertido en una niña más.
Hoy volvemos a la aldea. Es un día luminoso. El padre me ha
contado que todo el poblado está esperándonos, quieren ver a la niña que volvió
a la vida.