martes, 31 de mayo de 2016

La traición

Autora: Pilar Sanjuán Nájera

El autobús se detiene en una bifurcación de la carretera comarcal y se baja un hombre joven con una pesada maleta.
Cuando el autobús desaparece por una curva, el hombre mira alrededor. Está en pleno campo, en un vallecito rodeado de montañas. A su espalda asoman, a lo lejos, los picachos nevados de Los Pirineos. Frente a él, una carreterita muy descuidada, sube en zigzag hasta varias casas de adobe que asoman a unos 150 m.
El hombre es joven, de unos 35 años, bien parecido, delgadísimo, con aire un poco frágil, la piel pálida, los ojos tristes y grandes ojeras que delatan muchos días de mal dormir. Lleva un gorro de lana deslustrado bajo el cual aparecen mechones de pelo rubio oscuro. Sus movimientos son como recelosos. Mira a un lado y a otro y por fin coge la maleta y emprende la subida. Hace frío, porque, aunque ya ha salido el sol, sus rayos no han llegado aún a ese hundido valle y el hombre se sube el cuello de una especie de pelliza muy desgastada, que le queda algo grande. Al llegar a la primera casa de adobe, un letrero rústico y casi borrado escrito en una tabla dice: Castroviejo, y ve el viajero un conjunto de casas apiñadas - todas de adobe - bajo un monte que está coronado por un torreón; alrededor de éste, sobrevolándolo, multitud de palomas entran y salen por los matacanes bastante bien conservados.
Llega hasta la plaza de la Iglesia y observa que ésta es de un románico muy rudimentario; el campanario es chato, pero aún así sobresale entre los tejados de las casas. El joven mira con atención la Iglesia, como persona a la que el arte no le es indiferente.
Mientras subía, unos cuantos chiquillos desharrapados lo han ido siguiendo llenos de curiosidad. Se ve que no es frecuente la llegada de forasteros, porque varios ventanucos se han abierto y por ellos han asomado tímidamente algunas mujeres.
En ese momento, en el reloj de la torre dan las 9. ¿Será demasiado temprano para su visita? Piensa que no, porque en los pueblos la gente es madrugadora.
Pregunta a los niños por la casa de D. Pedro Sarmiento y ellos le indican la única casa solariega que hay en la plaza. La mira atentamente: es una casa de piedra con una gran balconada de madera que ocupa toda la fachada; un saledizo, también de madera, la protege de la lluvia y la nieve. Se ha fijado en que los niños, al oír el nombre de D. Pedro, han adoptado un aire como de respeto y sumisión.
Llama a la puerta y le abre una joven con aspecto tímido y huraño que le hace pasar a un zaguán espacioso con el suelo empedrado, varias puertas y una escalera al frente con pasamanos de madera labrada. La joven golpea suavemente una de las puertas.
   - Adelante.
El joven entra y percibe el calor de una chimenea. Tras una mesa, un hombre de mediana edad, con el pelo gris, la piel curtida y unos ojos dominadores, de mirada penetrante, se pone de pie para saludarlo y le tiende una mano fuerte y dura. Es más bien achaparrado y todo él emana autoridad. D. Pedro se da cuenta de que las manos de aquel joven son más bien delicadas, que en su mirada hay temor, en su actitud inseguridad y es extranjero.
-  Me llamo Boris y vengo por el anuncio de un puesto de trabajo como pastor.
-  Pero usted no parece que esté acostumbrado a los trabajos duros del campo.
-  Soy fuerte y me siento capaz de desempeñar cualquier trabajo. Espero que usted me oriente y no le defraudaré
D. Pedro se ha quedado sin pastor. En dos años se le han ido tres pastores; su tacañería con la gente a su servicio es bien conocida en la aldea y en toda la comarca. Es el típico cacique mal pagador, autoritario, abusón y cicatero al que sirven sólo los que están en extrema necesidad. Corre 1945 y está terminando la 2ª Guerra Mundial. Los Pirineos son un trasiego de gentes clandestinas que, huyendo, entran y salen continuamente.
D. Pedro piensa: “Este joven tiene algún pasado oscuro y se quiere refugiar aquí. Me da igual de qué huye. Sé que en las condiciones en que está no va a poner reparos en el trabajo, ni por su dureza ni por el bajo salario, me conviene aceptarlo”. Dice en voz alta:
-  Está bien, será usted mi nuevo pastor.
Luego grita:
-  ¡Rosario!
Aparece la joven y D. Pedro le ordena:
-  Saca dos tintos, queso y pan, que celebremos el trato.
Rosario lo trae todo con celeridad. Boris, que no ha comido en 48 horas, lo hace con ansia disimulada, que no le pasa desapercibida a D. Pedro.
Rosario, respetuosamente, se ha situado cerca de la puerta.
-  Este pan y este queso son excelentes.
-  Los ha hecho Rosario, que también te enseñará - lo trata de tú - a ordeñar para que no te falte leche en el desayuno y en la cena. Cada semana te subirá a la cabaña una hogaza de pan.
Boris nota que cuando D. Pedro mira a Rosario, lo hace de forma posesiva, como miraría cualquier objeto que le perteneciera.
Después de aquel piscolabis que a Boris le ha reconfortado, salen de la casa por la parte de atrás y suben por un estrecho sendero muy en cuesta que lleva al establo, al redil y a la cabña en la que dormirá Boris.
Por el camino va orientando al joven en su trabajo de pastor y además le ha entregado un manual viejo y sobado que le puede sacar de muchas dudas.
-  Todos estos montes me pertenecen, así como el Torreón y las palomas. Como ves, hay pasto abundante y no tendrás que echarles pienso a las ovejas. Además, el rocío de la mañana hará que no necesiten beber agua. Al caer el sol las encerrarás en el establo. Todavía hace frío para que duerman en el redil. Cuida los corderos recién nacidos; son muy vulnerables y los pueden atacar las águilas, los grajos y hasta las urracas. Los encerrarás en los establos con sus madres. De noche, ya en la cabaña, estarás atento al ladrido de los dos perros pastores, que avisan de la llegada de alimañas: zorros o lobos, aunque no es frecuente.

Son las 10:30 y D. Pedro abre el establo para que las ovejas salgan a pastar.
-  Desde este momento eres el responsable del rebaño. Son 40 ovejas, si faltase alguna, se te descontará del salario. De éste no vamos a hablar todavía hasta ver cómo desempeñas tu trabajo. Rosario te subirá esta tarde la maleta, la hogaza y te enseñará a ordeñar.
Boris se queda solo y contempla el panorama: es hermosísimo. Respira a pleno pulmón y presiente que este trabajo le va a gustar.
Al empezar a ponerse el sol, encierra a las ovejas. En el establo le espera Rosario con dos banquillos para comenzar el ordeño. Al principio, a Boris le cuesta y la oveja elegida se queja, pero poco a poco va haciendo bien los movimientos de la mano y logra sacar leche para la cena y el desayuno. Rosario sigue mostrándose hosca y se despide con sequedad.
En la cabaña encuentra Boris la maleta, la hogaza y ¡oh, maravilla! Algo que no esperaba: un gran trozo de queso que sin duda debe agradecérselo a la huraña Rosario.
Mira la cabaña: es pequeña, se adobe, con una chimenea, un catre, una mesa y dos sillas desvencijadas. Sobre un poyo hay una hornilla de carbón y unos cuantos cacharros abollados. La chimenea está encendida. Quiere lavarse pero en la cabaña no hay agua. Va al abrevadero donde un caño de agua muy fría cae continuamente. Se lava y vuelve a la cabaña a deshacer la maleta. Cuando ha sacado todos los libros y la poca ropa que contiene, algo se desliza de un repliegue: es una pistola. Se queda pensativo pues está seguro de haberla guardado en el doble fondo: la mete allí y luego cierra la maleta y la coloca bajo el catre.
Bebe un buen tazón de leche que ha hervido en la chimenea. Se ha hecho de noche y en la cabaña no hay luz eléctrica. Ve una lámpara de carburo en un rincón y la enciende. Se dispone a acostarse porque el día ha sido agotador. Ya en el catre piensa que esa humildísima cabaña, comparada con el campo de concentración, es un paraíso.
Han pasado tres meses desde que llegó; es primavera y la vida transcurre para él plácidamente. Su piel se ha curtido, han desaparecido sus ojeras y su aire receloso. Se siente seguro, le gusta la vida al aire libre. Sabe perfectamente cómo cuidar de las ovejas y los corderos. Siega heno para los corderos destetados y ahora mete a las ovejas en el redil. Los montes tan verdes le recuerdan a los de su pueblo en Ucrania y siente nostalgia, pero pronto la desecha porque ha de mantener su ánimo lo más optimista que pueda para sobrevivir.
D. Pedro lo visita de tarde en tarde. Sube con dos hombres y se llevan los corderos que hay para la venta. Sigue sin hablar de su salario, pero a Boris no le importa. Le parece un privilegio vivir de aquella manera tan relajada. Ya estuvo trabajando en Francia de manera clandestina y pudo comprarse los libros que tanto echaba de menos y la maleta. Ahora, en los ratos libres, mientras pastan las ovejas, dedica algunas horas a leer, ¿qué más se puede pedir?
D. Pedro caza con frecuencia por aquellos contornos. Se oyen, lejanos, los disparos de su escopeta. Al día siguiente de que eso ocurra, Boris encuentra por la noche algún guiso de conejo, perdiz, liebre o pichón sobre la mesa; esto le agrada sobremanera, porque su régimen de comidas deja mucho que desear.
Diez meses después de su llegada a la aldea, un acontecimiento que a Boris le parece extraordinario, ocurrió de manera inesperada. Por la mañana, oye el coche de D. Pedro bajar la cuesta y lo ve enfilar la carretera de la ciudad. Esto ocurre muy de tarde en tarde. Al anochecer encierra las ovejas en el establo porque las noches son ya frías. Lleva en el hombro un cordero recién nacido y detrás una oveja balando lastimeramente. Mete a la madre y al hijo en lo más calentito del establo y se lava antes de entrar en la cabaña. Cuando lo hace, queda como deslumbrado: Rosario, ante la chimenea encendida, le está esperando con un brillo especial en los ojos.
Dos horas después, la joven, con el pelo un poco despeinado y la cara arrebolada, sale de la cabaña y baja a saltos la senda hacia la casa. Media hora antes, su amo, con el coche renqueante, ha subido la cuesta hacia el pueblo.
Al día siguiente por la mañana, Boris oye otra vez el coche que vuelve a dirigirse hacia la ciudad. Su corazón salta de gozo. Esta noche, Rosario volverá. No puede olvidar su piel suave y cálida. Se asombra de que una muchacha tan ruda tenga tanta capacidad para la ternura.

Las horas hasta la puesta de sol le parecen esta tarde interminables. No puede concentrarse en la lectura. Por fin, encierra a las ovejas, se lava rápidamente y lleno de ansiedad, entra en la cabaña. Rosario aún no ha llegado. Enciende la chimenea y el carburo y oye llamar a la puerta. Se lanza a abrir y ve dos siluetas que se recortan en el cielo del atardecer. Llevan tricornio, capote y fusil. La luz de las llamas y del carburo iluminan dos rostros siniestros que le miran torvamente.

No hay comentarios:

Publicar un comentario