lunes, 23 de mayo de 2016

La mortaja de mi tía Julieta

Autora: Elena Casanova Dengra


El techo del armario de la tía parecía un ecosistema bien estructurado. A la derecha, una pila de revistas bien ordenadas  estaba flanqueada por cajas de distintos tamaños  atiborradas de medicamentos, caducados la mayoría. El centro lo ocupaban toda clase de objetos, desde tijeras oxidadas pasando por agujas de tejer, hilos de distintos colores y tamaños, cintas de medir borradas y diversos útiles afines. A la izquierda, por fin, encontré lo que buscaba. Bajé de la escalera, la acerqué al otro lado del armario y cogí la caja.

 Encima de la cama  la abrí sin prisa como si formara parte de una ceremonia, las circunstancias así lo requerían o, por lo menos, era lo que yo pensaba.  El contenido de aquel paquete estaba primorosamente envuelto en una tela blanca y sujeto con varios lazos de raso. Cuando deshice el último nudo  y lo dejé al descubierto, mis primas y yo nos quedamos  atónitas con lo que vimos.

La tía Julieta, una mujer de carácter tranquilo y reservado, fue siempre muy celosa de su  intimidad. Se puso a trabajar en una tienda de tejidos cuando apenas era una niña. Muy pronto se enamoró de todas aquellas telas, tan  coloridas algunas y tan suaves al tacto otras, que decidió  aprender el oficio de costurera para poder manipular a su antojo aquellos materiales que tanto la fascinaban. Aprendió a coser junto a una señora mayor  y cuando esta decidió que ya era hora de su jubilación,  mi tía montó un pequeño taller en su casa y desde allí siguió prestando servicio a las antiguas clientas de su maestra y, con el tiempo, fueron llegando otras nuevas. Mujer de misa, rosarios y pocas fiestas, no se casó, por encima de cualquier cosa, nunca quiso renunciar a su independencia.

Hasta el final vivió sola y cuando el cuerpo determinó que las fuerzas son algo realmente extraordinario con los años,  permitió que una señora se pasara un par de horas cada día para ayudarle en la limpieza de la casa y en su higiene personal. Murió una mañana, temprano, sentada en el sillón del comedor mientras se tomaba una taza de café con leche y veía las noticias  en un viejo televisor.  No dio ni un ruido, ni siquiera para despedirse.

Alguna vez me hablaba de la muerte y, cuando lo hacía,  adoptaba una pose grave y la resignada.

­— Cuando muera, quiero que me enterréis con la ropa que tengo guardada encima del armario.

― Venga tía, no  tiente a la suerte y deje usted a la Parca en paz allá donde quiera que esté,  no vaya a ser que le dé por venir a hacernos una visita antes de tiempo― le contestaba  con cierta sorna.

Envuelto en la tela blanca apareció ante nuestros ojos un vestido de flamenca  con grandes lunares rojos y una cajita  con todos los complementos: un enorme collar de cuentas, unos aros, un par de pulseras y dos rosas en tela roja y blanca.  Mis primas y yo no dábamos crédito al descubrimiento, jamás hubiéramos imaginado que la última voluntad de nuestra tía pasara por vestir un traje de gitana.

A cuestas con nuestro escepticismo y con nuestro asombro vestimos a la tía. Una vez colocada en el ataúd, lo cerramos inmediatamente porque la imagen  que proyectaba  resultaba de lo más patética. 

A partir de entonces y a idéntica  hora,  las cinco de la mañana, me desvelaba el mismo ruido: unos golpes en el cabecero de la cama. Abría los ojos empapada en sudor mientras se me aparecía el rostro compungido de  mi tía indicándome  con el dedo índice un lugar estrecho y oscuro. Ella, sin duda alguna, aun a costa de pensar que estaba perdiendo mi propio  juicio, intentaba comunicarse conmigo, pero yo era incapaz de entender qué quería decirme. Como esta escena se repetía con bastante frecuencia, la mayoría de las noches, al acostarme, adelantaba la alarma del despertador para evitar tanta angustia.

Meses más tarde, apareció un comprador de la casa donde mi tía había pasado toda su vida. El nuevo dueño la quería vacía y tuvimos que deshacernos de todo lo que había dentro. Para ello llamamos a una institución benéfica que se hizo cargo del trabajo a cambio  de un poco más de una docena de muebles. Al desplazar el armario de su dormitorio, se oyó caer algo desde atrás. Era un paquete muy bien envuelto. Cuando lo abrí me quedé pasmada. Un sencillo vestido enlutado sin más adornos que un elegante camafeo con un marco de plata envejecida. En una  bolsita aparecieron unas medias de seda negra junto con un rosario de cristal verde oscuro. Dirigí la vista hacia el cielo y solo pude decir: “lo siento, tía.”

A partir de aquella noche, no volví a despertarme con más porrazos en mi cama ni con  la afligida cara de mi tía Julieta

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