El techo del armario de la tía
parecía un ecosistema bien estructurado. A la derecha, una pila de revistas bien
ordenadas estaba flanqueada por cajas de
distintos tamaños atiborradas de
medicamentos, caducados la mayoría. El centro lo ocupaban toda clase de
objetos, desde tijeras oxidadas pasando por agujas de tejer, hilos de distintos
colores y tamaños, cintas de medir borradas y diversos útiles afines. A la
izquierda, por fin, encontré lo que buscaba. Bajé de la escalera, la acerqué al
otro lado del armario y cogí la caja.
Encima de la cama la abrí sin prisa como si formara parte de una
ceremonia, las circunstancias así lo requerían o, por lo menos, era lo que yo
pensaba. El contenido de aquel paquete
estaba primorosamente envuelto en una tela blanca y sujeto con varios lazos de
raso. Cuando deshice el último nudo y lo
dejé al descubierto, mis primas y yo nos quedamos atónitas con lo que vimos.
La tía Julieta, una mujer de
carácter tranquilo y reservado, fue siempre muy celosa de su intimidad. Se puso a trabajar en una tienda
de tejidos cuando apenas era una niña. Muy pronto se enamoró de todas aquellas
telas, tan coloridas algunas y tan suaves
al tacto otras, que decidió aprender el
oficio de costurera para poder manipular a su antojo aquellos materiales que tanto
la fascinaban. Aprendió a coser junto a una señora mayor y cuando esta decidió que ya era hora de su
jubilación, mi tía montó un pequeño
taller en su casa y desde allí siguió prestando servicio a las antiguas
clientas de su maestra y, con el tiempo, fueron llegando otras nuevas. Mujer de misa, rosarios y pocas fiestas, no se casó, por encima de cualquier cosa, nunca quiso renunciar a su independencia.
Hasta el final vivió sola y cuando
el cuerpo determinó que las fuerzas son algo realmente extraordinario con los
años, permitió que una señora se pasara
un par de horas cada día para ayudarle en la limpieza de la casa y en su
higiene personal. Murió una mañana, temprano, sentada en el sillón del comedor
mientras se tomaba una taza de café con leche y veía las noticias en un viejo televisor. No dio ni un ruido, ni siquiera para
despedirse.
Alguna vez me hablaba de la
muerte y, cuando lo hacía, adoptaba una
pose grave y la resignada.
— Cuando muera, quiero que me
enterréis con la ropa que tengo guardada encima del armario.
― Venga tía, no tiente a la suerte y deje usted a la Parca en
paz allá donde quiera que esté, no vaya
a ser que le dé por venir a hacernos una visita antes de tiempo― le contestaba con cierta sorna.
Envuelto en la tela blanca apareció
ante nuestros ojos un vestido de flamenca
con grandes lunares rojos y una cajita con todos los complementos: un enorme collar
de cuentas, unos aros, un par de pulseras y dos rosas en tela roja y
blanca. Mis primas y yo no dábamos
crédito al descubrimiento, jamás hubiéramos imaginado que la última voluntad de
nuestra tía pasara por vestir un traje de gitana.
A cuestas con nuestro
escepticismo y con nuestro asombro vestimos a la tía. Una vez colocada en el
ataúd, lo cerramos inmediatamente porque la imagen que proyectaba resultaba de lo más patética.
A partir de entonces y a idéntica
hora, las cinco de la mañana, me
desvelaba el mismo ruido: unos golpes en el cabecero de la cama. Abría los ojos
empapada en sudor mientras se me aparecía el rostro compungido de mi tía indicándome con el dedo índice un lugar estrecho y oscuro.
Ella, sin duda alguna, aun a costa de pensar que estaba perdiendo mi propio juicio, intentaba comunicarse conmigo, pero
yo era incapaz de entender qué quería decirme. Como esta escena se repetía con
bastante frecuencia, la mayoría de las noches, al acostarme, adelantaba la
alarma del despertador para evitar tanta angustia.
Meses más tarde, apareció un comprador
de la casa donde mi tía había pasado toda su vida. El nuevo dueño la quería vacía
y tuvimos que deshacernos de todo lo que había dentro. Para ello llamamos a una
institución benéfica que se hizo cargo del trabajo a cambio de un poco más de una docena de muebles. Al
desplazar el armario de su dormitorio, se oyó caer algo desde atrás. Era un
paquete muy bien envuelto. Cuando lo abrí me quedé pasmada. Un sencillo
vestido enlutado sin más adornos que un elegante camafeo con un marco de plata
envejecida. En una bolsita aparecieron
unas medias de seda negra junto con un rosario de cristal verde oscuro. Dirigí
la vista hacia el cielo y solo pude decir: “lo siento, tía.”
A partir de aquella noche, no
volví a despertarme con más porrazos en mi cama ni con la afligida cara de mi tía Julieta
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