Hamed y Khalid nacieron con unos días de distancia. Sus padres eran amigos y sus madres hermanas. Desde pequeños, Hamed, el mayor, había sido la cabeza pensante de todas las travesuras posibles al alcance de aquellos dos intrépidos jovenzuelos en un poblado perdido de unos escasos cientos de habitantes. Todo lo que podía ser hecho entre aquellas decenas de casas y sus alrededores, fue llevado a cabo por los dos primos, que casi parecían gemelos.
Cuidaron ganado y ayudaron a trabajar la tierra desde que tuvieron
uso de razón. Cuando llegó el primer maestro al pueblo comenzaron a ir a la
escuela y siguieron ayudando a sus padres. Encontraban tiempo para todo, para
sacar a pastar el ganado, para aprender a leer y a escribir, para operar
básicamente con los números, e incluso, para vigilar a las jóvenes cuando iban
al río a lavar.
Crecieron con las lluvias y los estíos, y se convirtieron en los
dos mozos más guapos y fornidos de la zona. Provocaban a su paso las miradas y
las risas ocultas de las jóvenes y no había nadie en el poblado que pudiera hacer
morder el polvo a Hamed en una pelea. Alcanzaban el momento de pensar por sí mismos
cuando se desató aquella incomprensible y terrorífica guerra. Mezclaban sus
ideas y sus vidas y se cuestionaban todo cuanto acontecía a su alrededor.
Decidieron al unísono enrolarse en la guerrilla y defender los ideales del bando
que ellos creían más honesto. Siempre defenderían la verdad, su verdad. Nunca
mentirían, incluso aunque les costase la vida. Se marcharon de su pueblo y
recorrieron miles de kilómetros de caminos polvorientos con un kalashnikov en
la mano y unas botas llenas de agujeros. Siempre estuvieron juntos y se juraron
cientos de veces defenderse el uno al otro hasta la muerte. Hamed promocionó
dentro del grupo y llegó a ser su jefe. Era el único que sabía de memoria el
nombre de los caudillos de los grupos guerrilleros de la zona y sólo él conocía
los lugares y las fechas de los encuentros clandestinos en los que se
coordinarían los ataques por sorpresa.
A la etapa de avance arrollador, le siguió otra, de retirada
desordenada. El grupo de Hamed quedó diezmado y los supervivientes fueron
hechos prisioneros. Un capitán del ejército enemigo entró en el recinto de
alambradas donde se hallaban encerrados y preguntó:
- ¿Quién es Hamed?
Y Khalid, traicionando su juramento de decir siempre la verdad, proclamó
con rapidez y altanería:
- Yo soy Hamed, ¿qué pasa?
Inmediatamente Hamed se puso de pie y dijo:
- Él no es Hamed. Hamed soy
yo.
Tras unos instantes de incertidumbre y silencio, un tercer miembro
de la guerrilla, herido, se incorporó con dificultad y manifestó:
- No es verdad. Yo soy Hamed.
Un cuarto dijo:
- Hamed soy yo.
Y así se fueron incorporando uno a uno los guerrilleros, hasta que
el enfurecido militar exclamó:
- ¡Llevaos al primero y fusilad al resto!
Khalid murió martirizado, pero los soldados nunca supieron los
nombres de los jefes guerrilleros, ni los lugares en los que se produciría su
encuentro. Hamed y los demás fallecieron de un disparo, sin haber sido
torturados.
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