viernes, 18 de marzo de 2016

Toda una vida

Autor: Antonio Cobos

Nací por un cambio de temperatura y vi la luz de golpe, en un instante. Percibí a través de los poros de mi piel  la brisa fresca de la mañana cuando los rayos de un deslumbrante sol primaveral inundaron de resplandor y vida la naturaleza circundante.
                                   
Era pequeña, diminuta,  minúscula, insignificante, casi ridícula, pero desde el primer momento mis ansias de crecer me fueron haciendo aumentar paulatinamente de tamaño. Me alimentaba a todas horas, cuanto podía, y no dejaba de chupar de lo más profundo de mis orígenes, las esencias elementales de la nutrición y la vida.

Crecí deprisa, casi sin darme cuenta del vértigo estacionario y llegué a la vistosidad extrema de la mediana edad con toda la fuerza y el vigor de la naturaleza sana y espléndida con la que contaba.

Y siguió mi vida y me hice madura, y cambié de aspecto. No me hubiera imaginado, tiempo atrás, que pudieran operarse tan acusados cambios en la apariencia externa, pero la realidad era que la esplendidez de antaño había dado paso a los tonos más apagados y marrones de mi época otoñal.

Y llegó el frío, y con él, la muerte. Se presentó prematuramente, cuando aún las tardes eran largas y los vientos del norte no eran los amos del lugar. Fue una escaramuza, una incursión temprana de un frío vendaval tormentoso y tardío el que me impidió saciarme de recuerdos en los postreros instantes de mi vida.

Revuelta con tantas otras iguales en el suelo, sucia de barro, húmeda y putrefacta, hollada, me deshice en ínfimos trocitos, mezclada con el polvo de un camino bullicioso, intensamente transitado.

Y me convertí en nutriente de una nueva primavera.


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