viernes, 18 de marzo de 2016

Mascotas

Autora: Inmaculada L. Melguizo

         Era una tarde cálida de domingo. Los rayos de sol habían empezado a atravesar mi cristalera favorita y el cojín mullido de aquel sillón me miraba desafiante y tentador. Yo ronroneaba mientras  Ana, mi dueña, se relajaba antes de dormir la siesta acariciando mi espeso pelaje. A menudo se quedaba dormida así, con la tele de fondo y yo advertía que ya había cumplido mi parte del trato cuando sentía su mano pesada e inmóvil sobre mi lomo.

         Se durmió pronto, así que con movimientos sigilosos fui abandonando aquella cama como una amante furtiva. Una vez en el suelo me estiré, adoraba esos momentos en los que yo volvía apoderarme de las casa  en silencio.

         Antes de subir al sillón cuidaba minuciosamente todos los detalles para lucir perfecta. Me acicalaba  y una vez en el sillón, con una pose de lo más distinguida divisaba desde la cristalera a León, un gato muy atractivo de los vecinos del segundo piso del edificio de enfrente.  Era un gato atigrado de excelentes proporciones.

         Yo, una persa de rancio abolengo,  esquivaba sus insistentes miradas con una indiferencia fingida. Mi pedigrí me impedía ser descarada y posar mis brillantes ojos en él. No obstante, debo que reconocer que desde mi intervención había canjeado mis instintos sexuales por un sobrepeso más que evidente. Me parecía más a las figuras de Botero que colgaban en las láminas del salón que a las estilizadas gatas de folletos publicitarios de la veterinaria donde trabajaba Ana. Pero reconozcámoslo, desde aquel sillón y con la luz incidiendo sobre mi pelo de color crema y chocolate, resultaba irresistible.

            Creo que a León le gustaba así, con curvas. De hecho ni se fijaba en la siamesa de la ventana de al lado. Coincidí con ella en la clínica el día de mi intervención, estaba allí por un problema de oídos. No toleraba su promiscuidad  y es que al ser tan prolífica en el terreno sexual en época de celo nos torturaba a todo el vecindario con maullidos tan ensordecedores como desagradables.

         De repente sonó el timbre, escuché a Ana salir de la cama entre protestas y de un salto la acompañé a la puerta rozándome con sus pies descalzos. Era la dueña de León y le preguntó a mi humana  algo sobre una medicación previa a la esterilización de su gata.

         ¿Gata? ¿Había dicho gata? ¡No podía creerlo! Agité mi gruesa y chata cabeza con desconcierto y agucé los oídos tanto como pude. Sí, efectivamente había escuchado bien. León, mi León,  era una gata. En la distancia, separados por una calle estrecha y tras una cristalera resultó que yo había estado coqueteando con una gata atigrada durante dos meses.


         ¡Malditos humanos! Nos provocan confusiones tan ridículas como absurdas, anulando a la naturaleza. Abandoné aquella conversación cabizbaja y avergonzada. Con resignación subí a mi sillón. Esta vez miré a la siamesa díscola que maullaba y por primera vez sentí envidia…

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