Autora: Inmaculada L. Melguizo
Era
una tarde cálida de domingo. Los rayos de sol habían empezado a atravesar mi
cristalera favorita y el cojín mullido de aquel sillón me miraba desafiante y
tentador. Yo ronroneaba mientras Ana, mi
dueña, se relajaba antes de dormir la siesta acariciando mi espeso pelaje. A
menudo se quedaba dormida así, con la tele de fondo y yo advertía que ya había
cumplido mi parte del trato cuando sentía su mano pesada e inmóvil sobre mi
lomo.
Se
durmió pronto, así que con movimientos sigilosos fui abandonando aquella cama
como una amante furtiva. Una vez en el suelo me estiré, adoraba esos momentos
en los que yo volvía apoderarme de las casa
en silencio.
Antes
de subir al sillón cuidaba minuciosamente todos los detalles para lucir
perfecta. Me acicalaba y una vez en el
sillón, con una pose de lo más distinguida divisaba desde la cristalera a León,
un gato muy atractivo de los vecinos del segundo piso del edificio de enfrente.
Era un gato atigrado de excelentes
proporciones.
Yo,
una persa de rancio abolengo, esquivaba
sus insistentes miradas con una indiferencia fingida. Mi pedigrí me impedía ser
descarada y posar mis brillantes ojos en él. No obstante, debo que reconocer
que desde mi intervención había canjeado mis instintos sexuales por un
sobrepeso más que evidente. Me parecía más a las figuras de Botero que colgaban
en las láminas del salón que a las estilizadas gatas de folletos publicitarios
de la veterinaria donde trabajaba Ana. Pero reconozcámoslo, desde aquel sillón
y con la luz incidiendo sobre mi pelo de color crema y chocolate, resultaba
irresistible.
Creo
que a León le gustaba así, con curvas. De hecho ni se fijaba en la siamesa de
la ventana de al lado. Coincidí con ella en la clínica el día de mi
intervención, estaba allí por un problema de oídos. No toleraba su promiscuidad y es que al ser tan prolífica en el terreno
sexual en época de celo nos torturaba a todo el vecindario con maullidos tan
ensordecedores como desagradables.
De
repente sonó el timbre, escuché a Ana salir de la cama entre protestas y de un
salto la acompañé a la puerta rozándome con sus pies descalzos. Era la dueña de
León y le preguntó a mi humana algo
sobre una medicación previa a la esterilización de su gata.
¿Gata?
¿Había dicho gata? ¡No podía creerlo! Agité mi gruesa y chata cabeza con
desconcierto y agucé los oídos tanto como pude. Sí, efectivamente había
escuchado bien. León, mi León, era una
gata. En la distancia, separados por una calle estrecha y tras una cristalera resultó
que yo había estado coqueteando con una gata atigrada durante dos meses.
¡Malditos
humanos! Nos provocan confusiones tan ridículas como absurdas, anulando a la
naturaleza. Abandoné aquella conversación cabizbaja y avergonzada. Con resignación
subí a mi sillón. Esta vez miré a la siamesa díscola que maullaba y por primera
vez sentí envidia…
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