jueves, 31 de marzo de 2016

Una de chuchos

Autora: Elena Casanova Dengra

Una de perritos (relato de mascotas)

Media tarde, tres amigas reunidas en la terraza de una lujosa cafetería en un barrio bien de una gran ciudad.

Cayetana.- Estoy tan preocupada, desde que volvimos del viaje  y lo recogí, no ha sido el mismo. En casa ni siquiera juega cuando vienen mis sobrinos, y  en la calle anda con desgana y no se relaciona con los demás.

Yaiza - Oye, os iba a llamar para preguntaros si habíais notado en vuestros perros algún cambio significativo, porque mi pobre Chuqui  está muy raro también. Cuando lo sacaba a la calle se volvía loco, saltaba y corría por todos sitios, pero ya no es el mismo.

Valeria.- Ya os lo dije. A mí no me gustaba demasiado la residencia donde dejamos a nuestras mascotas. Pero Vicky  insistía tanto en sus bondades, que al final me dejé llevar.

Cayetana. Pues yo lo vi fenomenal.  Piscina, sus camitas blanditas, la mejor comida, mucho espacio libre para corretear…

Valeria- Sí pero creo que no había aire acondicionado. Hace demasiado calor a mediodía en esta época del año, y a mi pobre  Belinda unos grados de más le sientan fatal.  Ha perdido el apetito y se pasa el día bebiendo agua;  me han dicho que puede ser una depresión. Es la primera vez que se separa de mi lado unos días y no le ha sentado demasiado bien.

Yaiza.-  También mi Chuqui se pasa el día durmiendo. Cuando no estamos en la calle se arrincona en su lugar preferido y no hay quien lo levante. Da igual quien venga a la casa, ni se inmuta. Está muy triste y se pone a llorar muy a menudo. También es la primera vez que se separa de mí.

Cayetana-. Quizá tendríamos que haberlos llevado con nosotras. Hay miles de hoteles que aceptan mascotas. Los hubiéramos tenido a nuestro lado y ahora no estarían emocionalmente destrozados. Tantos días solos y fuera de casa los ha descontrolado. Mi pobre Piti.

Valeria.- Bueno, si os parece mañana los llevamos a un especialista. Me han hablado de uno que es el mejor en depresiones caninas. Nos va a costar una pasta, pero no importa, lo importante es que ellos estén bien y vuelvan a ser felices.

Cayetana.- Oh Valeria! No me había dado cuenta pero llevas unos manolos  preciosos. Quiero que me cuentes ahora mismo, cuándo y dónde los has conseguido.

Valeria.- Ah, ah, ah! Es un regalito de alguien muy especial, pero a ti no te lo digo, ja,ja,ja.

Cayetana.- Lo averiguaremos, ¿verdad Yaiza?

Yaiza.- ¡Claro que sí! Entonces, ¿llevamos mañana a los chuchos?

Valeria.- Pensándolo mejor, creo que voy a mandar a Lola, la asistenta. Había olvidado que mañana tengo gimnasio a primera hora, y después he quedado con Marta para hacer algunas compras. ¿Os apuntáis? Comeremos fuera. Han abierto un japonés que me han dicho que la comida es genial.

Cayetana.- Claro que nos apuntamos. Me levantaré temprano a hacer algunas gestiones y luego me podré reunir con vosotras.

Valeria.- Una idea genial. Yo también tengo un partido de padel en el club, pero luego  estaré libre y con total disponibilidad. Mandaré a la chica, Mariluz, que lleve a Belinda al veterinario.


viernes, 18 de marzo de 2016

Toda una vida

Autor: Antonio Cobos

Nací por un cambio de temperatura y vi la luz de golpe, en un instante. Percibí a través de los poros de mi piel  la brisa fresca de la mañana cuando los rayos de un deslumbrante sol primaveral inundaron de resplandor y vida la naturaleza circundante.
                                   
Era pequeña, diminuta,  minúscula, insignificante, casi ridícula, pero desde el primer momento mis ansias de crecer me fueron haciendo aumentar paulatinamente de tamaño. Me alimentaba a todas horas, cuanto podía, y no dejaba de chupar de lo más profundo de mis orígenes, las esencias elementales de la nutrición y la vida.

Crecí deprisa, casi sin darme cuenta del vértigo estacionario y llegué a la vistosidad extrema de la mediana edad con toda la fuerza y el vigor de la naturaleza sana y espléndida con la que contaba.

Y siguió mi vida y me hice madura, y cambié de aspecto. No me hubiera imaginado, tiempo atrás, que pudieran operarse tan acusados cambios en la apariencia externa, pero la realidad era que la esplendidez de antaño había dado paso a los tonos más apagados y marrones de mi época otoñal.

Y llegó el frío, y con él, la muerte. Se presentó prematuramente, cuando aún las tardes eran largas y los vientos del norte no eran los amos del lugar. Fue una escaramuza, una incursión temprana de un frío vendaval tormentoso y tardío el que me impidió saciarme de recuerdos en los postreros instantes de mi vida.

Revuelta con tantas otras iguales en el suelo, sucia de barro, húmeda y putrefacta, hollada, me deshice en ínfimos trocitos, mezclada con el polvo de un camino bullicioso, intensamente transitado.

Y me convertí en nutriente de una nueva primavera.


Mascotas

Autora: Inmaculada L. Melguizo

         Era una tarde cálida de domingo. Los rayos de sol habían empezado a atravesar mi cristalera favorita y el cojín mullido de aquel sillón me miraba desafiante y tentador. Yo ronroneaba mientras  Ana, mi dueña, se relajaba antes de dormir la siesta acariciando mi espeso pelaje. A menudo se quedaba dormida así, con la tele de fondo y yo advertía que ya había cumplido mi parte del trato cuando sentía su mano pesada e inmóvil sobre mi lomo.

         Se durmió pronto, así que con movimientos sigilosos fui abandonando aquella cama como una amante furtiva. Una vez en el suelo me estiré, adoraba esos momentos en los que yo volvía apoderarme de las casa  en silencio.

         Antes de subir al sillón cuidaba minuciosamente todos los detalles para lucir perfecta. Me acicalaba  y una vez en el sillón, con una pose de lo más distinguida divisaba desde la cristalera a León, un gato muy atractivo de los vecinos del segundo piso del edificio de enfrente.  Era un gato atigrado de excelentes proporciones.

         Yo, una persa de rancio abolengo,  esquivaba sus insistentes miradas con una indiferencia fingida. Mi pedigrí me impedía ser descarada y posar mis brillantes ojos en él. No obstante, debo que reconocer que desde mi intervención había canjeado mis instintos sexuales por un sobrepeso más que evidente. Me parecía más a las figuras de Botero que colgaban en las láminas del salón que a las estilizadas gatas de folletos publicitarios de la veterinaria donde trabajaba Ana. Pero reconozcámoslo, desde aquel sillón y con la luz incidiendo sobre mi pelo de color crema y chocolate, resultaba irresistible.

            Creo que a León le gustaba así, con curvas. De hecho ni se fijaba en la siamesa de la ventana de al lado. Coincidí con ella en la clínica el día de mi intervención, estaba allí por un problema de oídos. No toleraba su promiscuidad  y es que al ser tan prolífica en el terreno sexual en época de celo nos torturaba a todo el vecindario con maullidos tan ensordecedores como desagradables.

         De repente sonó el timbre, escuché a Ana salir de la cama entre protestas y de un salto la acompañé a la puerta rozándome con sus pies descalzos. Era la dueña de León y le preguntó a mi humana  algo sobre una medicación previa a la esterilización de su gata.

         ¿Gata? ¿Había dicho gata? ¡No podía creerlo! Agité mi gruesa y chata cabeza con desconcierto y agucé los oídos tanto como pude. Sí, efectivamente había escuchado bien. León, mi León,  era una gata. En la distancia, separados por una calle estrecha y tras una cristalera resultó que yo había estado coqueteando con una gata atigrada durante dos meses.


         ¡Malditos humanos! Nos provocan confusiones tan ridículas como absurdas, anulando a la naturaleza. Abandoné aquella conversación cabizbaja y avergonzada. Con resignación subí a mi sillón. Esta vez miré a la siamesa díscola que maullaba y por primera vez sentí envidia…

Mascotas algo especiales

Autora: Pilar Sanjuán Nájera

  El tren se aproxima a gran velocidad; ya se ve su potente luz a lo lejos. En la estación, los viajeros se van acercando al borde del andén, tirando de sus maletas. Entre ellos, se ve una joven madre con dos niños, de unos tres y cinco años; llevan a la espalda unas mochilitas y el mayor, además una mantita de lana tejida a mano de color amarillo pálido; la aprieta bajo su brazo, mientras mira al tren que ya está llegando.
  La madre de los niños sujeta una enorme maleta con la mano izquierda y con la derecha agarra la mano del pequeñín, que da la otra a su hermano. Al llegar el tren, los viajeros se suben casi en tromba porque la parada es corta. Un señor amable, se da cuenta de las dificultades de aquella madre que ha de subir la maleta y los dos niños, y le dice:
- Señora, suba Vd. y le doy primero la maleta y luego a los niños.
  Así lo hace, pero al coger al 2º niño, al mayor, a este se le resbala la mantita y cae a la vía.
- ¡Mamá, mamá! - Grita llorando -¡Que me cojan la mantita!
  Un jovenzuelo, ante las protestas de su familia, salta ágilmente a la vía, la coge y se sube rápido al andén, alargándosela al niño. La gente le aplaude y la mamá de los niños le da las gracias emocionada; el peque abraza con fuerza lo que parece ser un tesoro para él.
  Cuando los dos niños y su madre están acomodados en el departamento, ésta suspira aliviada y limpia una lágrima que aún brilla en la mejilla del mayorcito; ha sentado a los niños frente a ella y el departamento se va llenando. De pronto, entra en él, con paso firme, un señor mayor, que lleva en la mano derecha, sin apoyarlo en el suelo, un bastón y se sienta junto a los niños; éstos, que son observadores, al verlo, abren los ojos con asombro y se miran el uno al otro perplejos; el puño representa la cabeza de un oso con las fauces abiertas en un gesto tan real, que realmente parece que va a morder. El dueño del bastón es poseedor también de una prominente barriga; le cuesta un poco acomodarse; mientras busca la postura más aparente, deja el bastón junto a los niños; estos, instintivamente, se retiran un poco pues la terrible cabeza casi les roza. Por fin el señor se queda quieto, coge el bastón y lo atraviesa sobre su abultado vientre, sujetándolo con ambas manos; con expresión beatífica, se dispone a dormir.
  Al lado de la mamá de los niños se ha sentado una señora de mediana edad y aspecto agradable. Tiene ganas de conversar y dice:
- Tiene Vd. dos niños preciosos; es extraño que no se parezcan nada, uno tan rubito y otro tan moreno.
- Es que el pequeño es igual que mi marido y el otro es como yo.
- También he observado el cariño que el mayor siente por su mantita. Me ha conmovido su llanto cuando se le cayó.
- Sí, no puede separarse de ella. Se la tejió mi madre para la cuna; luego se la puse en el cochecito y como la reclamaba, se la tuve que acomodar también en la silleta. Le tiene tal apego que nunca la olvida cuando vamos de viaje. Una vez, se la dejó a un primito que se encaprichó con ella; tuvimos que volver a recogerla porque no paraba de llorar.
- Lo comprendo. Es curioso cómo se encariña uno con ciertas cosas. De pequeña, me compró mi padre una cajita de música de la que no me puedo separar. Voy a pasar dos semanas fuera y me la llevo en la maleta. Antes de dormir, he de oír su musiquilla que me relaja y me produce un gran bienestar.
El señor del bastón se ha dormido; éste sigue sobre su vientre en difícil equilibrio porque las manos ya no lo sujetan. De pronto se oye un ronquido; es tan fuerte que los dos niños, que estaban ya adormilados, se despiertan. El ronquido sale de la garganta del dueño del bastón y la barriga. Va adquiriendo diversas tonalidades. Los hermanos empiezan a reír por lo bajito y cuando el volumen del ronquido sube de tono, las risas también. La madre de los niños está sofocada y les hace señas de que callen, pero ellos ya no pueden dominarse. Entonces el mayor coge su mantita, la coloca sobre su cabeza y la de su hermano y ríen en sordina bajo ella.