jueves, 15 de diciembre de 2016

Sueños y realidades

Autora: Pilar Sanjuán Nájera

Hacía tan solo siete meses que Andrea se había casado y se dio cuenta de que su matrimonio hacía agua por todas partes. Eso no es lo que esperaba de su nueva vida. Empezó a notar que algo iba mal porque ella daba mucho pero solo recibía frialdad  e indiferencia. 

Inconscientemente, también percibía las grandes lagunas de su estado actual. Lo veía en sus sueños. Andrea soñaba mucho y aquellos maravillosos sueños en color, que cuando estaba soltera le alegraban la vida se habían esfumado.. cuando esto sucedió, aún le quedaban los sueños de volar que eran reconfortantes y bastante frecuentes; sin embargo, últimamente habían sufrido una transformación que le preocupaba porque decían bien a las claras que algo no funcionaba bien en su vida de pareja. Estos sueños de volar, cunado los tenía antes de casarse hacían que se sintiera libre por el espacio; volaba en todas direcciones, como los pájaros. La sensación de ingravidez la llenaba de gozo. sentirse dueña de toda aquella inmensidad, de recorrerla sin limitaciones le hacía despertar llena de optimismo. Ahora era distinto. La primera decepción la tuvo cuando, de pronto, mientras volaba, tropezó con una especie  de campana invisible, como si fuera de cristal que le impedía salir al espacio; probó a escapar en todas direcciones, pero se encontraba con aquella campana que le coartaba la ansiada libertad. Creyó que esta sensación sería pasajera pero no fue así. Sucedía cada vez que soñaba con vuelos. Esta situación le producía angustia y despertaba llena de tristeza; era una tristeza como pegajosa, de la que no podía desprenderse.

Sus sueños en color se habían vuelto grises como su vida. Su afán de volar buscando libertad era solo un simulacro. Empezó a sentirse tan agobiada, tan falta de ilusión, que creyó estar en un callejón sin salida. Sin embargo, algo allí en lo hondo le decía que encontraría la manera de salir y a esa esperanza se aferraba.

lunes, 31 de octubre de 2016

Murió sin avisarme

Autora: Carmen Sánchez


No lo pude evitar y murió sin avisarme. Quizás estaba demasiado distraída y no presté atención a las señales que mostraba o, simplemente, su cuerpo se paró y se negó a seguir luchando, incapaz de tanto esfuerzo.
Me ha abandonado cuando más lo necesitaba, me ha dejado sola y aislada frente a este mundo vertiginoso, que me arrastra y me supera.
¿Cómo avisaré a los amigos? ¿Cómo lo comunicaré a los que no son amigos, per lo deben saber? Estoy perdida en este caos, que supone su ausencia. Las personas queridas, ya lo saben t su calor me anima a seguir adelante. Seré fuerte. Iré a una tienda y compraré otro móvil.
 

domingo, 30 de octubre de 2016

Una atracción irrefrenable

Autor: Antonio Cobos


¡No lo pude evitar! ¡ Y me sentí tan mal al hacerlo, que los sentimientos de culpabilidad, adormecidos durante meses, me invadieron y me convirtieron en un ser despreciable ante mi mismo. Estuve toda la tarde dándole vueltas en mi cabeza, intentando evadirme de ese sino, que parecía ineludible. Pero, fue algo superior a mi voluntad y a mi razón. No pude decir que no. Mi comportamiento fue el de una marioneta sometida a una voluntad externa, o el de un zombi de conducta involuntaria afectado por unas leyes incomprensibles para un ser humano sensato y racional. Además, el hecho de ocurrir a media noche, cuando todos dormían y nadie podía observarme, añadió morbosidad al delito. Caminé a oscuras hasta mi destino, puse mi mano en el pomo de la puerta y la abrí con suavidad, sin el más leve ruido. Sabía donde estaba y alargué los dedos hasta llegar a tocarlo, y con una sonrisa involuntaria de satisfacción, lo aprisioné como pude, lo abrí, cogí un trozo y lo deposité en la boca para deshacerlo lentamente con la lengua. ¡No me martirices más, conciencia!. ¡Ya sé que no me hace bien el chocolate y que tengo descontrolada  la diabetes!
 

miércoles, 26 de octubre de 2016

Decisión

Autora: Pilar Sanjuán

No lo pude evitar. Cuando sus ojos me miraron, sentí que mi ánimo desfallecía. Noté una conmoción en todo mi ser. Una alteración en mis sentidos. Era como flotar.
Me dio miedo sucumbir a ese encantamiento, pero mi voluntad estaba perturbada. Eran unos ojos profundos, una mirada honda que me atravesaba como si yo fuera de cristal. Si seguía mirándome así, no me quedarían fuerzas para resistirme. Él se acercó sin dejar de mirarme. Cuando estuvo junto a mí alargó su mano buscando la mía. Yo, como una autómata, se la di y lo seguí colgada de aquella mirada, sin poder evitarlo.

lunes, 3 de octubre de 2016

Historia con crimen


Autora: Pilar Sanjuán


San Sebastián. Es febrero de 1900. La ciudad bulle ya con un aire nuevo. Ha comenzado el último año del S. XIX y el XX está a la vuelta de la esquina. Hay en las gentes como una impaciencia por ese comienzo de siglo. La ciudad está de moda en Europa. La Regente, Dª Mª Cristina, pasa temporadas en ella y París exporta sus modelos que tienen aquí tanto éxito como en la capital francesa. Los parques son una orgía de color a pesar de ser invierno, porque las damas lucen sus atuendos malvas, rojos, verdes o fucsias de forma desinhibida. Abrigos entalladísimos que marcan las breves cinturas y los bustos opulentos, acompañados de manguitos de piel de nutria, castor o visón, a juego con los cuellos, son rematados por sombreros voluminosos con adornos increíbles. La temperatura es suave y el uso de manguitos obedece más a la coquetería que a la necesidad. Al sacar las manos de aquel “refugio”, las muestran suaves, blancas y tibias, sin rojeces ni sabañones (¡Horror; sabañones, qué ordinariez!).
 Por las avenidas aún predominan los coches de caballos, pero ya se van abriendo paso algunos con motor: los primeros Peugeot y Renault, que son conducidos casi siempre por sus dueños, muy orgullosos, tocando ruidosamente el claxon. Si a su lado está sentada una dama cuyo sombrero lucha por acomodarse dentro de la cabina, el orgullo es doble, pero siempre es mayor el que siente el caballero por el coche, que por la dama.
Cambiemos ahora de escenario.
Estamos en la lujosa residencia, en plena playa de La Concha, de la familia Santaolalla-Vasiliev, formada por D. Manuel, de 53 años, Diplomático, y Dª Mª Alexandra, de 29, natural de San Petersburgo.
Esa mañana de febrero, todo es tranquilidad en la mansión. El señor lleva dos días fuera, en Biarritz, por asuntos de trabajo. En la casa está la señora, que aún no se ha despertado, y la servidumbre: el ama de llaves, Dª Aránzazu, Teresa la cocinera, Juan, un criado, Iñaqui el jardinero y tres doncellas: Idoia, Begoña y Nadia, ésta de 25 años, llegada de Rusia a la vez que su señora, y que la atiende como primera doncella.
Son las diez de la mañana y Nadia, como todos los días, le lleva a Dª María Alexandra el desayuno en bandeja de plata. Su delantal y su cofia son de un blanco deslumbrante.
Antes de entrar llama suavemente con los nudillos, luego entra y a los pocos segundos se oye un grito y el ruido de una bandeja que cae al suelo. Toda la servidumbre, sobresaltada, corre hacia el dormitorio de la señora. En ese momento Nadia aparece en la puerta, palidísima y con cara horrorizada. Dice temblorosa:
   - ¡Muerta! ¡La señora está muerta!
Todos entran precipitadamente y el espectáculo es aterrador: el cuerpo de Dª Mª Alexandra yace sobre la cama con el camisón y las sábanas empapadas en sangre y el cabello revuelto. La impresión es tan grande que nadie acierta a decir nada. Entra de nuevo Nadia, se arrodilla junto a la cama y abrazada al cuerpo de la señora, llora sin consuelo. Dª Aránzazu, algo más dueña de sí que los demás, dice con autoridad:
   - Hay que avisar al señor y al Comisario. No toquéis nada, salid y cerrad la puerta. Yo voy a llamar por teléfono.
Les cuesta arrancar a Nadia de allí; luego salen todos. Las doncellas no dejan sola a su compañera, que llora y se lamenta sin cesar.
La señora Aránzazu hace dos llamadas. Todos están aturdidos y no saben qué actitud tomar.
Media hora más tarde llega el Comisario con un ayudante. El ama de llaves lo lleva al dormitorio donde pide que lo dejen solo. Su ayudante se ha quedado junto a la servidumbre.
Después de un rato bastante largo, aparece el Comisario y ruega que lo acompañen al jardín. Allí, bajo el ventanal del dormitorio de los señores, observa cuidadosamente el suelo y el árbol que crece pegado a la fachada, justo bajo el alféizar del ventanal. Luego entra en la casa y en el despacho de D. Manuel va interrogando uno a uno a todos, entreteniéndose mucho más en Nadia.
Han pasado dos horas y media desde la llegada del Comisario y se oye el ruido de un motor en el jardín. Entra el Sr. Santaolalla con el rostro demudado y acompañado, se dirige al dormitorio; el policía observa las reacciones en el rostro del señor; éste, a la vista del cadáver se siente desfallecer y toma asiento. Sólo dice de vez en cuando:
   - ¡Dios mío, Dios mío! ¿Cómo es posible?
El Comisario deja a D. Manuel que se reponga y luego le ruega que lo acompañe a su despacho para interrogarlo.
Casi una hora después salen y se dirigen al jardín, bajo el ventanal, donde hablan un buen rato.
 Por fin entran en la casa y el Comisario ruega a todos que tomen asiento. Tiene el aire grave de la persona que va a decir algo trascendental. Todos están expectantes, menos D. Manuel que, derrumbado en un sillón, está como ausente.
El Comisario, con voz un tanto alterada, dice:
   - Sé quién ha cometido este horrible crimen y lo voy a comunicar. Va a ser un golpe tremendo para todos ustedes.
Antes de ese momento tan apasionante, hagamos un poco de historia del matrimonio.
Hace cinco años, D. Manuel, por asuntos diplomáticos, tuvo que ir a San Petersburgo a entrevistarse con el Embajador español en Rusia. En la Embajada, en una fiesta, conoció a una jovencita bellísima de 24 años, de familia aristocrática. Al Diplomático no sólo le llamó la atención por su belleza; era además una joven muy cultivada, con la que pudo conversar en francés y en español, idiomas que ella conocía a la perfección. En ruso hablaron de Literatura. D. Manuel quedó maravillado de aquella joven y se sintió atraído por ella. La atracción fue mutua, pues a pesar de la diferencia de edad - él tenía 48 años - su aspecto juvenil y atractivo y sus modales de hombre de mundo cautivaron a Dª Mª Alexandra, que pronto olvidó a su primo lejano Fiódor, con el que tenía una relación amistosa, a pesar del empeño de ambas familias para que se transformara en algo más.
D. Manuel y la joven se vieron con asiduidad durante un tiempo y él se decidió a pedir su mano. Los padres accedieron, deslumbrados por el brillante porvenir del que parecía gozar el Diplomático. Por su parte, Dª Mª Alexandra estaba encantada ante la perspectiva de vivir en San Sebastián, ciudad que ya conocía.
Se casaron y el viaje de novios consistió en la inauguración del ferrocarril que unía El Cairo con Jartum, en Sudán, a la que el Diplomático estaba invitado. Fue maravilloso, pero la admiración que su mujer despertaba en todas partes empezó a molestar a su esposo, que poco a poco fue descubriendo un temperamento celoso que sorprendió a Dª Mª Alexandra. Los accesos de mal humor, a duras penas disimulados, ensombrecieron el final del viaje.
Ya instalados en San Sebastián, todo volvió a la normalidad. Sólo algún pequeño episodio de celos si los escotes de ella eran más pronunciados de lo que él consideraba razonable, y que la joven zanjaba tapándose un poco más,  perturbaban ligeramente la convivencia. Luego aumentaron con el disgusto, si él estaba ausente, de saber que ella había ido a la Ópera o al Teatro con sus amigas y los esposos de ellas. Dejó de ir, así como a pasear por los parques, siempre acompañada de otras damas. Dª Mª Alexandra fue dándose cuenta de que su radio de acción se iba limitando cada vez más y se quejó a su marido. El amor de D. Manuel por su esposa era tanto que quiso curarse de aquella enfermiza tendencia a los celos. Visitaron a un Psiquiatra austriaco que iba alcanzando en Europa gran renombre: Freud: curaba las neurosis y las histerias con un procedimiento nuevo: el psicoanálisis, y al parecer obtenía verdaderos éxitos. Lo visitaron varias veces y el Sr. Santaolalla se sometió a un tratamiento severo, que parece que alivió sus traumas, con gran alegría de su esposa y de él mismo.
Los celos de D. Manuel parecían superados, pero en realidad seguían latentes. Después de períodos de tranquilidad, alguna nimiedad volvía a provocar situaciones de tensión y cambios de humor repentinos.
El Diplomático comprendió que no había sido del todo sincero con el Dr. Freud; no le había desnudado por completo su alma; en su inconsciente quedaba algún deseo reprimido  y esto hacía incurable su enfermedad.
Y entre luces y sombras, pasaron cinco años de matrimonio; se alternaban momentos felices con otros de zozobras y sobresaltos.
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Hemos llegado al momento presente, después del suceso terrible del asesinato de Dª Mª Alexandra. El Comisario se dispone a decir el nombre del asesino.
Consciente de la expectación que suscita, espera unos segundos que a todos les parecen interminables.
   - Sé que mis palabras les van a causar un impacto terrible y lo siento. Los hechos han ocurrido así: Esta pasada madrugada, D. Manuel vino de Biarritz, dejó el coche un poco alejado y entró en la casa trepando por el árbol bajo el ventanal (esto lo había hecho muchas veces de niño). Asesinó a su pobre esposa a causa de un ataque de celos incontrolable: dos días antes encontró en el cajón secreto del escritorio de Dª Mª Alexandra un paquete de cartas de su primo Fiódor en las que le declaraba su amor una y otra vez.
En este momento Nadia, como movida por un resorte, se levantó y dirigiéndose al Comisario, dijo de manera entrecortada en un español muy aceptable:
   - Sr. Comisario: yo sabía de la existencia de esas cartas, porque mi señora no tenía secretos para mí. Ella no les daba la menor importancia; es más, no contestó ni a una sola de ellas. Las guardaba por respeto a su primo, pero más de una vez estuvo a punto de romperlas sabiendo lo celoso que era D. Manuel.
Dicho esto, Nadia se volvió hacia su señor y con gran enojo le dirigió estas palabras:
   - No puedo seguir ni un momento más bajo el techo de quien ha cometido un acto tan bárbaro e injusto con mi señora, jamás le perdonaré.
Se dio media vuelta y salió apresurada del salón ante el asombro de todos. D.  Manuel se hundió más en el sillón y se tapó la cara con las manos, sollozando sin importarle el espectáculo que daba ante todos los presentes.
El comisario esperó respetuosamente a que el Diplomático recuperara la compostura. Luego se acercó a él y dijo:
   - Acompáñeme.

El Sr. Santaolalla se levantó trabajosamente y todos quedaron conmocionados al ver su aspecto: había perdido toda su apostura; su espalda y sus hombros se habían curvado, su cabeza se inclinaba sobre el pecho y sus andares, tan firmes otras veces, ahora eran inseguros y vacilantes. Había envejecido diez años en pocas horas.

domingo, 25 de septiembre de 2016

¿Te han invitado?

Autora: Carmen Sánchez

La víctima aún no sabe que ha sido seleccionada. Su marido, amiga o amante la ha invitado a pasar un fin de semana diferente. Ingenuamente, el elegido piensa que va a disfrutar unos días estupendos, en el “Palacio Méndez”.

Este lujoso palacete fue construido en 1900 por los Marqueses de Méndez. La residencia tiene diez habitaciones con baño, dos salones de verano y otros dos de invierno, con chimenea. Cuenta también con una amplia cocina, bodega, garaje y amplios jardines con vistas al mar y acceso directo a la playa. Dispone además, de una capilla familiar y un pequeño cementerio privado.

Por su parte, el guarda del palacio sabe que los invitados vienen acompañados. Suelen ser personas hastiadas de su vida, que buscan emociones un poco más fuertes. Necesitan experimentar que pierden el control de su entorno. Saben que van a participar en un juego relacionado con la muerte, con la muerte de otros, por supuesto. El último grupo llega una tarde gris de febrero.

La primera impresión cuando ven el edificio, es de decepción, porque creen que el aspecto exterior del palacete es una impostura, pero la realidad es que el tiempo lo ha modelado hasta conseguir la imagen sombría que presenta. La piedra está tan oscura que parece calcinada. Las torres, coronadas por chapiteles de pizarra negra, perfilan con sus agujas puntiagudas el cielo plomizo. Los altos ventanales aparecen cegados por el polvo acumulado durante décadas. Los secretos de la casa no deben salir fuera.

El chirrido de la verja herrumbrosa avisa al guarda, el hombre de cuerpo enjuto y ademanes pausados, muestra una palidez extrema en rostro y manos, casi se diría que es de la época de la casa.

Cuando los invitados entran en el vestíbulo se quedan estupefactos. Ante sus ojos hay una majestuosa escalera de roble, con guirnaldas talladas en la baranda. El parqué reluciente dibuja infinitos trazos geométricos. Las arañas de cristal brillan con mil destellos. Las cortinas de terciopelo acarician las paredes tapizadas de raso verde. El interior de la casa es espectacular. Todo está intacto y conserva el refinamiento de la época, como si no hubiera pasado el tiempo.

El guarda interrumpe las miradas expectantes de los huéspedes para contarles la tragedia del palacete.

-        El marqués, D. Manuel de Méndez, de noble cuna, viajó a América. Pasado un tiempo regresó muy rico y acompañado de su esposa, Dª María. Ella era una joven indiana muy hermosa, a la que el señor amaba con locura. Este palacio es la demostración de cuánto la adoraba.

Y continuó:

-        Sin embargo, la felicidad que irradiaban era tal, que a su alrededor comenzaron a crecer envidias y maledicencias. Así, los celos mortificaron al marqués día y noche hasta que, en un arrebato de ira, mató a su esposa y luego arrepentido del crimen, se suicidó.

-        Desde entonces- siguió- el palacio está como ellos lo dejaron. No vive nadie, sólo yo abro cuando vienen los huéspedes y cierro cuando se marchan.

Dicho esto, el guarda se retira y el juego empieza.

Para comenzar, cada visitante recibe un formulario donde debe indicar, entre otros datos,  la persona que lo ha invitado. Aparentemente todos los impresos son iguales, pero uno tiene consignado la opción: “Finalizar juego”. Su acompañante no saldrá de la casa vivo.
 

La espera

Autora: María Gutiérrez
 
Se lo dijo varias veces, ella sonreía, aunque seguramente pensaba que él tenía razón y que no pretendía hacerle sufrir innecesariamente. A sus veinte años, Manuel era ya tremendamente sensato. Necesitaba cambiar de vida, dejar de sentirse atado a unas tierras que ya no producían lo necesario y a las que llevaban atados varias generaciones.

María solía contestarle que esperara un poco y tuviera  paciencia que todo esto podía ser pasajero y pronto podría mejorar la situación. No cesaban de llegar noticias sobre la emigración de españoles desde distintos puntos de la geografía española hacia Cuba. En esta isla se daban las condiciones idóneas para el cultivo del mejor tabaco del mundo. Necesitaban mano de obra de agricultores que aportaran su experiencia. Los cubanos no piden muchos requisitos, que sean preferentemente varones entre 18 y 40 años y sobre todo que estén sanos. Era el boom del momento.

Una mañana del 15 de Febrero de 1900, partió Manuel  desde el puerto de Tenerife en un barco de vapor, dispuesto a cruzar el Atlántico y cumplir su sueño de hacer “Las Américas” con rumbo a La Habana en busca de fortuna. Envueltos en lágrimas se despiden Manuel y María. Él le promete  que pronto volverá y ella ahogada en llanto, que siempre lo esperará´

Durante unos años, no paran de cruzarse cartas de amor llenas de sueños y promesas. María las va guardando como el mejor de los tesoros ya que es todo lo que le queda de él, junto a una foto en blanco y negro que él le dedicó.

Cuando se es joven, eres tan impaciente, que cada día, cada minuto que pasas  sin estar al lado de tu amor, se te hace insoportable y eterno, pudiendo llegar a considerarlo como una auténtica tragedia. Ella se pregunta  continuamente: ¿Cuándo volverá  Manuel? ¿Serían falsas las promesas  y solo era teatro, en su papel más hipócrita?

Con frecuencia, María acude a casa de Juana la hermana que ya solo le queda a Manuel. Esta no deja de ofrecerle  muestras de cariño y acogimiento, pero también la anima  para que ella  siga su camino. Le quiere dar a entender que no se haga demasiadas ilusiones esperando a que Manuel regrese, que deje ya un poco de lado el pasado y comience a vivir la vida. Ella no hace mucho caso y sigue alimentándose de recuerdos, acabando siempre  desesperada  y hundida.

Cuantas veces  se ha sentido convertida en dulce abuela, rodeada de sus nietos aunque nunca  ha llegado a ser madre. Necesita  reanimar su corazón destrozado y casi consumido. A pesar de todo, sigue soñando vestirse de blanco azahar…

No está dispuesta a tirar la toalla, continua  amando la vida  aunque la plenitud  ha quedado  bastante atrás y ella lo sabe de sobra. Nota como su cuerpo se va desquebrajando, derrumbando poco a poco. Para consolarse piensa, que el destino ha influido bastante  en todo lo que está ocurriendo, en lo bueno y en lo malo y esto la tranquiliza un poco. Piensa a veces  que la vida le ha escupido, le ha dado  un poco de lado.

Ese viaje que Manuel hizo a La Habana en plena juventud, prometiéndole que muy pronto volvería,  ¡Que lejos se está quedando!! Se está  convirtiendo en cenizas… Su cabello se ha tornado  en gris, tirando a blanco. Se mira al espejo y retoca su pintura apagada y marchita, sacando una sonrisa al pensar que Manuel  pudiera volver de repente.

Cada día va a la playa, pasando horas y horas, mirando a la lejanía, no se cansa de esperar por su en algún momento  el mar le devuelve a su amor en un barco de vapor. Para ella  no hay noche ni día. ¡Cuántas  lágrimas lleva derramadas!

Uno de los días que  acudió a visitar a su cuñada Juana, esta tuvo que ausentarse un breve tiempo de la casa. Mientras, María aprovechó el rato viendo fotos  de la familia, encontrándose con algo que la hizo palidecer. Al volver  Juana  no encontró  a María en la casa, no le dio  mayor importancia, simplemente pensó  que se habría cansado de esperar aunque se había ausentado un breve espacio  de tiempo.

No podía ni imaginar la última  noticia  que le llegaría. María había sido encontrada muerta en la playa. A  su lado había un sobre con matasellos cubano. Dentro se encontraba una página  de un diario de Cuba de hacía 39 años en la que informaba que Manuel  había sido encontrado muerto en la playa, víctima de un robo.

Entre sus pertenencias, encontraron un billete con destino  a España.

 ¡¡Al fin estaban juntos!!

Las rosas de Hafelti

Autora: Elena Casanova


A María solo le queda mirar el último regalo que su marido le trajo de tierras lejanas. Todas las noches, antes de irse a la cama, se acerca al parador del comedor adornado con un jarrón de porcelana que contiene un insólito ramo de Flores; desliza suavemente las yemas de sus dedos por los pétalos al mismo tiempo que susurra una sencilla oración para Luis,  el hombre con el que  un día  decidió compartir su vida.

María y Luis se casaron un oscuro y frío mes de febrero de 1900. Vivían en una casa enorme junto a la playa. No habían tenido hijos, y María echaba de menos la maternidad, se le hacía muy cuesta arriba una vida sin vástagos a quienes cuidar y un marido que se pasaba demasiado tiempo viajando por el país y extranjero como comerciante de telas. Su última salida se prolongó por un año al hacer un recorrido por los países del Mediterráneo.  De ese largo periplo, aparte de  sedas, tafetanes y rasos, obsequió a María con un magnífico ramo de rosas secas, cuya singular belleza radicaba en el  intenso color negro de sus pétalos.

María, gran aficionada a la botánica, destripaba todos los libros que sobre el tema caían en sus manos, y su jardín era uno de los más bonitos y mejor cuidados de toda la ciudad. Tan maravillada quedó con aquellas rosas que  no paró de investigar hasta que dio con  la información que había de aquellas  plantas tan insólitas. Así supo que estas flores, únicas en el mundo, se criaban en una pequeña localidad turca, Hafelti, debido a la condición del suelo y el nivel del PH de sus aguas subterráneas filtradas del río Eúfrates. Y con gran sorpresa también descubrió un mundo paralelo relacionado con la magia y los conjuros.

A los dos meses de su llegada, Luis le comunicó que tardaría poco  en volver a marcharse para explorar el nuevo mercado de tejidos que se estaban extendiendo por toda Europa.  Maria se quedó triste y muy abatida por la noticia, no se hacía a la idea de otra larga temporada en la soledad de aquella casa tan grande y tan vacía. Tenía que hacer algo y pronto para impedir su partida. Trató de convencerlo para que se quedara en la ciudad, trabajar en un negocio más modesto y poder estar juntos. Todo esfuerzo fue inútil; en realidad Luis era una persona inquieta y permanecer demasiado tiempo en el mismo sitio era algo inconcebible. María lo sabía desde siempre pero nunca perdió la esperanza de un cambio de actitud con el tiempo.

A la mañana siguiente, mientras Ágata servía el desayuno, los ojos de María se quedaron fijos las rosas negras, y de pronto creyó tener la solución para retener en casa a su marido. Habló con la criada para insinuarle que la magia de esas flores sería la solución para evitar la marcha de Luis. Ágata que había criado desde pequeña a María y no soportaba verla tan triste, la ayudaría de una forma más práctica, para ella  los encantos y brujerías no resolverían nada.

 En cuanto Luis abandonaba la casa, las dos mujeres se escondían en la cocina y realizaban el conjuro de las rosas de Hafelti. Junto a una foto del marido colocaban  un mechón de pelo, una vela y una rosa negra. Acto seguido un texto en latín era todo lo necesario para llevar a cabo la ceremonia. Lo que ignoraba Maria era que todos los días, en la taza de café de Luis, iba disuelta una pequeña cantidad de matarratas. A Luis no le quedó más remedio que  suspender su viaje al encontrarse muy débil y con unas sospechosas manchas en la piel.

Durante los primeros síntomas, María se encontraba muy cómoda cuidando y mimando a su marido de la mañana hasta la noche. Daba las gracias una y otra vez por tenerlo a su lado, nunca lo había sentido tan cerca. Pero la alegría no duró demasiado. Los primeros signos no desaparecían sino que cada vez eran peores. Junto al cansancio, la confusión, las naúseas y los vómitos se convirtieron en habituales. La piel era un velo pálido, así como sus labios y conjuntivas. Las molestias abdominales eran muy intensas y ya no se sentía capaz de salir de la cama. El médico lo visitaba todos los días pero ninguno de sus remedios parecía hacerle efecto, fue incapaz de diagnosticar la enfermedad. Una madrugada, por fin, Luis dejó de respirar y de sufrir, tras una  noche  de diarreas sanguinolentas,  convulsiones y grandes dolores.

Lo enterraron una tarde brumosa, silenciosa, tan misteriosa como  la  misma muerte. El féretro estaba rodeado de unos pocos conocidos a quienes la existencia aún les daba una tregua  y entre los cuales había tres personas que se sentían responsables de aquel cuerpo sin vida. María, por haber coqueteado con el mundo de la hechicería y el ocultismo. Su médico, por la impotencia de no haber podido hacer nada por ese desgraciado. Estaba convencido que había contraído esa extraña enfermedad en algún rincón de los  países que había frecuentado. Y Ágata,  aunque  no se sentía orgullosa de lo que había hecho, sí que sentía cierto alivio. Por  fin su señora se sentiría en paz y no sufriría más por el desplante y el abandono de un hombre.

jueves, 30 de junio de 2016

La vida que nos lleva

Autora: Carmen Sánchez
 
Sería mi destino que esta criatura deforme deshonrara a la familia. Muy grande hubo de ser la falta de mis antepasados, para que esta niña, monstruosa, naciera de mis entrañas y nos avergonzara ante la aldea.
Cuando vi su rostro, deseé con todas mis fuerzas, que su corazón no latiera, pero la vida estaba de su parte. La familia no podría soportar el rechazo. El padre tendría que bajar la mirada ante los demás y lo apartarían de la comunidad. Los varones no se casarían y a las hijas ningún hombre las tomaría por esposa. Yo también quería morir, porque no era digna de seguir viviendo, pero sólo mi destino decidiría el momento.
Así, tras el parto, apenas pude caminar, la llevé hasta el lado lejano del río, donde la corriente se lleva las desgracias y los juncos tapan las miserias. Debía volver sin ella, únicamente, de esta forma, la familia viviría tranquila. Pero, llegado el momento, la criatura empezó a llorar. La miré y sus ojos inquietos no dejaban de observarme. Entonces, no me pareció tan repugnante. Ocultas entre las sombras de la noche regresamos al hogar.
El padre, pese a todo, no me repudió. Pero la soledad y el silencio con el que nos ignoraron eran peor que la muerte misma. Ambas vivíamos como almas ausentes, por el día, la penumbra de las paredes nos apartaba de las miradas ajenas; luego, al caer la tarde, el velo opaco que nos cubría el rostro, nos escondía de las familiares. Sin embargo, esta desolación ató nuestra existencia para siempre y ya no concebía que Laya, así la llamaba, no estuviera conmigo.
Nuestra vida transcurría de esta manera, hasta que un día enfermó gravemente. Al amanecer, tenía mucha fiebre y cólicos. Aprovechando la ausencia de la familia, la llevé asustada al dispensario. Y quiso el azar, que un médico extranjero estuviera allí, en aquel momento.
No sé si fue la casualidad, o la vida que nos lleva, quien puso a este buen hombre en nuestro camino. Tras curarla de la infección que la condujo hasta él, salvó a toda la familia de la desgracia. Con su ciencia y humildad, me convenció de que Laya no sufría ninguna maldición familiar y que su deformidad tenía cura. No sé cómo, las dos conseguimos superar el miedo que nos paralizaba y después de una larga estancia en el hospital y unas operaciones interminables, Laya se ha convertido en una niña más.
Hoy volvemos a la aldea. Es un día luminoso. El padre me ha contado que todo el poblado está esperándonos, quieren ver a la niña que volvió a la vida.
 

La fatalidad del doble

Autora: Elena Casanova

Sería mi destino… eso es lo que me repito todos y cada uno de mis días.

Nunca he sido demasiado guapo según mis tías, eso sí, con  la firme oposición de mi madre que siempre presumía de su vástago delante de las engominadas  y petulantes hermanas de mi padre. Flaco, larguirucho y algo desgarbado,  esa es la imagen que proyecto habitualmente al mundo; con la timidez por bandera y en el rostro una expresión entre lánguida y cansada, nunca he sido demasiado ducho en las relaciones con el sexo opuesto, para mí las mujeres son  animales muy superiores que siempre me han mirado con despotismo y altanería.

Durante cuatro años preparé las oposiciones de educación infantil sin demasiado éxito, cuando por fin  logré un trabajo de sustituto en una pequeña ciudad gaditana. Si he de ser sincero, me costó horrores conectar con los alumnos pero, poco a poco, me fui acostumbrado a “esos locos bajitos” como tan bien los definió Serrat. Durante algún tiempo compartí piso con un compañero de trabajo aunque luego opté por alquilar un  pequeño apartamento, había alcanzado esa edad en la que la independencia se convierte en algo casi imprescindible. Jamás imaginé el placer de acondicionar mi nuevo habitáculo formado por un comedor con cocina incorporada y un dormitorio con un baño adjunto. En la mesa del comedor no faltaban las flores, desde muy pequeño siempre vi bonitos ramos en  mi casa, y no concebía vivir en un espacio sin este adorno. Encontré, en el mercado de los sábados, un pequeño puesto de plantas. No había gran variedad de especies, pero sí que encontré las flores más frescas que jamás había comprado.  Lo regentaba  una chica joven que me aconsejaba sobre cuidados y me explicaba las peculiaridades de todas las variedades que poseía. No era especialmente bonita, pero desde el principio me quedé prendado de la simpatía de su cara, de sus movimientos, del timbre de su voz. Cada vez que iba al mercado pasaba más tiempo hablando con ella hasta que un día me propuso vernos fuera de su  trabajo, para poder charlar relajadamente y conocernos mejor.  Nos citamos en un parque junto al mercado, cerca del tobogán.

Mi estado de excitación era tal que apenas  me concentraba en mi trabajo y los niños lo notaban. Se pasaban parte de la clase llamándome la atención: “maestro no ha encendido la pizarra, maestro no has repartido los folios con los dibujos, maestro  hoy nos iba a llevar a la sala de informática, maestro el timbre del recreo ha sonado hace un rato”… Se divertían, lo disimulaban mal, a consta de mis despistes  y creo que intuían algo, aunque no se atrevían a comentarlo abiertamente.   Me sentía en una nube, una chica se había fijado en mí y quería pasar un rato conmigo.

Horas antes del encuentro,  miré al chico que había en la otra parte del espejo del cuarto de baño mientras me rasuraba la barba, y le pregunté, nervioso, de qué iba toda la historia con la chica del mercado.  Le pregunté también si había pensado de qué puñetas iba a hablar en las siguientes dos o tres horas, su vida se había  encasillado en una mediocridad tal, que a nadie le importaría. Terminé con un toque de colonia, salí del baño y dejé mi cara de impostor aguafiestas  junto al lavabo. Bajé las escaleras de tres a tres, a punto de llevarme por delante el gato de la portera cuya pachorra me sacaba de mis casillas tantas mañanas cuando se quedaba atravesado en cualquier peldaño. Me miraba con ojos desafiantes si me atrevía  a molestarlo, impostura chocante en un minino.

Camino del parque tropecé varias veces con el bordillo de la acera que estuvo a punto de costarme un disgusto. Me senté en el primer banco que vi junto al tobogán del parque mientras observaba el juego de los niños. Consultaba el reloj cada cinco minutos. El tiempo parecía que no correr, sin embargo las agujas saltaban de raya en raya a una velocidad vertiginosa. Ella no aparecía.  Como estaba acostumbrado a esperar,  un cuarto de hora de retraso me pareció algo que entraba dentro de lo razonable, media hora, tres cuartos, una hora… me cansé de mirar y escuchar los gritos de los chiquillos, casi les odié. Me marché  con la cabeza gacha, como si toda la gente que se encontraba a mi alrededor hubiera sido testigo del desplante.

No volví al mercadillo, no hubiera sido capaz de mirarla a la cara. Pasé demasiados días  lamentándome hasta  que  el tiempo se  hizo cargo de mermar el  enfado y la desilusión a partes iguales. Pasados unos meses, durante un paseo, llegué al mismo parque. Era más grande de lo que yo pensaba y  me adentré y me perdí por sus caminos que parecían un laberinto. En el extremo contrario comprobé que existía otra zona de columpios, con un tobogán incluido. Me quedé pasmado y en mi cabeza la misma palabra rebotaba una y otra vez: “estúpido, estúpido, estúpido…”


No tenía número de teléfono ni dirección, así que iría el sábado siguiente a aclarar el malentendido. Me levanté temprano y me dirigí al puesto de las flores. No estaba allí y su lugar lo ocupaba  otro de bolsos y zapatos. Pregunté por ella a todos los vendedores circundantes, pero nadie sabía nada. Dicen que dejó de aparecer un sábado sin explicación alguna y no la habían vuelto a ver. Recorrí desesperado todo el mercado pero no encontré rastro de ella ni de su puesto. Las únicas flores que vi fueron un par de rosas marchitas encima de una papelera urbana. 

miércoles, 22 de junio de 2016

Sería mi destino

Autor: Antonio Cobos Ruz

A Rafi Castro

- Sería mi destino, señor juez…

Así comenzó a defenderse uno de los principales  acusados del primer juicio de la mañana cuando se abrió la vista y se inició el interrogatorio en los juzgados de la capital autonómica .
- Le juro que yo no he hecho nada malintencionadamente, - continuó el investigado - sino que las cosas me han venido así, sin comérmelo, ni bebérmelo. Debe ser mi destino – repitió y comenzó a desplegar su defensa -. La primera vez que me tocó la suerte fue cuando con el salario recién ‘cobrao’, decidí jugármelo entero a la lotería. Fue un impulso… – el acusado hacía un esfuerzo por recordar la palabra aprendida de memoria y que no terminaba de acudir a sus labios – un impulso irrefrenable, - dijo por fin, contento,– pero, es que no se me iba ese número de la cabeza. Y como ese mes habíamos ‘cobrao’ la paga extra, la suerte me favoreció el doble, sin esperármelo, una carambola, pues podría haber tenido ese … ímpetu lotero – manifestó feliz de no haber olvidado esas dos palabras - en un mes de cobro sencillo o en un sorteo menos cuantioso. Pero, a veces, no se entiende por qué ocurren las cosas. La verdad es que no sabía que hacer con tanto millón en la cuenta, y mire usted por donde, me entero que venden esos terrenos, los compro y a los pocos días me entero de que el ayuntamiento los había recalificado. Debe ser mi destino.
- ¿Conocía usted al señor alcalde? – le interrumpió el fiscal.
- De lejos, muy poco, señor letrado.
- Pero, ¿no es cierto que tuvo una entrevista con él, en el Ayuntamiento, unos días antes de la recalificación?
- ¡Ah, sí! Fui a arreglarle unos problemas a una tía mía. Algo sin mucha importancia, pero que a la pobre mujer la traía frita. Sí, sí, ahora que lo dice, …, sí, siií, le conocía. En los pueblos es que se conoce todo el mundo.

El interrogado se movía inquieto en su asiento mientras realizaba su declaración.
- ¿Y se acuerda del número del premio, ese que no se le iba de la cabeza?
- El del gordo, señoría, el del gordo, que ahora con los nervios no caigo, se me ha ido, pero yo me puedo enterar y si usted tiene interés en comprarlo, se puede preguntar, pero es muy difícil que salga otra vez… Claro, que en el bombo están todos los números.

El fiscal continuó con el interrogatorio.
- ¿Había mantenido usted entrevistas con el constructor encargado de la urbanización de las diez mil viviendas?¿Le conocía usted?
- Hombre, conocerle, conocerle, …, de vista sí. Es que, puf, conocer, lo que se dice conocer a una persona es muy difícil de afirmar. A lo mejor uno aparenta una cosa y luego es otra. Pero, vamos, yo le había visto. Incluso creo que había ‘hablao’ con él, me suena a mí.
- Mire, tenemos un testigo que asegura que usted recibió un dinero como testaferro por simular una compra de los terrenos, pero que el verdadero propietario era ya el constructor. ¿Qué tiene usted que manifestar sobre esto?
- Hombre, yo de eso que ha dicho usted, ‘testafierro,’ no he ‘trabajao’ nunca. Y si el propietario era ya el constructor, ¿para qué me iba a dar a mi un dinero? Eso…, eso no lo hace nadie con dos ‘deos’ de frente. Permítame que me ría, - dijo, aparentando estar más tranquilo, y tras haberle gustado su respuesta - aunque hay gente ‘pa tó’, pero, ¡hombre!...

- ¿Y no es cierto, - continuó el fiscal -  que el alcalde, el contratista y usted mismo, mantuvieron una entrevista en el bar ‘Las Copas’ del vecino pueblo de Cachorrillos?
- Pues ahora que lo dice, sí, …, se me había ‘olvidao’ decirlo. No sé quién se lo ha ‘podío’ contar. Pero, tenga usted ‘cuidao’ con la gente, que hay gente que enreda mucho las cosas. Y las envidias…, las envidias son muy malas en los pueblos. Pero, sí, sí, es cierto, nos encontramos de casualidad y nos tomamos unas cervezas…

El juicio continuó y se extendió a lo largo de toda la mañana, confesando varios imputados y diferentes testigos. Una vez que todas las partes expusieron sus declaraciones, manifestaron sus argumentos y presentaron sus pruebas, el señor juez se retiró a deliberar. Tras media hora de receso, el magistrado regresó a la sala y tomó asiento en el sillón principal del tribunal. Antes de leer el resultado de sus conclusiones, no pudo reprimirse el hacer un comentario aclaratorio al primer declarante de la mañana:
- Va usted a tener suerte. Tendrá comida y cama gratis durante quince años y un día. Debe ser su destino.

Tras ese no reprimido comentario, el señor juez con una amplia y bonachona sonrisa en los labios, procedió a presentar el contenido completo de su sentencia.

El destino

Autora: Pilar Sanjuán Nájera

“Sería mi destino”, dice mucha gente con resignación cuando algún acontecimiento ajeno a su voluntad cambia el rumbo de su vida.
¿Y qué es el destino, o el sino, como también se le llama? ¿Quién mueve sus hilos?
Hubo en otras épocas grandes polémicas en la Iglesia Católica sobre la predestinación. Los que creían en ella afirmaban que Dios elegía entre los nacidos a los que se iban a salvar y a los que no; o sea, que por capricho de Dios, había seres que estaban señalados por su dedo divino y por muchos méritos que hicieran, su destino sería el infierno. Prescindiendo de un Dios tan injusto y veleidoso, ¿por qué son tan distintos los destinos de las criaturas?
Por supuesto que estamos sujetos a acontecimientos que nos llegan inesperadamente: una enfermedad, un contratiempo, un accidente. Esto no podemos evitarlo, pero desde luego ocurre más entre gentes vulnerables y desamparadas. A un mendigo que duerme en la calle entre cartones, seguro que le ocurren más desgracias que al potentado que vive en una gran mansión.
Hoy precisamente, a la hora de comer, viendo el Telediario he sufrido un verdadero mazazo (llevo varios días pensando en esto del destino). Han dado dos noticias casi seguidas: en una nos mostraban a un niño recién nacido, hijo de los jóvenes reyes de Suecia, el día de su bautizo; ese niño, nada más nacer, ya era conde de no sé qué, y automáticamente será el próximo rey de Suecia. Casi de inmediato, nos cuenta el Telediario que una barcaza con más de 500 emigrantes volcaba por exceso de personal, y entre los supervivientes había una mujer embarazada. En este momento he pensado: ¿cuál va a ser el destino de ese niño cuando nazca? La madre no sabrá siquiera qué patria tendrá, pero sí imaginará lo que le espera: sufrimientos y penurias. Me ha parecido sangrante la injusticia que pesa sobre la vida de esos dos niños: el futuro rey y el emigrante sin futuro.
Pienso también en los destinos tan opuestos de niños que nacen en barrios residenciales de París, Nueva York, Madrid o Londres y los que nacen en Haití, Nepal, Somalia o la República del Congo.
En África hay países con riquezas ingentes en oro, diamantes, coltán, marfil o cacao y en Asia ocurre igual en los países productores de petróleo y gas natural alrededor del Golfo Pérsico, ¿qué le llega a la población de esas riquezas? Nada o casi nada. Son para los dirigentes y las Multinacionales. La población vive en la miseria. Ese es el amargo destino que les marcan los poderosos, y los poderosos carecen de sentimientos. La solidaridad hay que buscarla entre las gentes que menos tienen.
Sé muy directamente que los saharauis, cuando reciben un paquete de ropa y comida de algunas familias españolas, se reúnen con los vecinos y lo reparten. A estos pobres habitantes del Sahara Occidental les marcó el destino España abandonándolos a merced de la rapiña de los países limítrofes, sobre todo Marruecos, que los esquilma sin piedad. De nada les sirve a los saharauis tener en su territorio los yacimientos de fosfatos más importantes del mundo. A ellos no les llegan los beneficios.
O sea, que el destino de millones de personas depende de factores que no hay que buscarlos en lo sobrenatural, ni en fuerzas ocultas, ni en un Dios caprichoso. Hay otros dioses que se están apoderando del mundo y que lo rigen con una total falta de escrúpulos y una crueldad sin límites. Son los poderes financieros, políticos, religiosos, económicos, etc. A su sombra y amparadas por ellos, crecen las mafias depredadoras que hacen su agosto a costa de infelices que no pueden defenderse. El dinero es el dios de todos estos poderes.
Contra este entramado que siembra la injusticia se alzan grupos sociales llenos de buena voluntad que intentan neutralizar el daño que causan los nuevos adoradores del “becerro de oro”, pero no son suficientes: son las numerosas ONG, los cooperantes, el voluntariado, los Comedores Sociales, la Cruz Roja, Cáritas, Greenpeace, etc. Es verdaderamente meritorio lo que hacen, pero la necesidad es tanta, que apenas pueden solucionar pequeñas parcelas. En cada uno de esos países arrasados por los saqueadores haría falta un Mandela o un Gandhi, pero por desgracia, ellos ya no están.
A todos estos infortunios que agravan la situación de los desheredados, hay que añadir el egoísmo de las gentes adineradas que sólo piensan en aumentar sus caudales y se los llevan a paraísos fiscales, privando de sus impuestos a los países de origen. En España, esos dinerales que no tributan aquí, contribuyen a que los hospitales se vean desbordados por tantos enfermos sin personal suficiente para atenderlos; a que las guarderías escaseen, a que los trabajadores ganen cada vez menos y trabajen cada vez más, a que muchos niños y personas mayores no puedan hacer ni una comida al día, a que el paro sea escandaloso... ¿Cómo no se paran a pensar que su actitud tiene una gran parte de culpa en el destino sufriente de tantas criaturas?

No quiero acabar el relato sin hacer una mención al destino de esos refugiados sirios, subsaharianos y de otras nacionalidades, maltratados por Europa. Están sembrando de cadáveres el Mediterráneo hasta convertirlo en un cementerio. Decía por la radio hace días un palestino algo que me conmovió: “El Mediterráneo ha sido siempre el puente de unión entre todos los países que lo circundan. Ahora hemos hecho de él un foso que los separa”. Qué razón tenía. De seguir así las cosas, nos avergonzaremos de ser europeos.

martes, 31 de mayo de 2016

La traición

Autora: Pilar Sanjuán Nájera

El autobús se detiene en una bifurcación de la carretera comarcal y se baja un hombre joven con una pesada maleta.
Cuando el autobús desaparece por una curva, el hombre mira alrededor. Está en pleno campo, en un vallecito rodeado de montañas. A su espalda asoman, a lo lejos, los picachos nevados de Los Pirineos. Frente a él, una carreterita muy descuidada, sube en zigzag hasta varias casas de adobe que asoman a unos 150 m.
El hombre es joven, de unos 35 años, bien parecido, delgadísimo, con aire un poco frágil, la piel pálida, los ojos tristes y grandes ojeras que delatan muchos días de mal dormir. Lleva un gorro de lana deslustrado bajo el cual aparecen mechones de pelo rubio oscuro. Sus movimientos son como recelosos. Mira a un lado y a otro y por fin coge la maleta y emprende la subida. Hace frío, porque, aunque ya ha salido el sol, sus rayos no han llegado aún a ese hundido valle y el hombre se sube el cuello de una especie de pelliza muy desgastada, que le queda algo grande. Al llegar a la primera casa de adobe, un letrero rústico y casi borrado escrito en una tabla dice: Castroviejo, y ve el viajero un conjunto de casas apiñadas - todas de adobe - bajo un monte que está coronado por un torreón; alrededor de éste, sobrevolándolo, multitud de palomas entran y salen por los matacanes bastante bien conservados.
Llega hasta la plaza de la Iglesia y observa que ésta es de un románico muy rudimentario; el campanario es chato, pero aún así sobresale entre los tejados de las casas. El joven mira con atención la Iglesia, como persona a la que el arte no le es indiferente.
Mientras subía, unos cuantos chiquillos desharrapados lo han ido siguiendo llenos de curiosidad. Se ve que no es frecuente la llegada de forasteros, porque varios ventanucos se han abierto y por ellos han asomado tímidamente algunas mujeres.
En ese momento, en el reloj de la torre dan las 9. ¿Será demasiado temprano para su visita? Piensa que no, porque en los pueblos la gente es madrugadora.
Pregunta a los niños por la casa de D. Pedro Sarmiento y ellos le indican la única casa solariega que hay en la plaza. La mira atentamente: es una casa de piedra con una gran balconada de madera que ocupa toda la fachada; un saledizo, también de madera, la protege de la lluvia y la nieve. Se ha fijado en que los niños, al oír el nombre de D. Pedro, han adoptado un aire como de respeto y sumisión.
Llama a la puerta y le abre una joven con aspecto tímido y huraño que le hace pasar a un zaguán espacioso con el suelo empedrado, varias puertas y una escalera al frente con pasamanos de madera labrada. La joven golpea suavemente una de las puertas.
   - Adelante.
El joven entra y percibe el calor de una chimenea. Tras una mesa, un hombre de mediana edad, con el pelo gris, la piel curtida y unos ojos dominadores, de mirada penetrante, se pone de pie para saludarlo y le tiende una mano fuerte y dura. Es más bien achaparrado y todo él emana autoridad. D. Pedro se da cuenta de que las manos de aquel joven son más bien delicadas, que en su mirada hay temor, en su actitud inseguridad y es extranjero.
-  Me llamo Boris y vengo por el anuncio de un puesto de trabajo como pastor.
-  Pero usted no parece que esté acostumbrado a los trabajos duros del campo.
-  Soy fuerte y me siento capaz de desempeñar cualquier trabajo. Espero que usted me oriente y no le defraudaré
D. Pedro se ha quedado sin pastor. En dos años se le han ido tres pastores; su tacañería con la gente a su servicio es bien conocida en la aldea y en toda la comarca. Es el típico cacique mal pagador, autoritario, abusón y cicatero al que sirven sólo los que están en extrema necesidad. Corre 1945 y está terminando la 2ª Guerra Mundial. Los Pirineos son un trasiego de gentes clandestinas que, huyendo, entran y salen continuamente.
D. Pedro piensa: “Este joven tiene algún pasado oscuro y se quiere refugiar aquí. Me da igual de qué huye. Sé que en las condiciones en que está no va a poner reparos en el trabajo, ni por su dureza ni por el bajo salario, me conviene aceptarlo”. Dice en voz alta:
-  Está bien, será usted mi nuevo pastor.
Luego grita:
-  ¡Rosario!
Aparece la joven y D. Pedro le ordena:
-  Saca dos tintos, queso y pan, que celebremos el trato.
Rosario lo trae todo con celeridad. Boris, que no ha comido en 48 horas, lo hace con ansia disimulada, que no le pasa desapercibida a D. Pedro.
Rosario, respetuosamente, se ha situado cerca de la puerta.
-  Este pan y este queso son excelentes.
-  Los ha hecho Rosario, que también te enseñará - lo trata de tú - a ordeñar para que no te falte leche en el desayuno y en la cena. Cada semana te subirá a la cabaña una hogaza de pan.
Boris nota que cuando D. Pedro mira a Rosario, lo hace de forma posesiva, como miraría cualquier objeto que le perteneciera.
Después de aquel piscolabis que a Boris le ha reconfortado, salen de la casa por la parte de atrás y suben por un estrecho sendero muy en cuesta que lleva al establo, al redil y a la cabña en la que dormirá Boris.
Por el camino va orientando al joven en su trabajo de pastor y además le ha entregado un manual viejo y sobado que le puede sacar de muchas dudas.
-  Todos estos montes me pertenecen, así como el Torreón y las palomas. Como ves, hay pasto abundante y no tendrás que echarles pienso a las ovejas. Además, el rocío de la mañana hará que no necesiten beber agua. Al caer el sol las encerrarás en el establo. Todavía hace frío para que duerman en el redil. Cuida los corderos recién nacidos; son muy vulnerables y los pueden atacar las águilas, los grajos y hasta las urracas. Los encerrarás en los establos con sus madres. De noche, ya en la cabaña, estarás atento al ladrido de los dos perros pastores, que avisan de la llegada de alimañas: zorros o lobos, aunque no es frecuente.

Son las 10:30 y D. Pedro abre el establo para que las ovejas salgan a pastar.
-  Desde este momento eres el responsable del rebaño. Son 40 ovejas, si faltase alguna, se te descontará del salario. De éste no vamos a hablar todavía hasta ver cómo desempeñas tu trabajo. Rosario te subirá esta tarde la maleta, la hogaza y te enseñará a ordeñar.
Boris se queda solo y contempla el panorama: es hermosísimo. Respira a pleno pulmón y presiente que este trabajo le va a gustar.
Al empezar a ponerse el sol, encierra a las ovejas. En el establo le espera Rosario con dos banquillos para comenzar el ordeño. Al principio, a Boris le cuesta y la oveja elegida se queja, pero poco a poco va haciendo bien los movimientos de la mano y logra sacar leche para la cena y el desayuno. Rosario sigue mostrándose hosca y se despide con sequedad.
En la cabaña encuentra Boris la maleta, la hogaza y ¡oh, maravilla! Algo que no esperaba: un gran trozo de queso que sin duda debe agradecérselo a la huraña Rosario.
Mira la cabaña: es pequeña, se adobe, con una chimenea, un catre, una mesa y dos sillas desvencijadas. Sobre un poyo hay una hornilla de carbón y unos cuantos cacharros abollados. La chimenea está encendida. Quiere lavarse pero en la cabaña no hay agua. Va al abrevadero donde un caño de agua muy fría cae continuamente. Se lava y vuelve a la cabaña a deshacer la maleta. Cuando ha sacado todos los libros y la poca ropa que contiene, algo se desliza de un repliegue: es una pistola. Se queda pensativo pues está seguro de haberla guardado en el doble fondo: la mete allí y luego cierra la maleta y la coloca bajo el catre.
Bebe un buen tazón de leche que ha hervido en la chimenea. Se ha hecho de noche y en la cabaña no hay luz eléctrica. Ve una lámpara de carburo en un rincón y la enciende. Se dispone a acostarse porque el día ha sido agotador. Ya en el catre piensa que esa humildísima cabaña, comparada con el campo de concentración, es un paraíso.
Han pasado tres meses desde que llegó; es primavera y la vida transcurre para él plácidamente. Su piel se ha curtido, han desaparecido sus ojeras y su aire receloso. Se siente seguro, le gusta la vida al aire libre. Sabe perfectamente cómo cuidar de las ovejas y los corderos. Siega heno para los corderos destetados y ahora mete a las ovejas en el redil. Los montes tan verdes le recuerdan a los de su pueblo en Ucrania y siente nostalgia, pero pronto la desecha porque ha de mantener su ánimo lo más optimista que pueda para sobrevivir.
D. Pedro lo visita de tarde en tarde. Sube con dos hombres y se llevan los corderos que hay para la venta. Sigue sin hablar de su salario, pero a Boris no le importa. Le parece un privilegio vivir de aquella manera tan relajada. Ya estuvo trabajando en Francia de manera clandestina y pudo comprarse los libros que tanto echaba de menos y la maleta. Ahora, en los ratos libres, mientras pastan las ovejas, dedica algunas horas a leer, ¿qué más se puede pedir?
D. Pedro caza con frecuencia por aquellos contornos. Se oyen, lejanos, los disparos de su escopeta. Al día siguiente de que eso ocurra, Boris encuentra por la noche algún guiso de conejo, perdiz, liebre o pichón sobre la mesa; esto le agrada sobremanera, porque su régimen de comidas deja mucho que desear.
Diez meses después de su llegada a la aldea, un acontecimiento que a Boris le parece extraordinario, ocurrió de manera inesperada. Por la mañana, oye el coche de D. Pedro bajar la cuesta y lo ve enfilar la carretera de la ciudad. Esto ocurre muy de tarde en tarde. Al anochecer encierra las ovejas en el establo porque las noches son ya frías. Lleva en el hombro un cordero recién nacido y detrás una oveja balando lastimeramente. Mete a la madre y al hijo en lo más calentito del establo y se lava antes de entrar en la cabaña. Cuando lo hace, queda como deslumbrado: Rosario, ante la chimenea encendida, le está esperando con un brillo especial en los ojos.
Dos horas después, la joven, con el pelo un poco despeinado y la cara arrebolada, sale de la cabaña y baja a saltos la senda hacia la casa. Media hora antes, su amo, con el coche renqueante, ha subido la cuesta hacia el pueblo.
Al día siguiente por la mañana, Boris oye otra vez el coche que vuelve a dirigirse hacia la ciudad. Su corazón salta de gozo. Esta noche, Rosario volverá. No puede olvidar su piel suave y cálida. Se asombra de que una muchacha tan ruda tenga tanta capacidad para la ternura.

Las horas hasta la puesta de sol le parecen esta tarde interminables. No puede concentrarse en la lectura. Por fin, encierra a las ovejas, se lava rápidamente y lleno de ansiedad, entra en la cabaña. Rosario aún no ha llegado. Enciende la chimenea y el carburo y oye llamar a la puerta. Se lanza a abrir y ve dos siluetas que se recortan en el cielo del atardecer. Llevan tricornio, capote y fusil. La luz de las llamas y del carburo iluminan dos rostros siniestros que le miran torvamente.