Julián pulsa la última letra del segundo apellido en
el ordenador y a continuación presiona la
tecla intro. En la pantalla aparece la página de facebook de una amiga. La
reconoce al instante en la foto de perfil, es la Lucía de aquella época, su antigua
compañera de instituto a la que hace casi treinta años que no ve. Es ella, no
tiene la menor duda, y lo sabe porque la cara que ve es la misma de la chica
por la que medio instituto suspiraba: pelo moreno, ligeramente ondulado, piel
oscura con pecas, grandes ojos verdes y una sonrisa pícara. La recuerda no demasiado alta, pero con un cuerpo tan garboso que le quitaba el hipo.
Mientras mira la foto de aquellos años, el corazón se acelera y un leve rubor
le sube por las mejillas. Escudriña la página pero hay pocos datos. El mes y
año de nacimiento, la empresa en la que trabaja, y ¡sorpresa! La ciudad en la que vive está solo a veinte kilómetros de
su residencia. Aunque siente cierto retraimiento, le envía una solicitud de
amistad.
Al día siguiente, al encender
el ordenador observa varios correos, entre ellos uno de Lucía. Ha aceptado su
solicitud de amistad y le ha mandado un breve mensaje. Antes de abrirlo, Julián
experimenta de nuevo la quemazón en su cara y un ligero temblor es el responsable
de la torpeza de sus dedos. Cuando lo tiene en la pantalla, lee con sorpresa un
afectuoso saludo y el agradecimiento por haberse puesto en contacto con ella.
Se siente dichosa de recibir noticias de
un antiguo compañero y después de tantos años le ha hecho, verdaderamente, mucha ilusión. Julián le devuelve el saludo y
también expresa, ahora más tranquilo, la felicidad que le ha causado este reencuentro.
Durante las siguientes semanas
se han escrito con cierta regularidad. No han tardado en ponerse al día contándose
sus vidas después de acabar bachillerato. Lucía estudió magisterio; encontró
trabajo de maestra en un colegio concertado con niños de tres a cinco años.
Después de varias relaciones, se casó. Su matrimonio solo duró un par de años y
no ha tenido hijos. En este momento no tiene compromiso alguno. La soledad, confiesa,
a veces la oprime de una forma angustiosa. Julián, por su parte, le ha narrado
la mediocre, según él, historia de su vida. Estudió derecho y trabaja en un
pequeño bufete ejerciendo de todo menos de abogado. Su experiencia sentimental
ha quedado reducida a varias parejas, insignificantes tanto en el tiempo como
en el grado de compromiso. En realidad no se ha preocupado demasiado por estas
cuestiones y su condición de soltero la considera casi un privilegio, después
de ser testigo de las múltiples rupturas matrimoniales de compañeros de trabajo
y de amigos.
Pasado un tiempo consideran que
ya va siendo hora tener un encuentro personal y deciden hacerlo en una
cafetería de la pequeña ciudad donde vive Lucía. Como hace tanto tiempo que no
se han visto y a ninguno de los dos se le ha ocurrido mandar una fotografía con
su aspecto actual, ella le describe la ropa que llevará puesta: un abrigo verde
y un bolso marrón, pero piensa que a pesar del tiempo se reconocerán fácilmente.
El último viernes del mes de
febrero, Julián llega a la cafetería Zeus con una hora de antelación. Aparca el
coche a las espaldas de un parque que hay justamente enfrente del bar y se
sienta en uno los bancos a fumarse un
cigarrillo mientras espera con impaciencia que su reloj marque las cinco de la
tarde. Han pasado casi treinta y cinco minutos, y en el otro extremo de la calle, aparece una mujer con un abrigo verde. Le
nota un movimiento extraño conforme
avanza calle abajo y al tenerla más cerca observa que cojea ligeramente; inmediatamente
se esconde tras el pilar de una pérgola porque desea observarla detenidamente
sin ser visto, desde la intimidad de sus emociones, percepciones y recuerdos.
Lucia ¿esa es Lucía? Apenas la
reconoce. Una de sus piernas es incapaz de avanzar de forma natural al
caminar, parece que un problema en la
articulación de la rodilla es la causa de ese movimiento un tanto exagerado. Y uno de sus brazos cae flácido, si
vida. Su piel ha envejecido de una forma implacable que con un color grisáceo y profundos surcos han apagado toda su luz. La
mujer se detiene un momento antes de entrar en la cafetería para saludar a una
vecina, y al volverse deja al
descubierto todo su rostro. Julián observa, con gran decepción, como el ojo y
la comisura derechos cuelgan ligeramente hacia abajo, asimetría que convierte
la cara de Lucía en una trágica caricatura de payaso. Y no termina ahí su sorpresa
cuando, al escuchar su voz, toma conciencia del esfuerzo de Lucia para
articular las palabras más simples, con
un lenguaje entrecortado, torpe, casi infantil.
Julián vuelve la cabeza, se
niega a seguir observando. ¡No, no! repite, esta no es la Lucia que yo he admirado y
venerado todos estos años. No es la mujer con la que quiero reencontrarme, sería absurdo, una
mentira, no, no quiero hacerlo. Y para mantener su conciencia tranquila se
repite una y otra vez que esta no es Lucia, que no puede ser la misma mujer, mientras se dirige a su coche con pasos acelerados, abre la puerta, y enciende el motor.