martes, 31 de marzo de 2015

El reencuentro

Autora: Elena Casanova


Julián  pulsa la última letra del segundo apellido en el ordenador y a continuación  presiona la tecla intro. En la pantalla aparece la página de facebook de una amiga. La reconoce al instante en la foto de perfil, es la Lucía de aquella época, su antigua compañera de instituto a la que hace casi treinta años que no ve. Es ella, no tiene la menor duda, y lo sabe porque la cara que ve es la misma de la chica por la que medio instituto suspiraba: pelo moreno, ligeramente ondulado, piel oscura con pecas, grandes ojos verdes y una sonrisa pícara.  La recuerda no demasiado alta, pero  con un cuerpo tan garboso que le quitaba el hipo. Mientras mira la foto de aquellos años, el corazón se acelera y un leve rubor le sube por las mejillas. Escudriña la página pero hay pocos datos. El mes y año de nacimiento, la empresa en la que trabaja, y ¡sorpresa! La ciudad en  la que vive está solo a veinte kilómetros de su residencia. Aunque siente cierto retraimiento, le envía una solicitud de amistad.

Al día siguiente, al encender el ordenador observa varios correos, entre ellos uno de Lucía. Ha aceptado su solicitud de amistad y le ha mandado un breve mensaje. Antes de abrirlo, Julián experimenta de nuevo la quemazón en su cara y un ligero temblor es el responsable de la torpeza de sus dedos. Cuando lo tiene en la pantalla, lee con sorpresa un afectuoso saludo y el agradecimiento por haberse puesto en contacto con ella. Se siente dichosa de recibir  noticias de un antiguo compañero y después de tantos años  le ha hecho, verdaderamente,  mucha ilusión. Julián le devuelve el saludo y también expresa, ahora más tranquilo, la felicidad que le ha causado este reencuentro.

Durante las siguientes semanas se han escrito con cierta regularidad. No han tardado en ponerse al día contándose sus vidas después de acabar bachillerato. Lucía estudió magisterio; encontró trabajo de maestra en un colegio concertado con niños de tres a cinco años. Después de varias relaciones, se casó. Su matrimonio solo duró un par de años y no ha tenido hijos. En este momento no tiene compromiso alguno. La soledad, confiesa, a veces la oprime de una forma angustiosa. Julián, por su parte, le ha narrado la mediocre, según él, historia de su vida. Estudió derecho y trabaja en un pequeño bufete ejerciendo de todo menos de abogado. Su experiencia sentimental ha quedado reducida a varias parejas, insignificantes tanto en el tiempo como en el grado de compromiso. En realidad no se ha preocupado demasiado por estas cuestiones y su condición de soltero la considera casi un privilegio, después de ser testigo de las múltiples rupturas matrimoniales de compañeros de trabajo y de amigos.

Pasado un tiempo consideran que ya va siendo hora tener un encuentro personal y deciden hacerlo en una cafetería de la pequeña ciudad donde vive Lucía. Como hace tanto tiempo que no se han visto y a ninguno de los dos se le ha ocurrido mandar una fotografía con su aspecto actual, ella le describe la ropa que llevará puesta: un abrigo verde y un bolso marrón, pero piensa que a pesar del tiempo  se reconocerán fácilmente.

El último viernes del mes de febrero, Julián llega a la cafetería Zeus con una hora de antelación. Aparca el coche a las espaldas de un parque que hay justamente enfrente del bar y se sienta en uno  los bancos a fumarse un cigarrillo mientras espera con impaciencia que su reloj marque las cinco de la tarde. Han pasado casi treinta y cinco minutos, y  en el otro extremo de la calle,  aparece una mujer con un abrigo verde. Le nota un  movimiento extraño conforme avanza calle abajo y al tenerla más cerca observa que cojea ligeramente; inmediatamente se esconde tras el pilar de una pérgola porque desea observarla detenidamente sin ser visto, desde la intimidad de sus emociones, percepciones y recuerdos.

Lucia ¿esa es Lucía? Apenas la reconoce. Una de sus piernas es incapaz de avanzar de forma natural al caminar,  parece que un problema en la articulación de la rodilla es la causa de ese movimiento un tanto  exagerado. Y uno de sus brazos cae flácido, si vida. Su piel ha envejecido de una forma implacable que con un color grisáceo  y profundos surcos han apagado toda su luz. La mujer se detiene un momento antes de entrar en la cafetería para saludar a una vecina, y al volverse  deja al descubierto todo su rostro. Julián observa, con gran decepción, como el ojo y la comisura derechos cuelgan ligeramente hacia abajo, asimetría que convierte la cara de Lucía en una trágica caricatura de payaso. Y no termina ahí su sorpresa cuando, al escuchar su voz, toma conciencia del esfuerzo de Lucia para articular las palabras más simples,  con un lenguaje entrecortado, torpe, casi infantil.

Julián vuelve la cabeza, se niega a seguir observando. ¡No, no! repite,  esta no es la Lucia que yo he admirado y venerado todos estos años. No es la mujer con  la que quiero reencontrarme, sería absurdo, una mentira, no, no quiero hacerlo. Y para mantener su conciencia tranquila se repite una y otra vez que esta no es Lucia, que no puede  ser la misma mujer, mientras se dirige  a su coche con pasos acelerados, abre  la puerta, y enciende el motor.

 

lunes, 30 de marzo de 2015

El encuentro

Autora: Rafaela Castro


Por una serie de circunstancias mi salud no ha sido muy buena en estos últimos meses, más o menos desde el mes de agosto hasta el día de hoy aunque ya me voy sintiendo cada vez mejor.
Por todo esto me ingresaron en el hospital el 29 de enero, cuando consideraron los médicos que estaba recuperada, me dieron el alta faltando tan solo un día para completar el mes.
Tuve el encuentro de nuevo con algo que igual no valoramos lo suficiente: la luz del sol, el viento, e incluso el frío, todo eso lo contemplaba a través de la ventana del hospital. Aunque fueron bastantes días tenía la ilusión de mejorar e irme a mi casa.
Esto me ha hecho pensar en gente que entraron en la cárcel con más o menos razones, y sobre todo he pensado y pienso en aquellas personas que solo por ideas políticas un día les privaron de su libertad durante años y años. Me pregunto cómo será el encuentro de nuevo sin rejas ni paredes.
Me ha venido a la memoria un libro que leí hace unos años: "Decidme cómo es un árbol" Memoria de la prisión y la vida de MARCOS ANA. Luchó del bando de los republicanos durante la Guerra Civil Española, al terminar en 1939 fue detenido y permaneció preso durante 23 años, de AHI estos versos:


MI CASA Y MI CORAZÓN  (sueño de libertad)


Si salgo un día a la vida

mi casa no tendrá llaves:

siempre abierta, como el mar,

el sol y el aire.


Que entren la noche y el día,

y la lluvia azul, la tarde,

El rojo pan de la aurora;

La luna, mi dulce amante.


Que la amistad no detenga

sus pasos en mis umbrales,

ni la golondrina el vuelo,

 ni el amor sus labios. Nadie.
 

Mi casa y mi corazón

nunca cerrados: que pasen

los pájaros, los amigos,

el sol y el aire.

El encuentro

Autora: María Gutiérrez


Luisi había pasado las largas horas de espera hasta que llegara la tan esperada visita, dando los últimos retoques a las habitaciones, comprobando que todo estaba a punto. Las camas vestidas con sábanas impecables y confortables edredones de auténticas plumas, lo que se llama un nórdico en toda regla. El baño inmaculado y adornado con el mejor juego de toallas que siempre guardaba para estas ocasiones.

Hacía tiempo que no se había sentido tan fuerte y animada debido a la llamada de unos familiares que volverían a encontrarse después de más de treinta años. Solían comunicarse con largas conversaciones a través del teléfono pero la ilusión de volver a verse en persona, estaba por encima de todo.

Su casa estaba a las afueras de la ciudad, formando parte de una urbanización de casas sencillas rodeadas de un hermoso jardín. En la parte de abajo había una gran habitación que daba sentido al mayor confort de la casa ya que se componía de cocina-comedor con despensa incluida, la cual ayudaba bastante a dar la sensación de encontrarse cada cosa en su sitio. Los muebles como no podía ser de otra forma, eran rústicos con cómodos sillones y sofás. También se disfrutaba de la chimenea en los días más fríos. Era sin lugar a dudas el lugar más acogedor de la casa.

Llegó el día tan esperado. Había estado lloviendo casi toda la mañana aunque al llegar la tarde el cielo se había despejado bastante el ambiente se notaba un poco húmedo y frio que colaboraba a estar bien reguardados en el interior de la casa. Antes de que cayera la noche, se oyó el coche que paraba en la puerta. El corazón se le disparó al oír la insistencia del claxon que confirmaba que eran ellos que por fin habían llegado a su destino

Luisi que no podía andar de prisa debido a sus problemas de artrosis, en esta ocasión llegó a la puerta en un segundo encontrándose con los cansados viajeros que iban saliendo del impecable BMW que aunque disponía de todas las comodidades, el viaje había sido muy largo y se les notaba el cansancio acumulado por tantos kilómetros. Quien más le llamó la atención fue el aspecto que presentaba su prima Marta que aunque se mantenía muy esbelta, su rostro sí que acusaba el paso de los años.

Había preparado una exquisita merienda cena para dar la bienvenida a su querida familia.

sábado, 21 de marzo de 2015

La jubilación

Autora: Carmen Sánchez

Gerardo

Llegó el día de la jubilación y se sentía afortunado. Fue emocionante la despedida, cuando entre felicitaciones, los compañeros recordaron anécdotas de momentos compartidos.

Tras cuarenta años, Gerardo estaba satisfecho. Comenzó a trabajar en la empresa cuando era muy joven y desde el principio su sentido de la responsabilidad lo llevó a no faltar  nunca a su puesto y a comprometerse con los objetivos que marcaba la Dirección. Quizás, por sus orígenes humildes y por la precariedad que sus padres padecieron, para él su trabajo fue muy importante.  Tenía que reconocer además, que siempre le gustó. Los jefes  valoraban su gestión y al mismo tiempo se sentía cómodo en el ambiente distendido de la oficina. Sin embargo,  esta etapa finalizaba y aunque creía que estaba preparado, algo de incertidumbre se ocultaba tras las bromas  de los amigos.

Ahora comenzaba otra etapa de reencuentro con su familia. Admitía que durante  estos años, no había dedicado todo el tiempo que hubiera querido a su mujer y sus hijos y esperaba recuperar los momentos que el trabajo había postergado. Pero, no fue fácil.

Pasaron los días y al principio disfrutaba la sensación de “estar de vacaciones”, luego se dedicó a  hacer pequeñas reparaciones  en casa, que pronto se acabaron. Transcurrieron las semanas y como había sido su costumbre, siguió despertándose al amanecer, así que decidió hacer ejercicio y leer el periódico sin prisas mientras desayunaba. Pero pronto la falta de aficiones se hizo patente en su vida. No le gustaba leer porque el trabajo le había dejado poco tiempo libre,  por el mismo motivo, tampoco disfrutaba de la música o el cine.

En estos momentos echaba de menos, más que nunca, a su mujer, pero ella continuaba trabajando y además tenía múltiples ocupaciones que le restaban tiempo para él. Por otro lado sus hijos hacía años que se habían independizado y a sus nietos los veía ocasionalmente.

Empezó a sentirse ausente y  fuera de lugar. Añoraba el bullicio de la oficina, el ir y venir de los empleados, las consultas y las decisiones. En casa, en cambio, el silencio era demasiado denso, tampoco soportaba no saber qué hacer, necesitaba tener la jornada planificada como antes.  Cada día se encontraba en un hogar desierto en el que era un extraño. Con frecuencia, desconocía donde se guardaba algo que buscaba, o bien, encontraba objetos cuya existencia había olvidado. Sin darse cuenta, peregrinaba por las habitaciones, abría cajones y armarios, buscaba fotos o detalles que le recordaran momentos familiares del pasado.

Pero lo que más le preocupaba era el desencuentro que últimamente había entre Teresa, su mujer, y él. Durante la jornada deseaba que llegara, pero luego, su presencia se hacía difícil, discrepaban sobre cualquier tema y la tensión entre ambos era insoportable. Pensaba que ella había cambiado, era más independiente y según su criterio, excesivamente tolerante con ciertos temas. Por el contrario, era mucho más crítica respecto a él.  Intentaba acercarse a ella, pero toda aproximación terminaba en reproches. No sabía que estaba pasando pero se estaban convirtiendo en dos desconocidos.

Teresa

Hacía tiempo que temía ese momento, pero era inevitable que llegara la jubilación de su marido. Hacía treinta y cinco años que Teresa y Gerardo se habían casado y se conocían demasiado bien.

Aunque eran muy jóvenes cuando se  conocieron, él ya trabajaba. Probablemente, su madurez fue lo que más le atrajo. Provenía de una familia de pocos recursos y quería progresar y conseguir cierta estabilidad, esto le dio tranquilidad a ella y al ser un joven tan responsable, en seguida se comprometieron.

Desde el principio Gerardo se implicó en la empresa, estudió y aprovechó cuantas oportunidades se le presentaron para promocionar, pero los retos nunca se acababan y cada vez estaba más inmerso en su trabajo. Se sentía importante, estaba orgulloso de los logros conseguidos y el respeto que generaba en la compañía. Así fue inevitable que le dedicara jornadas interminables que, sin darse cuenta, lo desligaban de todo lo demás.

Con el paso del tiempo y en parte por huir de la soledad, Teresa empezó a trabajar. Luego nacieron los hijos, y esto tampoco cambió  la situación, ya que Gerardo seguía  sin horarios. Esperaba que con la llegada de los niños, él pasara más tiempo en casa, pero nada cambió, aducía que su trabajo requería más dedicación y que su sueldo, mayor que el de ella, mantenía la economía familiar. El marido no entendía de visitas al pediatra o de llevar a los niños a clases extraescolares.

Muchas veces se irritó por los continuos retrasos del marido, pero tras el último enfado serio,  llegó a la conclusión de que él no iba a cambiar y lo quería, por encima de todo. Si deseaba mantener su familia, tenía que aceptarlo como era. Lo único que podía hacer, respecto a Gerardo, era dejar de esperar.  Poco a poco aceptó la situación,  el tiempo fue pasando, los hijos crecieron y abandonaron el hogar, y nuevamente  el vacío la amenazaba, pero los amigos, siempre incondicionales, y sus aficiones, completaron su vida.  Después llegaron los nietos y con ellos la ternura.

Ahora, Gerardo estaba continuamente en casa. Los primeros meses estaba ocupado y de buen humor. Cuando ella regresaba del trabajo, le mostraba orgulloso las pequeñas reparaciones que había realizado. Luego, empezó a interesarse por alguna actividad, pero pronto perdía interés y abandonaba.  Paulatinamente fue notándolo más irritable, aunque lo disculpaba pensando, lo difícil que era para él esta situación y que lo estaba pasando mal. Notaba que estaba más susceptible y tenía que cuidar los comentarios que hacía, porque Gerardo se molestaba fácilmente.  Hasta que empezó a cuestionar lo que ella hacía, o se impacientaba si se retrasaba. También comenzó a opinar sobre sus amistades, o se disgustaba por lo que consideraba desapego de los hijos. La tensión crecía entre ellos y la duda asaltaba a Teresa. Se querían, de eso estaba segura, no imaginaba vivir sin él, pero la relación se estaba volviendo muy difícil. Por un lado lo entendía y quería ayudarlo, sin embargo, sus comentarios la irritaban, y no podía evitar los reproches. No toleraba que opinara sobre ella. La comunicación fue enrareciéndose,  y había llegado el momento de plantearse  qué era lo que los unía y si merecía la pena seguir intentándolo.

El nieto

Esa mañana, su hija Sofía llamó angustiada al padre. Tomás, su hijo de cinco años, tenía varicela y no podía ir al colegio. Le rogó que se quedara con el niño, ya que el marido estaba de viaje y ella tenía una reunión de trabajo ineludible, le explicó.

El abuelo consciente del apuro en que se encontraba su hija, no dudó en acudir en su ayuda. Por fortuna, la fiebre del pequeño remitió rápidamente, pero tuvo que permanecer sin salir, varios días. Para sorpresa de Sofía, su padre estaba encantado con el nieto. Después, cuando volvía a casa, no dejaba de hablar del niño, de lo listo que era, de sus ocurrencias y travesuras, hablaba con tanta ternura que sorprendía a Teresa. También hablaba con admiración de  Sofía y de cuánto se parecía a ella.

Gerardo se sintió útil nuevamente, el contacto con el niño fue limando la tensión que sentía y el mal humor desapareció.  Progresivamente se sentía más a gusto con su mujer y ella notaba que estaba más atento. Un día apareció en casa con un cachorro. Había recordado que hacía años, Teresa le había propuesto adoptar uno, pero él se negó.  Ahora en cambio, tenía todo el tiempo para cuidarlo y así  los nietos vendrían encantados a casa de los abuelos. 

El taumaturgo

Autor: Antonio Pérez

Allí fue dónde lo conocí, en esa calle estrecha, larga y oscura, rodeada de altos edificios y llena de basureros, destinada a ser la calle de atrás, la calle secundaria, la oscura, la olvidada.

Lo encontré tirado, recostado de lado y engurruñido de frío, con la espalda pegando a la pared entre dos contenedores y únicamente cubierto por un cartón debajo de él separándole del suelo y dos encima de él intentando envolverlo de mala manera.

Moreno canoso, de barbas pronunciadas de no haberse afeitado de hace bastante tiempo, de tez blancuzca disimulada por enorme roña y suciedad. Sus ojos claros grises se entreabrieron de repente al oírme llegar. Vestido con unos pantalones de pana viejos, color ocre, y desgastados y manchados por doquier, casi sujetados únicamente por una vieja correa que impedía que se le cayeran en cualquier momento debido a su enorme delgadez famélica, entreviendo sus costillas por una camisa de cuadros gris y negra y una chaqueta esmoquin azul oscuro.

Me paré y como hipnotizado me quedé absorto mirándolo, con lo que al sentirse observado se levantó y de igual manera se quedó observándome. Consiguió entre tiritones balbucear algunas palabras entre dientes.

¿Quién es Usted?
Un amigo. Vengo a buscarlo, su vida va a cambiar.

Jacob Carrington vivía en Harrisburg. Era miembro de un grupo religioso protestante, de la comunidad llamada “Love of brothers”... Separado de su mujer Kate Meyer con dos hijos de 5 y 8 años. Desgraciadamente todos muertos en un accidente de coche.

Jacob trabaja en un gran almacén de herramientas de ferretería y construcción por las mañanas, y por las tardes se dedicaba enteramente en tareas a la comunidad religiosa donde ostentaba muy buena reputación. Era muy solidario y siempre estaba ayudando a los demás miembros. Desde que su familia falleció no es el mismo, ha dejado de acudir a las reuniones, los domingos ha dejado de ir a la iglesia, y el pastor tiene que ir a su casa para saber de él, así como muchos de la comunidad, aunque se aísla sin abrir la puerta muchas veces.

Jacob deja de ir a trabajar debido a la depresión en la que se ve inmerso y pierde su trabajo, propiciando que el banco debido al impago de la hipoteca lo desahucie. Vaga día tras día obligado a ir a comedores sociales, y viviendo de limosnas.

Las noches otoñales empezaban a ser largas y frías y cada noche buscaba rincones dónde poder pasar la noche. Hasta que un día decidió meterse en el callejón dónde todos los vagabundos y sin techo evitan, por un rumor que si duermes allí desapareces.

Esa noche fue cuando lo encontré, allí agazapado en esa calle oscura, solitaria y fría.

- Jacob, no corra, no vengo a hacerle daño.

Asustado, echó a andar hacia atrás topándose con el muro del final de la calle e intentando agarrar una vieja escalera de incendios del edificio colindante.
El hombre corriendo hacia él lo sujetó y se lo llevó de allí.

Tiempo después la comunidad de “Love of Brothers” descubrió una grata sorpresa al percatarse que seguía vivo y con buen estado, recuperado, un viejo desaparecido compañero suyo, el cuál volvió a esta comunidad trayendo la esperanza, la caridad que tanto habían promulgado con un gran proyecto, dinero para invertir, y felicidad, sacos de felicidad.

Pronto la comunidad empezó hacer muchas obras sociales, creció en miembros desmesuradamente llegando a duplicarlos por el éxito de su caridad y compromiso social, e incluso el alcalde les condecoró con la medalla al mérito de la paz y la caridad.

Su obra más importante fue la construcción de un refugio social. “Love of brothers” construyó una casa refugio para 40 vagabundos dónde se le darían cobijo de noche y cena, incluso aseo personal. Un miembro donó todo el dinero que se pudiera necesitar para ello, e incluso se comprometió a dirigir el albergue y mantenerlo a costa personal si fuera necesario. Y así el día del estreno, el albergue fue bautizado como “Love of Jacob Carrington”.

Así fue como Jacob se convirtió en una persona famosa y reconocida en toda la ciudad y todo se lo debe a ese encuentro, del que nunca nada quiso contar, pero que fue tan importante.

Las especulaciones vuelan, ya que unos dicen que pudo ser Dios disfrazado, otros un profeta del señor, una lotería tocada, e incluso una herencia... Lo que é siempre contestó es:

Muchas veces lo que no se halla cuando se busca, sale al encuentro cuando no se busca.”

El encuentro

Autora: Pilar Sanjuán

Amanecía. Cristina se estiró con pereza sobre la cama y alargó el brazo hacia el sitio que ocupaba su marido. Estaba vacío. Abrió los ojos con sobresalto pero pronto recordó que esa noche no había dormido en casa. Últimamente faltaba de vez en cuando porque, al parecer, su agenda de trabajo estaba a tope. Lo echaba de menos. Lo quería tanto que al casarse, hacía ya cinco años, había renunciado a un trabajo que le gustaba mucho, por estar más tiempo con él. No se arrepentía. Él le demostró con creces que había merecido la pena su decisión. No querían tener hijos aún, para dedicarse plenamente a gozar de una proximidad que nunca se saciaba.
Cristina se acordó de su hermana Carmen, cuya vida era tan distinta. Acababa de separarse y estaba en horas bajas. ¿Por qué la vida las había tratado de forma tan distinta? Carmen era una persona valiosísima, que había tenido la mala fortuna de dar con un maltratador. ¿Qué méritos tenía ella -Cristina- para merecer un hombre como Vicente, que la colmaba de dicha?
 Se asomó a la terraza; desde la 7ª planta el recinto de la piscina aparecía allá abajo, aún en sombras. El agua transparente y el césped bien cuidado eran tentadores. Estaban a finales de la primavera, pero el calor veraniego se había adelantado y la temporada de baños había comenzado hacía dos semanas.
 Las mañanas eran muy tranquilas porque los niños aún tenían clase, y en la piscina sólo se oían los pájaros que piaban como locos. Pensó que sería agradable darse un chapuzón antes de desayunar.
Cuando bajó, aún no había nadie, así que pudo elegir el rincón que más le gustaba: bajo el sauce llorón, que estaba apartado y cuyas ramas llegaban casi hasta el suelo, ofreciendo un refugio que la ocultaba de miradas curiosas; allí tenía la costumbre de leer tranquila gran parte de la mañana. Esta vez salió pronto del agua, porque a esas horas aún estaba fría. Se sentó en la toalla y contempló el cuidado jardín. Había una planta, en un lado de la piscina, que la fascinaba: era una planta de tallos larguísimos y esbeltos con unas flores azuladas que sobresalían entre sus hojas, muy verdes y muy largas también. Desprendía elegancia aquella planta.
La urbanización era como todas: predominaban los matrimonios jóvenes y los niños gritones que los fines de semana jugaban con el balón en zonas prohibidas, molestando a la gente; sus padres, demasiado permisivos, hacían la vista gorda cuando alguien protestaba. Los jovencitos y jovencitas se reunían en círculos, tendidos en el césped, coqueteando a más y mejor. Los matrimonios jóvenes y de mediana edad se sentaban agrupados, las mujeres a un lado y los hombres a otro; el grupo de los hombres era mucho más ruidoso; sus conversaciones subían de tono cuando el tema elegido era el fútbol (cosa que ocurría casi siempre).
Cristina conocía de vista a todos los vecinos. En aquella urbanización -como en todas- había una señora cotilla que se enteraba de las novedades y las aireaba a más y mejor; se llamaba Remedios.
Dese hacía algo más de dos meses llegaron dos matrimonios nuevos que no tenían relación entre sí; uno estaba formado por una joven alta y atractiva y un hombre mucho mayor que ella, con aire adusto y poco amigable. El otro matrimonio era mayor; parecían jubilados. Remedios, sin preguntárselo, ya le había dicho que la joven atractiva se llamaba Verónica, el nombre del marido no lo sabía porque siempre estaba fuera, y los jubilados eran Andrés y Josefina. Este matrimonio le caía muy bien a Cristina.
 Mientras pensaba en todas esas cosas, otras personas aparecieron en la piscina: era precisamente el matrimonio mayor. ¿Por qué le agradaban tanto esas personas? Seguramente porque desprendían ternura. Ahora que estaban solos, se comportaban como cuando había gente (a Cristina no la vieron casi, oculta como estaba por las ramas del sauce). El marido le llevaba la hamaca, se la colocaba en el lugar que ella le indicaba, luego le extendía la toalla, le acercaba revistas y una botella de agua, y todo lo hacía con tal amabilidad que a Cristina se le humedecieron los ojos. Recordó a su padre tan áspero, tan seco, tan falto de afectividad. A sus hijos jamás les dio un beso y nunca tuvo un gesto cariñoso para su mujer. ¿Cómo había podido soportar su madre -pensaba Cristina- tantos años al lado de una persona tan árida? Cuando ella y Vicente  fueran viejos serían una pareja como Andrés y Josefina; en éstos se notaba -vivo aún- el rescoldo del fuego que sentirían de jóvenes. Esto era hermoso
A Cristina le recordó su estómago que estaba vacío. Recogió su toalla y se dirigió a la salida; al pasar junto al matrimonio los saludó y ellos la miraron llenos de sorpresa, sonriéndole amistosamente.
Como la sesión de piscina le había sabido a poco, pensó en bajar por la tarde con Vicente. Le gustaba la admiración que su marido despertaba entre las jovencitas; observaba cómo se daban codazos cuando él, con sus andares elásticos y su cuerpo de atleta, se acercaba a la piscina y se lanzaba al agua como los nadadores profesionales. Todo esto lo hacía además con naturalidad, sin notar la expectación que despertaba. Si Cristina hubiera visto en él un ápice de vanidad, le hubiera decepcionado. Ella sentía horror por el exhibicionismo; era bonita, pero le gustaba pasar desapercibida. Justo lo contrario de algunas chicas de la urbanización, sobre todo la joven nueva y atractiva, que bajaba siempre cuando la piscina estaba a tope, se contoneaba hasta encontrar un sitio libre y tendiendo su toalla con movimientos estudiados de modelo de revista, se tendía extendiendo sus largas piernas de forma por demás llamativa. Era la única que nunca miraba a Vicente, seguramente porque quería ser ella el centro de atracción. Cuando llegaba, se hacía un silencio demasiado ostensible. Los hombres la miraban de reojo para no despertar la ira de sus esposas, en cuyos rostros aparecían mohines de desagrado.
Cuando llegó su marido, casi a la hora de comer, le propuso que lo hicieran fuera; le habían hablado de un mesón en la Vega que merecía la pena y allí comieron bajo un emparrado con Sierra Nevada al fondo. Esos detalles de Vicente los valoraba mucho; se esforzaba siempre en complacerla.
Era miércoles, y él le anunció que el viernes se tenía que ir a Córdoba en viaje de negocios; había un asunto importante que le ocuparía todo el fin de semana.
El viernes por la mañana Cristina amaneció resfriada, y con un poco de fiebre. Él no quiso que se levantara y le preparó la comida antes de irse, rogándole que se quedara tranquila en cama todo el fin de semana. La llamaría desde el hotel.
Con remedios caseros, Cristina se levantó como nueva el sábado y pensó lo maravilloso que sería ir a Córdoba y darle una sorpresa a su marido; total, en poco más de dos horas estaría allí.

 Dicho y hecho; como sabía en qué hotel solía hospedarse, y además le había dicho que el cliente iba a ir allí a despachar con él todo el sábado, se dirigió al hotel y preguntó al recepcionista -que la conocía de otras veces- cuál era la habitación de su marido. El recepcionista la miró con expresión desconcertada, le dio el número de habitación y ella, con el corazón latiéndole de emoción, se dirigió al ascensor; la puerta del ascensor se abrió en ese momento y la cara de Cristina ofreció todo un panorama de expresiones: sorpresa, incredulidad, dolor, decepción, espanto; fue retrocediendo hasta quedar apoyada en un sillón. En la puerta del ascensor aparecieron Vicente y Verónica cogidos de la cintura y mirándose a los ojos tan ensimismados que ni notaron la presencia de Cristina. El recepcionista, que había asistido a toda la escena, corrió hacia ella y la sujetó justo cuando caía desmayada.

Padre e hijo

Autor: Antonio Cobos

Habían transcurrido ocho años desde que Miles, aquel personaje de Sunset Park de Paul Auster, había decidido abandonar la casa de sus padres y huir de sí mismo. Un padre excesivamente comprensivo y respetuoso, y una madre adoptiva inusualmente cariñosa y motivadora, no se merecían que su conducta taciturna y su actitud de silencio rompieran la apacible y equilibrada relación que existía entre ellos, provocando discusiones tempestuosas entre dos personas que se complementaban de maravilla y que comenzaban a alcanzar la cima de sus vidas profesionales.

Pero, al marcharse sin ningún tipo de explicación, no pudo actuar de otra manera. Ya no podía soportarlo más. A nadie había confesado la implicación que tuvo en la muerte de su hermano. Todo quedó en un fatal accidente, en un atropello cruel e inevitable, en una curva sin visibilidad y un joven puesto de pie, en medio de la carretera, medio desorientado. Era un peso demasiado grande para lo que era aún un proyecto de adulto. Y además, sin ser consciente de ello en el momento de desaparecer, quiso castigar a su media familia. Su propia y repentina pérdida compensaría en las carnes de su padre, la brusca desaparición del hijo de su madre adoptiva.

Las incontrolables circunstancias de la vida le llevaron de nuevo a Nueva York, la ciudad de su infancia y adolescencia, la población en la que sus padres residían aún y en la que ambos habían alcanzado cierta popularidad y prestigio. Eran personajes conocidos en los ámbitos culturales.

Ajeno a la traición de su único eslabón con su antiguo mundo, creía que había vuelto a la gran ciudad de forma anónima, como un elemento más de una inmensa infección de seres humanos que colonizaban de una forma masiva un determinado lugar en la costa este del país. Pero sus padres estaban al tanto de su vuelta. Es más, sabían su dirección.

Hablándole a ese amigo de Miles, el padre de nuestro personaje dijo que su hijo era el que se había marchado, y que era su hijo el que tenía que volver. Pero esas palabras no eran un reflejo de la conducta de un padre orgulloso, que no quiere mostrar debilidad ante su hijo descarriado. Era una actitud de respeto, de aceptación de su libertad.

Muchos padres se encastillan en un dolido orgullo del que no quieren salir y exigen la sumisión del hijo pecador. Otros se apresuran a abrazar a sus descendientes sin ponerles condiciones y dispuestos siempre a perdonar. Pero, ¡qué dignidad la del padre de nuestro joven!, ¡qué paciencia!, cuando sé con seguridad, que está deseando abrazarle y que ni siquiera le preguntará por qué se fue. Él lo explicará, si es que así lo desea.

A media lectura de la novela, no sé aún como resuelve Paul Auster el encuentro, o más bien diría el reencuentro entre padre e hijo, pero estoy seguro de que se producirá y pienso que una posible manera de relatarlo podría ser más a menos así.

 ‘Transcurridos unos días desde su llegada y familiarizado con los alrededores de su nuevo domicilio, Miles decidió abrirse a su niñez y adolescencia. Recorrió lugares de experiencias atrasadas y revivió disputas y complicidades con su hermano postizo.

Ya no le dolía su ausencia, su desaparición no le aplastaba el pecho como lo hacía cuando decidió marcharse a sufrir su desconsuelo en soledad. Su desconsuelo y también, su culpa. ¿Por qué discutieron?, ¿por qué iba su hermano por la parte interior de la carretera? ¿por qué le empujó?, ¿por qué apareció el coche de repente?, ¿por qué no reaccionó y saltó?, ¿por qué…? Pudo haber sido él, pero fue su hermano el que se sacudía el pantalón cuando apareció el coche en la curva.

Regresado a casa, levantó hasta tres veces el teléfono antes de llamar a la oficina de su padre. Al final, lo hizo. Cuando la chica que contestó a su llamada le preguntó su nombre, le respondió con un normalizado: ‘Dígale que le llama su hijo’.
Unos segundos después, una voz conocida se oyó al otro lado de la línea.

-          Miles, ¿cómo estás?
-          Muy bien. ¿Y tú?¿Y vosotros?
-    Con mucho trabajo, pero estamos bien. Nos marchan bien las cosas. Algo más mayores.

Hubo unos segundos de silencio hasta que el joven encontró las palabras que buscaba.

-       Estoy en la ciudad. Viviré algún tiempo aquí, antes de volver a marcharme. ¿Quieres que nos veamos?
-          Claro que sí. ¿Dónde estás?
-        Estoy en casa, pero preferiría verte en el centro. Puedo estar en una hora al lado de tu  oficina y podemos comer algo juntos.
-    Perfecto, conozco un lugar tranquilo cerca de aquí. Nos podemos encontrar en la confluencia de la 57 con la sexta. Cerca hay una boca de metro.
-          De acuerdo, dentro de una hora estaré allí.
-          ¿Aviso a mamá?
-          ¿Te refieres a Willa?
-          Sí.
-          Prefiero verla más tarde.
-          Está bien, está bien. Nos vemos.
-          Nos vemos.

Una hora más tarde, nuestro personaje salió del metro y se dirigió hacia la esquina de la sexta con la 57. Se había quedado con ganas de decirle un ‘te quiero’ a su padre y le faltaba tiempo para transmitírselo en persona. Al llegar, lo vio en la esquina, esperándole, mirando hacia abajo de la sexta avenida. Cuando el padre vio a su hijo, comenzó a andar hacia él. Nuestro joven apretó el paso y su padre también lo hizo. Cuando ya estaban cerca el hijo corrió y se fundieron en un abrazo.

-          ¡Te quiero papá!
-          ¡Y yo a ti, hijo!

Tras unos segundos de un afectuoso abrazo, se miraron y se volvieron a abrazar. Los transeúntes pasaban indiferentes por su lado y una mujer de rasgos latinos se paró, y se puso a mirar a aquellos dos hombres que se abrazaban y se balanceaban en plena calle.

Dos horas más tarde, tras comer juntos y contarse sus miserias personales, padre e hijo caminaban hacia Central Park. Ambos sonreían y parecían dos personas felices. Uno de ellos, parecía haber recuperado un tesoro perdido y eso le había hecho rejuvenecer ocho años al menos. El otro había dejado en el restaurante una pesada carga de millares de kilos y parecía más alto y más ligero. También parecía haberse hecho más joven”. 

Encuentros

Autora: Amalia Conde

Hacía ya tiempo que no caminaba por mi Granada: Las prisas, los fríos… pero no hace mucho que de nuevo paseé por la Avenida de la Constitución y redescubrí a algunos de los personajes que han dado fama, gloria, orgullo y llevado el nombre de Granada por todos los rincones del mundo.

No podía seguir andando sin mirar más de cien veces a cada una de esas personas tan importantes, que inmortalizados en estatuas a la vista de todo el mundo, me estaban esperando.

Para mi fue más que un encuentro, la cita no estaba prevista, no había quedado con ninguno a ninguna hora…, pero allí están ellos, ahí estaba yo.

¡Ay Federico!

Federico García Lorca, tú me encontraste antes de que yo te descubriera.

Y de nuevo me vinieron al pensamiento sus poesías, sus canciones, sus obras de teatro y sobre todo, hablar de su vida sin recordar su muerte:

     “Pero que todos sepan que no he muerto; Que hay un establo de oro en mis labios; Que soy el pequeño amigo del viento oeste; Que soy la sombra inmensa de mis lágrimas”.

Y de su vera marché para ir a sentarme, de nuevo, a la silla que tiene preparada para el encuentro María la Canastera, la mujer que se encargó de enseñar a cantar y bailar a todo el Sacromonte.

María la Canastera fue desde muy joven una gran artista. Actriz en la película María de la O, con Carmen Amaya. Cantante y bailaora reclamada por Angelillo y Pepe Marchena. De sus bailes ante Alfonso XIII no me dijo “na”. Si, que nació, vivió y murió en Granada y que su nombre era María Cortés Heredia, y así, despacito y como sin querer, teniendo de fondo los ecos de la Zambra, al oído le entoné su copla, esa que siempre andaba cantando y que decía:

       "Yo no quiero que me digas que me quieres más que a nadie teniendo a tu mare viva".

Diviso a Manuel Benítez Carrasco, ahí está, de pie, posando con hidalguía y dispuesto a recitar con pasión sus versos; poemas a Granada, la luz, el viento, la guitarra, el agua, el amor, el zapateado y al amanecer.

Me lo encuentro en esta avenida, en lo que ahora dicen es el Bulevar, entonces me giro y miro al fondo hasta señalar al Albaicín; ahí nació, ahí se forjó como rapsoda, de ahí marchó hacia Madrid y más tarde a Hispanoamérica, ahí volvió y ahí sigue, sus cenizas están derramadas por un cerro del Albaicín.

Y vuelvo a buscar con la mirada hasta encontrar en el aíre los dejes de algunos cantes forjados en voces de gargantas con alma:

           "Contra mis cinco sentíos,
             tus cinco toritos negros"..
    "Mira si soy desprendío que ayer, al pasar el puente, tiré tu cariño al río"...
    "Todo es cuestión de hidalguía: tú me lo negaste todo yo te di cuanto tenía"…