― ¡Miedica, miedica… eres un miedica! ¡Eres un cobarde! ―.
Estas palabras retumban en la cabeza de David una y otra vez antes de perder el
conocimiento.
Minutos antes estaba junto a un grupo de amigos en la puerta
del cementerio a altas horas de la noche. La oscuridad es total; el cielo, cubierto
de una espesa capa de nubes, impide cualquier resquicio a la luz de la luna.
Solo, de vez en cuando, un relámpago deja entrever el camino acotado de altos cipreses
que lleva al camposanto y, al otro lado del portón, las primeras tumbas se
adivinan adornadas mayormente de cruces. Todos son muy jóvenes, y las primeras
señales de la adolescencia se hacen visibles en sus caras en forma de granos y
en cuerpos desgarbados. Parecen muy
valientes y decididos a traspasar la pesada puerta de hierro, excepto David que
permanece silencioso y relegado a un segundo plano. Nadie le hace caso, hasta que el cabecilla
del grupo se fija en él burlándose de la expresión de miedo de su rostro. Al
momento, todos los demás se unirán a la chanza. David, que siempre ha sido un
niño resuelto y audaz, comienza a sentirse incómodo y se ruboriza. No tolera que
sus amigos se rían de él, es demasiado orgulloso y, sin pensárselo demasiado, escala
con movimientos ágiles la enorme puerta. Una vez que ha conseguido pasar al otro lado, dirige
la linterna a las caras de asombro de sus compañeros, instándoles a que lo esperen al otro lado del cementerio
por la parte exterior porque él, en solitario, lo cruzará por dentro. En ese
instante se imagina el revuelo que causará durante los próximos días en el
instituto cuando se propaguen los
comentarios de toda su valentía, convirtiéndose en un héroe.
Camina lentamente porque la linterna solo cubre un pequeño espacio
del suelo y no ve demasiado bien por dónde anda. Se pregunta cómo alcanzará el lado contrario con tan poca visibilidad. Para
colmo, unas cuantas gotas de agua se convierten de pronto en un intenso
aguacero. Bajo la lluvia, David pierde la noción espacial y camina entre las
tumbas dando bandazos. Cuando se acerca a la parte más antigua del cementerio acaba
escurriéndose y cayendo en un agujero bastante profundo que no puede ser más
que una fosa. Aterriza sobre un ataúd y cuando dirige la linterna, bajo sus pies ve una vieja caja de madera astillada y rota
por el golpe. Descubre horrorizado en el interior un cuerpo momificado cuyo
rostro parece estar sonriéndole. Se le escapa un grito. Rápidamente intenta
escalar las paredes y salir de esa pesadilla, pero la lluvia ha
humedecido tanto la tierra que todo intento por salir se convierte en una tarea
imposible. Comienza a ponerse muy nervioso. En su desesperación el ritmo del
corazón se vuelve más intenso
produciéndole un leve dolor con cada latido; su respiración es irregular y más fuerte,
siente que le falta el oxígeno; los músculos de todo su cuerpo, de repente, se han
agarrotado de manera que apenas puede moverse, solo se agita con sacudidas
cortas, rápidas y cada vez más frecuentes. Mientras se hace consciente de que
ha perdido todo el control de su cuerpo, el pánico se va acrecentando hasta el
punto de perder la conciencia.
A la mañana siguiente, muy temprano, cuando el sol aún no ha
salido por el horizonte, dos operarios del ayuntamiento abren el pesado portón
del cementerio y se disponen a realizar sus labores. Han decidido comenzar tapando
la fosa que el día anterior abrieron por equivocación. Cogen las palas y sin distinguir lo que hay en el interior
debido a la poca luz de esa hora, van rellenando con tierra el agujero sin
percatarse que un cuerpo, aún con vida,
comienza a revolverse.
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