miércoles, 30 de septiembre de 2015

La diva

Autora: Elena Casanova

Llegó muy temprano, casi al amanecer, unas horas antes de lo previsto.  Cuando entró en recepción, detrás del mostrador se encontraba  Diego, el dueño y la única persona que conocía la hora exacta de su llegada. Con la cabeza cubierta por un pañuelo que le tapaba la mitad de la cara, le dio un rápido apretón de manos y subió a su habitación aceleradamente. Por la mañana, Diego, no nos podía contar nada más porque había firmado un contrato de confidencialidad que le prohibía difundir cualquiera de las  rutinas durante su estancia en el hotel.

A las siete en punto bajó a recepción  una señora de mediana edad, el pelo recogido en un moño bajo, un discreto vestido negro por debajo de la rodilla con unos zapatos del mismo color y tacón bajo. Con semblante  sereno y muy serio preguntó por el dueño del hotel y, una vez que estuvo delante, le soltó una lista de todos los cambios que había que hacer en la 315. Después de leer el contenido, Diego me llamó a su despacho para  comunicarme que a partir de ese momento yo sería la encargada de satisfacer todas las necesidades de la diva, nombre que utilizaríamos a partir de ese momento para referirnos a la famosísima actriz de origen belga que visitaba nuestro país, en concreto la provincia de Jaén, para  grabar un anuncio de aceite.  Había decidido hospedarse en un pequeño y apartado hotel de la sierra de Cazorla, donde  trabajé durante el verano del 95. No me lo podía creer, jamás hubiese imaginado estar tan cerca de una de mis actrices favoritas cuyas películas me las sabía de memoria.

Cuando subí a su habitación creí que la encontraría todavía allí pero no había rastro de ella. Solo vi a la mujer de negro que estuvo casi todo el día pegada a mis espaldas sin parar de dar órdenes y corregir continuamente la manera en que debía hacer mi trabajo. A partir de ese momento, y durante la semana que la diva permaneció en el hotel, las horas se volvieron tensas e infinitas.

Comencé por cambiar las toallas y sábanas. Todas tenían que ser del mismo color y colocadas de una manera muy específica. No podía haber menos de un par de toallas en el baño colocadas encima del lavabo con tres dobleces. Hacer la cama suponía una verdadera tortura.  La señora de negro, supervisando cada uno de mis movimientos, no toleraba que hubiera ni una mínima arruga en toda la superficie, con lo que en más de una ocasión tuve que bajar a la lavandería para que mis compañeros volvieran a planchar la ropa de la cama. La iluminación fue sustituida por bombillas halógenas y tuve que colocar tres lamparitas auxiliares más por toda la habitación. Otra de mis obligaciones consistía en poner flores frescas en un par de jarrones  todos los días y cada uno de ellos debía de contener doce rosas amarillas con los tallos cortados a la misma altura. Tampoco podía faltar media docena de botellas de seiscientos mililitros de agua mineral, varios paquetes de chicles de diversos sabores y caramelos sin azúcar. Limpiaba la habitación  de forma minuciosa dos veces al día, incluso me llegué a acostumbrar a la señora de negro detrás de mí y contando  las veces que pasaba la aspiradora por cada uno de los rincones, mirándola  de reojo cuando repasaba con el dedo la superficie de los muebles.

Pero mi jornada no tenía horarios fijos, en cualquier momento del día o de la noche tenía que estar disponible para cualquier eventualidad. Antes de acostarse, la diva  solía pedir un vaso de agua caliente a 25 grados exactos y no hubo noche en la que no se le antojara cualquier cosa: desde un sándwich hasta unas velas con olor  a vainilla. Cuando subía a su habitación intentaba colarme y echar un vistazo porque mi deseo era conocer a la  persona que me estaba dando tanto trabajo y a la  actriz que  había admirado toda mi vida.  Sin embargo, detrás de la puerta, siempre aparecía la mujer de negro que me impedía acceder a la habitación cuando la diva se hallaba en ella.


El día que se marchó, lo hizo tan temprano que nadie en el hotel tuvimos la oportunidad de verla. A pesar del trabajo y la ansiedad que me había producido su estancia en el hotel, sentí un poco de nostalgia con su marcha. Cuando entré en la habitación 315  encontré una nota escrita en un español torpe e incorrecto: “Yo doy a ti las grazias todo tu attenzion y generoso. I owe you.”

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