Llegó muy temprano, casi al
amanecer, unas horas antes de lo previsto. Cuando entró en recepción, detrás del
mostrador se encontraba Diego, el dueño
y la única persona que conocía la hora exacta de su llegada. Con la cabeza
cubierta por un pañuelo que le tapaba la mitad de la cara, le dio un rápido apretón
de manos y subió a su habitación aceleradamente. Por la mañana, Diego, no nos
podía contar nada más porque había firmado un contrato de confidencialidad que
le prohibía difundir cualquiera de las rutinas
durante su estancia en el hotel.
A las siete en punto bajó a recepción una señora de mediana edad, el pelo recogido
en un moño bajo, un discreto vestido negro por debajo de la rodilla con unos
zapatos del mismo color y tacón bajo. Con semblante sereno y muy serio preguntó por el dueño del
hotel y, una vez que estuvo delante, le soltó una lista de todos los cambios
que había que hacer en la 315. Después de leer el contenido, Diego me llamó a
su despacho para comunicarme que a
partir de ese momento yo sería la encargada de satisfacer todas las necesidades
de la diva, nombre que utilizaríamos a partir de ese momento para referirnos a
la famosísima actriz de origen belga que visitaba nuestro país, en concreto la
provincia de Jaén, para grabar un anuncio
de aceite. Había decidido hospedarse en un
pequeño y apartado hotel de la sierra de Cazorla, donde trabajé durante el verano del 95. No me lo
podía creer, jamás hubiese imaginado estar tan cerca de una de mis actrices
favoritas cuyas películas me las sabía de memoria.
Cuando subí a su habitación creí
que la encontraría todavía allí pero no había rastro de ella. Solo vi a la
mujer de negro que estuvo casi todo el día pegada a mis espaldas sin parar de dar órdenes y corregir continuamente la manera en que debía hacer mi trabajo. A
partir de ese momento, y durante la semana que la diva permaneció en el hotel,
las horas se volvieron tensas e infinitas.
Comencé por cambiar las toallas y
sábanas. Todas tenían que ser del mismo color y colocadas de una manera muy
específica. No podía haber menos de un par de toallas en el baño colocadas
encima del lavabo con tres dobleces. Hacer la cama suponía una verdadera
tortura. La señora de negro,
supervisando cada uno de mis movimientos, no toleraba que hubiera ni una mínima
arruga en toda la superficie, con lo que en más de una ocasión tuve que bajar a
la lavandería para que mis compañeros volvieran a planchar la ropa de la cama. La
iluminación fue sustituida por bombillas halógenas y tuve que colocar tres
lamparitas auxiliares más por toda la habitación. Otra de mis obligaciones
consistía en poner flores frescas en un par de jarrones todos los días y cada uno de ellos debía de
contener doce rosas amarillas con los tallos cortados a la misma altura.
Tampoco podía faltar media docena de botellas de seiscientos mililitros de agua
mineral, varios paquetes de chicles de diversos sabores y caramelos sin azúcar.
Limpiaba la habitación de forma
minuciosa dos veces al día, incluso me llegué a acostumbrar a la señora de
negro detrás de mí y contando las veces
que pasaba la aspiradora por cada uno de los rincones, mirándola de reojo cuando repasaba con el dedo la
superficie de los muebles.
Pero mi jornada no tenía horarios
fijos, en cualquier momento del día o de la noche tenía que estar disponible
para cualquier eventualidad. Antes de acostarse, la diva solía pedir un vaso de agua caliente a 25
grados exactos y no hubo noche en la que no se le antojara cualquier cosa: desde
un sándwich hasta unas velas con olor a vainilla.
Cuando subía a su habitación intentaba colarme y echar un vistazo porque mi
deseo era conocer a la persona que me
estaba dando tanto trabajo y a la actriz
que había admirado toda mi vida. Sin embargo, detrás de la puerta, siempre
aparecía la mujer de negro que me impedía acceder a la habitación cuando la
diva se hallaba en ella.
El día que se marchó, lo hizo tan
temprano que nadie en el hotel tuvimos la oportunidad de verla. A pesar del
trabajo y la ansiedad que me había producido su estancia en el hotel, sentí un
poco de nostalgia con su marcha. Cuando entré en la habitación 315 encontré una nota escrita en un español torpe e incorrecto: “Yo doy a ti las grazias todo tu
attenzion y generoso. I owe you.”
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