jueves, 25 de junio de 2015

Recuerdos

Autora: Pilar Sanjuán

   En este momento, casi todo en mi vida se reduce a recuerdos. Soy un cúmulo de recuerdos con una envoltura corporal bastante decrépita, que tiene que ayudarse con un bastón para andar diez minutos seguidos, sentándose luego en todos los bancos que encuentra
   Y claro, vienen a mi memoria los tiempos en los que yo era incansable, con un cuerpo ágil y delgado, con las piernas fuertes y derechas (hoy con artrosis y torcidas en paréntesis), los ojos limpios y transparentes (ahora turbios y legañosos al estilo de los que pintó Fray Juan de la Miseria a Santa Teresa), pero en fin, estos “despojos” son míos, es lo que me queda y les tengo apego, sé que aún se deteriorarán más y he de cuidarlos.
   De jóvenes, hablábamos mucho de futuro: “En el futuro...” “Pensando en el futuro...” Pues bien, yo ya he llegado al futuro y ahora vivo el presente con avaricia, porque no sé cuánto presente me queda. Me aferro también a los recuerdos, porque sin ellos no soy nada.
   Cuando pienso, a mis 85 años, cómo ha transcurrido mi vida, con qué rapidez, con qué sensación de haberla pasado “de puntillas”, sin haber podido gozar - por ejemplo - de la niñez de mis seis hijos, siempre acuciada por los problemas de todas clases, sin haber saboreado apenas algún buen momento por lo efímero, creo que algo ha fallado: no sé si mi incapacidad para pensar y planificar, no sé si la vida misma me aturdía con la sucesión de cosas en avalancha que se me venían encima, el caso es que a veces pienso: ¿Qué he hecho yo que merezca la pena en estos 85 años?
   En fin, intentaré evocar algunos de mis recuerdos sin cansaros. Parte de mi infancia la pasé en mi pueblo riojano en casa de mis abuelos. De esa época recuerdo la escuela y a D. Cipriano el Maestro. No puedo olvidar sus manos blancas y cuidadas; yo estaba acostumbrada a las manos rudas de mi abuelo y mis tíos que eran labradores. D. Cipriano tenía la costumbre, mientras nos dictaba, de pelar una manzana con aquellas manos cuidadísimas; luego se la iba comiendo con parsimonia; lo hacía todos los días, como un ritual. Llegué a creer que todos los Maestros se comían una manzana durante la clase. Un día se lo pregunté a mi padre, que también era Maestro, y me dijo riendo que no conocía esa costumbre.
   Me viene a la mente otro recuerdo de cuando tenía cinco o seis añitos: estaba viendo junto a mi abuelo un libro sobre la Naturaleza y le hice una pregunta casi metafísica de la que me enorgullezco; dado lo limitadita que soy, pienso que toda la materia gris de mi cerebro, se me fue en aquella pregunta; mi abuelo decía que todas aquellas maravillas de la Naturaleza, las había hecho Dios y yo le pregunté: “Y a Dios, ¿quién lo ha hecho?” Mi abuelo se debió quedar estupefacto, porque no me contestó.
   A mis 9 años, mis padres, ambos Maestros de la República, fueron desterrados por el Régimen franquista a Úbeda, sin escuela y sin sueldo. Mi padre estuvo encarcelado y salvó la vida de milagro.
   Aparecimos por Úbeda con la etiqueta de “rojos”, avergonzados por lo que parecía un baldón y en un ambiente hostil. Sin amigos, los hermanos, para sobrevivir, nos unimos todo lo posible; mi madre, con depresión, se pasaba la vida en cama. Mi padre tuvo que ponerse a dar clases particulares que casi no le permitían darnos de comer. Además se pasaba la noche haciendo cola a la puerta del Mercado - siempre el primero - para que lo poco que llegaba, le alcanzara. Aquí quiero decir algo sobre mis padres, que es de justicia: A pesar de las penurias con las que el Régimen nos obligaba a vivir, mis padres jamás nos hablaron mal de nadie, así que crecimos en un ambiente exento de odios, rencores y agravios, cosa que siempre les agradeceremos. Mi padre fue un héroe, llevando sobre sus hombros el peso de aquella situación, sin escuela, con seis hijos, con una esposa totalmente anulada por la depresión, haciendo de padre y de madre, atendiéndonos con el mayor cariño y enseñándonos con su ejemplo a ser íntegros y a cumplir con el deber.
   Tengo otro recuerdo de aquella época que no puedo olvidar: todos los días veíamos una cuerda de presos (entonces aprendí lo que era) que llegaban atados por la cintura con un fuerte ramal y llevando un cubo en cada mano; estaban custodiados por dos soldados armados; se acercaban a la fuente del Mercado, llenaban los cubos y se iban con las cabezas bajas y un aire tan lastimoso, que los niños nos quedábamos sobrecogidos.
   Pasado un tiempo, cuando a mi padre le dieron - por fin - una escuela en Úbeda (mi madre nunca superó la depresión) pudimos estudiar y todos elegimos la enseñanza; lo llevábamos en los genes.
   Con 19 años terminé Magisterio y mi padre - ante mi impaciencia por tener una escuela - me solicitó una en la aldeíta de Miller, en plena Sierra de Segura. Como no había carretera, íbamos a Orcera en autobús y desde allí, al salir el sol, me recogía un hombre con una mula y durante 9 horas atravesábamos la Sierra; yo era muy andarina y me gustaba más caminar que ir montada; aquella sucesión de pinares que nunca se acababan, me fascinaba; era como estar en Suiza. La única nota desagradable la ponía algún culebrón que se atravesaba por el camino y que hacía espantarse a la mula.
   De aquel pueblecito tengo recuerdos gratísimos: entrábamos a las 10, yo guiada por el reloj de mis caseros; el de la Iglesia no funcionaba y yo no tenía, así que, entusiasmadas las niñas y yo en la escuela, llegaban las 3 de la tarde, hora de entrar y aún no habíamos salido. Esto me ocurrió varias veces y se solucionó yendo las madres a la 1 a recoger a las niñas para que comieran.
   En primavera me iba sola por las tardes a triscar por aquellos montes buscando flores que eran preciosas. Un día tuve un encuentro muy curioso: al bajar al camino con mi gran ramo me encontré con un señor muy trajeado que me miraba con verdadero asombro; debió confundirme con una pastorcilla del Marqués de Santillana. Me dijo que era viajante y al decirle yo que era la Maestra del pueblo, se quedo aún más perplejo: con mi aspecto aniñado, no daba la imagen de Maestra seria y responsable.
   En esa aldeíta, recibimos la visita del Obispo de Jaén, nada menos vino a la Coronación de la Virgen. Era el año 1950 y a la Iglesia, no sé por qué, le entró la fiebre de las Coronaciones (yo me digo, ¿qué necesidad tenían las Vírgenes de ser coronadas?) Después de la Ceremonia, hubo una gran chuletada, y a juzgar por la cara de satisfacción del Sr Obispo, saboreando aquel manjar, se notaba que se lo estaba pasando mejor que en la Ceremonia.
   Al año siguiente, tuve que ir a Jaén a hacer el Cursillo de Sección Femenina, que según Pilar Primo de Rivera, nos preparaba para ser buenas Maestras, buenas amas de casa, buenas esposas y buenas patriotas (nada menos).
   El Cursillo consistía, entre otras lindezas, en cortar y coser calzoncillos y camisas de caballero, ropas de bebé (la “canastilla”), hacer horribles ejercicios de Gimnasia de manera - eso sí - muy recatada, con unas faldas largas de rizo y unos pantalones, los puchos, debajo, recogidos bajo las rodillas, aprender los 26 Puntos de Falange de memoria, sin entender nada (nadie nos los explicaba) ¿Qué utilidad podía tener este aprendizaje, aplicado por ejemplo a cómo curar el chichón de un niño o cómo cocinar un puchero de garbanzos? Yo recuerdo que después de muchas horas de estudio, me los aprendí como una cotorra, los recité sin saber lo que decía y me dieron un 10 y las Obras Completas de José Antonio (jamás les hinqué el diente).
   También recibíamos consignas de aquellas devotas del Fundador; recuerdo una que decía: “La mujer debe ser el descanso del guerrero”. Esto rezumaba machismo, pero, ¿qué íbamos a saber entonces de machismo? Nuestra ingenuidad y nuestras mentes soñadoras hacían que nos ilusionara esa meta: “ser el descanso del guerrero”.
   Pasados unos años, y ya casadas, muchas pudimos darnos cuenta de lo que daban de sí los “guerreros”: seres egoístas y déspotas que te esclavizaban porque era lo que se esperaba de ellos.

   Acabo ya para no hacerme pesada. Me quedan miles de recuerdos pero no quiero indigestaros. Los dejamos para otra ocasión. Que os sea leve.

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