Nicolás soñaba con ser un gran pintor. De aspecto débil y
enfermizo, clarito de piel y rubio de pelo, retraído y callado, estaba, sin
embargo, muy orgulloso con su flamante
título de Licenciado en Bellas Artes. Quería vivir de la pintura, del dibujo y
el diseño, aunque sabía que eso era casi imposible. De momento, iba haciendo
frente a sus gastos trabajando algunas horas en el restaurante de unos amigos
de sus padres.
Con la acreditación
bajo el brazo, recordó, entonces, la historia de un pintor de un precioso cuento que le regaló
su abuela Joaquina cuando cumplió seis años, cuando ella llevaba ya tiempo
sabiendo que su nieto el rubio tenía
madera de artista, como su propia madre, Jacinta, la bisabuela de Nicolás. Si
tuviera suerte, quizás lograría vivir de la pintura, como le ocurrió al protagonista
del cuento.
Seguro que todavía tenía el libro por algún sitio, sabía bien que no se había desprendido de él,
y quiso recuperarlo.
Fue al trastero, removió cajones, revisó estantes, abrió y
cerró cajas, buscó y rebuscó entre sus libros antiguos, entre sus cuentos y
tebeos, hasta que lo encontró: “El
pintor de recuerdos”, de Jose
Antonio del Cañizo, rezaba, en letras negras y grandes, la tapa dura y algo
estropeada del cuento.
Nicolás quiso leerlo de nuevo, y en un rincón, sobre el cojín
de margaritas que se solía poner su abuela tras los riñones, lleno ahora de
polvo, se sentó y lo volvió a leer, con la misma ilusión y entusiasmo de cuando
era pequeño.
Y decía así:
“Gabriel era pintor de
recuerdos. ¡Era el pintor más original del mundo! ¡No había ningún otro como
él!
Hay pintores de muchas
clases: pintores de retratos, que reflejan en el cuadro la cara y el espíritu
de quien posa para ellos.
Pintores de paisajes, que
plantan su caballete en plena naturaleza y plasman en sus lienzos toda la
belleza del campo.
Pintores de bodegones,
que a menudo tienen que consolarse dando vida con sus pinceles a todo aquello
que jamás podrán masticar con sus dientes…
Pintores de corte, que a
veces se cansan de tanto retratar reyes y reinas… Y, para distraerse un rato,
se ponen a pintar a unos cuantos servidores del palacio. ¡E incluso a un perro
que pasaba por allí! Pero, al final, los reyes acabaron colándose en el fondo del
cuadro. ¡No faltaría más!
Y también pintores
abstractos, que llenan sus lienzos de sueños fantásticos, luces que estallan,
manchas encendidas y figuras misteriosas…
Sí, hay muchas clases de
pintores. Muchas.
Pero, a lo largo de la
Historia, jamás existió un pintor de recuerdos. Hasta que Gabriel pensó: “¿Qué
es lo que más le gusta a la gente? ¡Sus recuerdos! ¿Qué hace felices a muchos?
Recordar, recordar y recordar los mejores momentos de su vida… ¡Me haré pintor
de recuerdos! ¿Puede haber mejor manera de hacer felices a las personas que
pintarles sus más agradables recuerdos? Así podrán colgarlos en la pared y
tenerlos siempre ante sus ojos”.
Y clavó en la puerta un
letrero que decía:
GABRIEL
PINTOR DE RECUERDOS
(De 9 a 2 y de 5 a 7)
Nada más colocar el
cartel, pasó por allí una viejecita de aspecto muy simpático. Se quedó
mirándolo largo rato. Suspiró, recordando algo. Se fue a casa andando
lentamente, pensativa. Le dio vueltas a la idea toda la noche. A la mañana
siguiente, vació su cartilla de ahorros y llamó a la puerta de Gabriel.
Quería que le pintase su
más bello recuerdo. Había sido, casi, el único momento hermoso de su vida. Ella
era entonces muy joven. Había ido a un baile. Estrenaba un vestido precioso. Un
joven la sacó a bailar. Bailaron valses y valses, como flotando en una nube. De
madrugada, él partió hacia el frente. Y nunca volvió…
Gabriel lo fue pintando
tal y como la anciana se lo describió. Con todo detalle. Cada cinta de su
vestido. Cada destello de las arañas de luz del gran salón. El brillo de los
espejos. Los instrumentos de la orquesta. Y, sobre todo, el bigote. El bigote
del joven.
–Lo más importante del cuadro -recalcó la
anciana- es el bigote. De lo que mejor me acuerdo, de lo que no me olvidaré
mientras viva, es de su bigote. A ver si me lo pinta muy bien.
Como la anciana tenía
poco dinero, Gabriel le cobró muy poco. En cambio, al día siguiente apareció un
gran hombre de negocios. Un multimillonario. Hizo que le pintase su mejor
recuerdo: el día en que ganó su primer millón. Gabriel lo pintó todo tal cual,
y le cobró lo que correspondía más lo que había dejado de cobrar a la anciana
del día anterior.
Luego vino una pareja.
Deseaban que inmortalizase en el lienzo aquel momento tan romántico: cuando se
conocieron en las barcas del parque.
Y un anciano reumático,
asmático, encorvado, renqueante y achacoso le pidió que le pintase aquel día
tan lejano en que ganó la carrera de cien metros vallas.
El próximo cliente fue un
señor con una cara la mar de tristona. Su mujer y sus hijos habían muerto en un
accidente de automóvil, del cual solo había sobrevivido él.
Quería que le pintase el
mejor rato que habían pasado todos juntos.
-¿Y cuál fue? ¿Cuál es su
mejor recuerdo? –le pregunto Gabriel. Esperaba oír el relato de una fiesta
familiar, un fin de curso con muchos sobresalientes, un viaje inolvidable al
extranjero u otro acontecimiento importante.
Pero el señor tristón le
contó lo siguiente:
- Un día fuimos de
excursión al bosque. No había nadie más. Solo los árboles, las flores, nosotros
y un arroyo. ¡Y un pájaro que comenzó a cantar! Y luego otro. Y otro. Jugamos a
ir contando cuántos pájaros distintos oíamos cantar alrededor. Al principio no
nos habíamos fijado casi en sus cantos. Luego, poco a poco, fuimos descubriendo
más y más. Inmóviles, callados, íbamos señalando con el dedo el lugar de donde
venía el canto de cada nuevo pájaro. Oímos veintisiete cantos distintos.
Aquella excursión es mi mejor recuerdo.
Gabriel pintó el bosque y
copió los personajes de unas fotos que el señor sacó de su cartera.
Otro día vino un
político. Le mandó pintar el acto solemne de cuando tomó posesión de un alto
cargo. Un cargo tan alto, tan alto que Gabriel tuvo que hacer el cuadro subido
en una escalera.
Y también vinieron los
padres de una chica que se había marchado de casa y no volvía. Le encargaron un
cuadro en que apareciesen los tres, precisamente el día en que ella comenzó a
dar sus primeros pasos.
Y así, el pintor de
recuerdos fue llenando de ilusión a muchas personas. Hasta que, un día, se
llevó una sorpresa. ¡Aquello sí que no se lo esperaba! Llamaron al timbre y
abrió. Era un niño pequeño. Tenía el pelo revuelto, los cordones de los zapatos
desabrochados y el pantalón vaquero más sucio de la ciudad.
Gabriel preguntó
extrañado:
-¿Qué quieres?
El niño alzó la mano y le
dio una moneda. La única que tenía. Y dijo:
- ¡Hola! Quiero que me
pintes un recuerdo. Toma.
Gabriel, por seguirle la
corriente, cogió la moneda y se echó a reír:
- ¿Un recuerdo? ¡Pero si
tú no has tenido tiempo ni de tener recuerdos!
- Sí. Tengo uno. Uno
solo.
- Aunque tengas uno, será
tan reciente que no hará falta que yo te lo pinte -contestó Gabriel, que se
estaba divirtiendo, pero al mismo tiempo estaba muy intrigado.
- Es que ya no lo tengo-
explicó el niño.
-¿Cómo? –exclamó Gabriel,
desconcertado -. Anda, dime, ¿qué recuerdo es ese?
- Pinto – contestó el
niño.
- ¿Cómo que pintas? Aquí
el que pinta soy yo.
Y le revolvió el pelo
cariñosamente.
- No. Digo que mi
recuerdo se llama Pinto. Mi perro. Pinto. Se me perdió. Era mi mejor amigo y se
me perdió.
Gabriel comprendió.
Sonriendo, cogió un lienzo y pregunto:
- ¿Tú crees que Pinto
cabrá aquí?
- Sí. Era pequeño. Y
Gabriel comenzó a pintar al perro tal y como lo iba describiendo.
Tenía ya el cuadro
abocetado cuando el niño dijo:
- Y, aquí, en el lomo,
tiene unas pintas negras. Por eso lo llamé Pinto.
Gabriel dejó caer la
paleta y se llevó las manos a la cabeza. Los pinceles salieron volando. Soltó una
exclamación de asombro y echó a correr. Abrió la puerta del estudio. Se metió
dos dedos en la boca y lanzó un silbido.
- Trompo, ven acá- gritó.
Un perrillo muy juguetón
entró dando brincos. Al ver al niño, se abalanzó sobre él ladrando alegremente
y empezó a darle lametones. El niño lo abrazó fuerte. Gabriel los miraba.
Suspiró resignado. Su cara se nubló de tristeza. Sintió un nudo en la garganta
cuando el niño se marchó corriendo, sin dejar de abrazar a su perro.
Pasaron los días.
Gabriel pintó cuadros y
cuadros con los recuerdos que la gente quería tener ante sus ojos.
Se encontraba muy solo.
Un día en que se sentía
especialmente melancólico buscó por los rincones aquel cuadro a medio hacer. Lo
desempolvó. Lo puso en el caballete. Y acabó de pintar el retrato de aquel
perrillo que había encontrado en la calle y con el que se había encariñado
tanto. Cogió un martillo y una alcayata y lo colgó en la pared.
Así, de cuando en cuando,
podría contemplar uno de sus mejores recuerdos”.
La recordaba sentada en su sillón con el cojín
de flores en la espalda, él sobre su falda y sobre él, el cuento. Ella iba
señalándole los hermosos dibujos: el baile de la anciana y el impresionante
bigote de su joven amado; el ricachón, tan bien vestido, y rodeado de
incontables billetes; la joven pareja que encuentra el amor sobre una barca en
el lago azul; el abuelo nostálgico, con su bastón, recordando su vida de joven y brillante atleta; el señor triste con toda su familia bajo un
gran árbol repleto de pájaros; el político, alto, muy alto, como su cargo; los felices
padres acompañando a su hija, tan pequeñita y tambaleante, en sus primeros
pasos; el niño chico, despeinado, sucio y desaliñado, que había perdido su
perro, y la sorpresa final que tanta pena le dio a Nicolás: la tristeza y el desconsuelo de Gabriel, y también su
bondad y generosidad, quien se encontró con la paradoja, con la contradicción
de ser él, finalmente, el que había tenido la necesidad de colgar en la pared
un cuadro con uno de sus recuerdos más añorados.
La historia de este pintor
de cuento llevó al joven licenciado a pensar que él también podía pintar
recuerdos, pero no de cualquiera, solamente los de su abuela Joaquina, ahora
que ella los estaba perdiendo.
Eran tantas las
historias que su querida abuela había vivido, que se las había contado y él sí recordaba,
que las reflejaría en sus cuadros. A ella le podían gustar y quizás consiguiera ver de nuevo una sonrisa en su rostro
arrugado.
Como aquella vez que,
siendo muy pequeña, se perdió en un monte cerca de su casa y estuvo tres días
sin aparecer, con la insufrible angustia de su bisabuela Jacinta. Un cabrero la
encontró muerta de frío y de hambre bajo unos arbustos.
O cuando en una
ocasión, yendo a lavar al río, se le escapó el trozo de jabón y, por cogerlo,
se cayó al agua, que la arrastró varios metros hasta detenerse en unos
matorrales de los que salió berreando y magullada.
O el día en que
conoció el mar, tan grande e inmenso que tuvo miedo de solo mirarlo.
O su primer amor, con siete
años, que le regalaba piedrecitas pintadas de colores para que jugara a las
chinas con sus amigas y, a cambio, le pedía un beso.
O tantas y tantas
otras: la muerte de su padre, que la sacó del colegio y la puso a trabajar, o,
más tarde, la guerra, que la llevó a apuntarse a la Cruz Roja después de
aprender nociones de enfermería…, interminables las vivencias de su abuela que él
era capaz de evocar.
Lo pensó despacio,
reflexionó, llevar a un lienzo recuerdos de su abuela no le iba a dar dinero, de
momento tendría que seguir picando verduras, fregando cacharros, preparando comidas…,
pero no le importó, le permitiría saldar la inmensa deuda que tenía con su
abuela Joaquina por tantos y tantos momentos extraordinarios que le había hecho
vivir con el relato de sus recuerdos.
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