No muy lejos, Bea, había cumplido
diecisiete años la semana anterior y era la chica más animada de su pandilla.
Sin embargo, esa mañana no tuvo fuerzas para levantarse. El cuerpo le pesaba
como si fuera de piedra y hasta el más mínimos ruido le molestaba. Tampoco fue
a clase.
Al otro lado de la ciudad, Celia
no oyó el despertador, ni tuvo ánimo para responder a su padre cuando la llamó.
Se encontraba cansada y apática. No fue al instituto.
El Jefe de Estudios colgó el
teléfono enfadado en presencia del tutor, que momentos antes le había informado
de las múltiples ausencias. Acababa de hablar con la décima familia que le
comunicaba que su hijo se encontraba enfermo. Según le comentaron, ninguno
manifestaba síntomas concretos. Era como si, de repente, todos estuvieran
agotados y deprimidos.
El docente no daba crédito a la
situación. Convencido de que los jóvenes fingían tal enfermedad, pensó que
tendrían un examen próximo o bien que, existía un problema que desconocía. Ante
la incertidumbre optó por esperar al día siguiente para tomar alguna
determinación.
Sin embargo, en las jornadas
sucesivas la situación desbordó las peores hipótesis posibles. Las ausencias
iniciales se multiplicaron hasta llegar a cincuenta alumnos. Una semana después
eran doscientos los estudiantes que no asistieron al instituto. Esta realidad
fue común a todos los centros de la ciudad. Una enfermedad desconocida estaba
dejando vacías las aulas y llenando las consultas médicas.
Los jóvenes, Álex, Bea, Celia y
tantos otros, no sabían qué les pasaba. Se sentían extraños en sus propias
vidas y con un cansancio permanente. Con las primeras exploraciones, los
médicos descartaron cualquier trastorno del sistema cardiovascular o
inmunológico. Después, sobrepasados por la dimensión que tomaba la enfermedad,
las autoridades sanitarias decidieron estudiar al grupo de afectados que
manifestaron los síntomas desde el principio. Así, basándose en exámenes continuos,
los investigadores hicieron un descubrimiento estremecedor: los enfermos
estaban perdiendo los recuerdos de la infancia de forma acelerada. Las
carencias afectivas que este fenómeno provocaba, estaba modificando la conducta
de los afectados. Los muchachos no recordaban momentos de sus vidas
imprescindibles para consolidar el apego en sus relaciones personales. Habían
olvidado por ejemplo, cuando ayudados por sus padres aprendieron a montar en
bicicleta. No recordaban tampoco, canciones infantiles que repetían una y otra
vez con sus hermanos, o aquella excursión con la familia en la que tanto
disfrutaron. Habían olvidado también la mascota inseparable que los cubría de
lametones o la película de animación, de la que hasta se sabían los diálogos.
No sólo habían olvidado momentos, si no que, además no recordaban datos, como
el nombre de sus amigos del colegio o el de sus abuelos. Y lo más preocupante
era que algunos empezaban a manifestar lagunas en la memoria reciente. Como
resultado de estas ausencias, los jóvenes se sentían desligados de su entorno y
se encerraban en un hermetismo infranqueable.
Ante la trascendencia que estaba
teniendo la enfermedad, un grupo de científicos estudió con ahínco las causas
fisiológicas que la producían, hasta que llegaron a un resultado dramático. La
regeneración neuronal se había alterado. Las nuevas neuronas se reproducían de
forma alarmante, creando simultáneamente multitud de conexiones entre ellas. El
crecimiento desmedido de éstas atacaba a las neuronas responsables de la
memoria. Esta invasión agotaba a las antiguas, que morían sin llegar a
transmitir la información que contenían, a las nuevas, afectando a la memoria, y también a la movilidad, ya que actuaba sobre el control de los
impulsos reflejos, transmitidos por el sistema nervioso. De ahí, el extremado
cansancio de los enfermos.
Ante estos resultados los
científicos estaban abatidos, pero también esperanzados. No sólo se trataba de
investigar unas células con un comportamiento anómalo, si no que era mucho más.
Tras meses de convivencia con los jóvenes, era difícil no angustiarse por estos
chicos llenos de energía, que tenían toda la vida por delante, y que poco a
poco se iban aletargando y recluyendo en su interior. Los investigadores habían
descubierto la evolución de la enfermedad, pero ahora necesitaban conocer qué
originaba tal alteración. Las siguientes fases se complicaron aún más, porque
el número de personas afectadas seguía aumentando. Ya había alcanzado al resto
del país y había algún caso fueran de las fronteras.
Estaban en esta encrucijada,
cuando una mañana, durante el desayuno de los investigadores, alguno sugirió a
un colega que, por favor, silenciara el móvil, porque era imposible no
prestarle atención. El interesado hizo lo esperado, y además tuvo una idea
brillante, que compartió con sus compañeros:
– ¿Y
si lo que ocasiona la alteración en el crecimiento neuronal, es el exceso de
información que el cerebro recibe permanentemente, sin que haya periodos de
recuperación suficientes? – y continuó asombrado de sus propios pensamientos: -
Varias pautas coinciden, todos los afectados son menores de veinte años y todos
desde los primeros años de vida han estado expuestos a un bombardeo continuo de
imágenes y datos. – Añadiendo: - Hemos visto como las pantallas han desplazado
a los juguetes tradicionales y los libros y las pizarras son objetos del pasado.
Otro investigador, siguiendo la
línea de razonamiento del anterior, pregunto:
– ¿Alguno ha calculado cuántas
horas al día dedicamos a mirar una pantalla? –Y añadió:
– Entre el ordenador, el móvil,
la tablet, etc, sólo quedan libres las horas de sueño, que cada vez son menos
por la invasión que sufrimos con las redes sociales. Y si tenemos en cuenta
cómo se relacionan los chicos actualmente, todavía es peor.
Todos estuvieron de acuerdo con
esta posibilidad, por lo que dirigieron sus estudios a comparar como afectaba
esta incidencia a individuos que, por distintas razones, habían vivido ajenos a
los medios informáticos, comparándolos con los afectados por la patología, y
comprobaron que, el crecimiento neuronal era prácticamente normal en los
primeros. Las conclusiones finales no tardaron en llegar: El crecimiento de las
neuronas se incrementaba exponencialmente como consecuencia de la actividad
continuada del cerebro. Si la situación actual no cambiaba, las personas
corrían el riesgo de padecer trastornos similares al alzehimer, el autismo y la parálisis.
Inmediatamente, las autoridades
sanitarias tuvieron conocimiento de los resultados, pero los medios de
comunicación no informaron de esta noticia. De forma simultánea y curiosamente,
estos científicos fueron acusados públicamente de “revelación de secreto
profesional” y fueron despedidos.
Tiempo después, una famosa
empresa farmacéutica comunica que ha descubierto la Vacuna que reduce los
efectos de esta “epidemia”. En breve, estará disponible y al alcance de todos
los gobiernos, para hacerla llegar a toda la población.
Mientras, en un pueblo
desconocido, un grupo de jóvenes y científicos, entre los que se encuentran
Álex, Bea y Celia, retoman su vida. Acaban de oír la noticia de la nueva vacuna
por la radio, y aunque ya lo esperaban, es difícil sobreponerse a la
indignación que les causa. Pero, su tiempo de oír la radio ha terminado. Sólo
disponen de una hora al día, el resto lo dedican a hacer deporte, trabajar,
leer, jugar o charlar. La recuperación es muy lenta, pero están ilusionados.
Además hay otro factor que los anima, empiezan a llegar nuevos chicos que saben
de su recuperación.