martes, 30 de junio de 2015

Los jóvenes

Autora: Carmen Sánchez


No muy lejos, Bea, había cumplido diecisiete años la semana anterior y era la chica más animada de su pandilla. Sin embargo, esa mañana no tuvo fuerzas para levantarse. El cuerpo le pesaba como si fuera de piedra y hasta el más mínimos ruido le molestaba. Tampoco fue a clase.

Al otro lado de la ciudad, Celia no oyó el despertador, ni tuvo ánimo para responder a su padre cuando la llamó. Se encontraba cansada y apática. No fue al instituto.

El Jefe de Estudios colgó el teléfono enfadado en presencia del tutor, que momentos antes le había informado de las múltiples ausencias. Acababa de hablar con la décima familia que le comunicaba que su hijo se encontraba enfermo. Según le comentaron, ninguno manifestaba síntomas concretos. Era como si, de repente, todos estuvieran agotados y deprimidos.

El docente no daba crédito a la situación. Convencido de que los jóvenes fingían tal enfermedad, pensó que tendrían un examen próximo o bien que, existía un problema que desconocía. Ante la incertidumbre optó por esperar al día siguiente para tomar alguna determinación.

Sin embargo, en las jornadas sucesivas la situación desbordó las peores hipótesis posibles. Las ausencias iniciales se multiplicaron hasta llegar a cincuenta alumnos. Una semana después eran doscientos los estudiantes que no asistieron al instituto. Esta realidad fue común a todos los centros de la ciudad. Una enfermedad desconocida estaba dejando vacías las aulas y llenando las consultas médicas.

Los jóvenes, Álex, Bea, Celia y tantos otros, no sabían qué les pasaba. Se sentían extraños en sus propias vidas y con un cansancio permanente. Con las primeras exploraciones, los médicos descartaron cualquier trastorno del sistema cardiovascular o inmunológico. Después, sobrepasados por la dimensión que tomaba la enfermedad, las autoridades sanitarias decidieron estudiar al grupo de afectados que manifestaron los síntomas desde el principio. Así, basándose en exámenes continuos, los investigadores hicieron un descubrimiento estremecedor: los enfermos estaban perdiendo los recuerdos de la infancia de forma acelerada. Las carencias afectivas que este fenómeno provocaba, estaba modificando la conducta de los afectados. Los muchachos no recordaban momentos de sus vidas imprescindibles para consolidar el apego en sus relaciones personales. Habían olvidado por ejemplo, cuando ayudados por sus padres aprendieron a montar en bicicleta. No recordaban tampoco, canciones infantiles que repetían una y otra vez con sus hermanos, o aquella excursión con la familia en la que tanto disfrutaron. Habían olvidado también la mascota inseparable que los cubría de lametones o la película de animación, de la que hasta se sabían los diálogos. No sólo habían olvidado momentos, si no que, además no recordaban datos, como el nombre de sus amigos del colegio o el de sus abuelos. Y lo más preocupante era que algunos empezaban a manifestar lagunas en la memoria reciente. Como resultado de estas ausencias, los jóvenes se sentían desligados de su entorno y se encerraban en un hermetismo infranqueable.

Ante la trascendencia que estaba teniendo la enfermedad, un grupo de científicos estudió con ahínco las causas fisiológicas que la producían, hasta que llegaron a un resultado dramático. La regeneración neuronal se había alterado. Las nuevas neuronas se reproducían de forma alarmante, creando simultáneamente multitud de conexiones entre ellas. El crecimiento desmedido de éstas atacaba a las neuronas responsables de la memoria. Esta invasión agotaba a las antiguas, que morían sin llegar a transmitir la información que contenían, a las nuevas, afectando  a la memoria, y también a la movilidad,  ya que actuaba sobre el control de los impulsos reflejos, transmitidos por el sistema nervioso. De ahí, el extremado cansancio de los enfermos.

Ante estos resultados los científicos estaban abatidos, pero también esperanzados. No sólo se trataba de investigar unas células con un comportamiento anómalo, si no que era mucho más. Tras meses de convivencia con los jóvenes, era difícil no angustiarse por estos chicos llenos de energía, que tenían toda la vida por delante, y que poco a poco se iban aletargando y recluyendo en su interior. Los investigadores habían descubierto la evolución de la enfermedad, pero ahora necesitaban conocer qué originaba tal alteración. Las siguientes fases se complicaron aún más, porque el número de personas afectadas seguía aumentando. Ya había alcanzado al resto del país y había algún caso fueran de las fronteras.

Estaban en esta encrucijada, cuando una mañana, durante el desayuno de los investigadores, alguno sugirió a un colega que, por favor, silenciara el móvil, porque era imposible no prestarle atención. El interesado hizo lo esperado, y además tuvo una idea brillante, que compartió con sus compañeros:

– ¿Y si lo que ocasiona la alteración en el crecimiento neuronal, es el exceso de información que el cerebro recibe permanentemente, sin que haya periodos de recuperación suficientes? – y continuó asombrado de sus propios pensamientos: - Varias pautas coinciden, todos los afectados son menores de veinte años y todos desde los primeros años de vida han estado expuestos a un bombardeo continuo de imágenes y datos. – Añadiendo: - Hemos visto como las pantallas han desplazado a los juguetes tradicionales y los libros y las pizarras son objetos del pasado.

Otro investigador, siguiendo la línea de razonamiento del anterior, pregunto:

– ¿Alguno ha calculado cuántas horas al día dedicamos a mirar una pantalla? –Y añadió:

– Entre el ordenador, el móvil, la tablet, etc, sólo quedan libres las horas de sueño, que cada vez son menos por la invasión que sufrimos con las redes sociales. Y si tenemos en cuenta cómo se relacionan los chicos actualmente, todavía es peor.

Todos estuvieron de acuerdo con esta posibilidad, por lo que dirigieron sus estudios a comparar como afectaba esta incidencia a individuos que, por distintas razones, habían vivido ajenos a los medios informáticos, comparándolos con los afectados por la patología, y comprobaron que, el crecimiento neuronal era prácticamente normal en los primeros. Las conclusiones finales no tardaron en llegar: El crecimiento de las neuronas se incrementaba exponencialmente como consecuencia de la actividad continuada del cerebro. Si la situación actual no cambiaba, las personas corrían el riesgo de padecer trastornos similares  al alzehimer, el autismo y la parálisis.

Inmediatamente, las autoridades sanitarias tuvieron conocimiento de los resultados, pero los medios de comunicación no informaron de esta noticia. De forma simultánea y curiosamente, estos científicos fueron acusados públicamente de “revelación de secreto profesional” y fueron despedidos.

Tiempo después, una famosa empresa farmacéutica comunica que ha descubierto la Vacuna que reduce los efectos de esta “epidemia”. En breve, estará disponible y al alcance de todos los gobiernos, para hacerla llegar a toda la población.

Mientras, en un pueblo desconocido, un grupo de jóvenes y científicos, entre los que se encuentran Álex, Bea y Celia, retoman su vida. Acaban de oír la noticia de la nueva vacuna por la radio, y aunque ya lo esperaban, es difícil sobreponerse a la indignación que les causa. Pero, su tiempo de oír la radio ha terminado. Sólo disponen de una hora al día, el resto lo dedican a hacer deporte, trabajar, leer, jugar o charlar. La recuperación es muy lenta, pero están ilusionados. Además hay otro factor que los anima, empiezan a llegar nuevos chicos que saben de su recuperación.
 
 
Autora: Rafaela Castro

Quiero hacer una presentación  del lugar en el cual se desarrollaron los hechos que voy a relatar.

Serían finales de los años 50, en aquellos tiempos yo vivía con mis padres en una humilde vivienda que nos pertenecía por ser mi padre el guarda jurado de aquella finca, propiedad de unos señores, que por cierto, poseían un montón de hectáreas de tierra de siembra y de bosques.

Los dueños eran una familia admirada de Granada. Algunos de ellos vivían en Madrid, de hecho una de las hijas se casó con el hijo de un ministro de régimen de Franco.

En aquellos tiempos, solían montar cacerías dos o tres veces al año de conejos y perdices. A estos eventos también asistían muchos amigos con sus correspondientes señoras e hijos, en fin, todo un acontecimiento, en el que se hacía una paella con los conejos que mataban cerca de una fuente que allí había.

En una de las veces de los acontecimientos pasó la siguiente historia:                                                    

Los caballeros llegaban muy temprano y las señoras solían llegar casi al mediodía. Aparecían en un coche negro el cual a mí me impresionaba mucho, conducido por un chófer.

Aquella finca en la que estábamos, la carretera que venía de Granada estaba a una distancia de bastantes kilómetros. En este desvío hasta el carril del cortijo los vecinos y personas tenían que pasar por una era que pertenecía a otro cortijo. En una de las veces que venían las señoras junto al chófer al llegar a la era, esta estaba llena de haces de trigo para sacar la cosecha, y estas en vez de pedir por favor que dejaran el paso libre, se pusieron  chulas y exigieron que lo retiraran todo inmediatamente. Los obreros optaron por retirarse todos hacia la pared, y tuvieron ellas que bajar del coche y despejar el camino.

Cuando llegaron al punto de encuentro parecían fieras llenas de arañazos, humilladas por unos patanes según ellas, diciendo que ellos no sabían quiénes eran ellas y  que se vengarían.

Al final no pasó nada, y tanto a mis padres como a mí fueron unos valientes ¡viva la madre que los parió! De estos tenían que haber habido más.

Cuando se organizaban estas comidas, ellos lo pasaban muy bien, pero mis padres y yo andábamos todo el día de cabeza, no sabían hacer muchas cosas pero a disfrutar y a mandar no les ganaba nadie.
Como dije anteriormente mi padre era el guarda y lo primordial era el coto, se encargaba de que no entraran cazadores furtivos, esto les podía caer multas y hasta cárcel. Existían unos depredadores que se comían los huevos de las perdices, conejos etc., estos eran lagartos urracas, serpientes y otros que no recuerdo el nombre y como a ellos no se les podía multar ni encarcelar, el remedio era exterminarlos, llegando a ponerle precio a sus cabezas.

El jefe del cortijo, es decir, el dueño le dijo a mi padre que por cada uno de estos animales que le presentara muerto le daría cinco duros o dos o tres dependiendo de lo peligroso que fuesen estos.

Se corrió la voz y todos los gañanes y gente joven que allí trabajaban cuando almorzaban lo hacían deprisa, tenían poco tiempo para ir a buscar reptiles y demás bichos a los montes de piedras llamados Majanos ya que eran donde esos animales podían esconderse.

En el acuerdo de mi padre con el dueño este le dijo que tenía que guardar todas las piezas que cogiese. Las colgaba en una Encima que había atrás del cortijo, cuando el señorito venía contaba los trofeos y le pagaba según lo que había.

La Encina  daba bellotas dulces pero desde entonces nadie volvió a comerlas. Era como un árbol siniestro el cual estuvo presente en mis recuerdos, no muy gratos por cierto... esto en mi niñez me provocó más de una pesadilla.


ANÁLISIS DE MI MISMA: no quiero hacer daño a nadie y olvidar los desengaños, pensar que tengo un futuro aunque me pesen los años. En mi mente juventud creo que es lo que yo tengo, aunque como a muchos viejos en pensar ya me entretengo, en recordar, en pensar muchas horas se me van, yo tengo muchos recuerdos, para dar y regalar. 

Noche trágica aunque pudo ser peor

Autora: Rafaela Castro

Cuando mi hermano nació, de esto hace ya 56 años, en aquel tiempo fue de los primeros niños nacidos en el Materno del Clínico.

A mi madre la trajeron aquí a Granada dos semanas antes del parto, a casa de los señores del cortijo en el cual trabaja mi padre de guardia forestal.

Cuando mi madre me tuvo a mí no se quedó muy bien, y aquel embarazo fue complicado.

Al llevarse  a mi madre a Granada yo me quedé cuidando a mi padre, aconsejada por las vecinas cocinaba los potajes y los cocidos.

Era el mes de noviembre y empezó hacer frío y mucho aire, yo encendí la chimenea y al estar la puerta justo enfrente, el aire empujó el fuego prendiéndose  la chimenea llegando a salir por encima del tubo, una de mis vecinas tapó la entrada con una manta y en apariencia el fuego se apagó, al no tener respiración, pero se ve que en CAMARIN perdido había un viga que se fue requemando.

A las diez de la noche cuando ya íbamos a dormir, salió mi padre a ver si llovía y cambiaba el tiempo porque aquel año era muy seco. Ya podemos imaginar la sorpresa de mi padre al ver la montaña perfectamente iluminada, como si fuese de día, la camarada de arriba de la casa que era nuestro dormitorio estaba completamente en llamas.

Dentro de todo tuvimos la suerte de que era lunes y todos los obreros ayudaron lo que pudieron, y entre todos sofocaron el fuego. ¡Y todo esto con música de fondo! yo llorando ya que me sentía culpable del incendio, no paré de decir: ¡cuándo vuelva mi madre me mata! Y cuando mi madre llegó a los dos días con el niño en brazos, por supuesto no me mató, ¡esto es evidente!

Aquella noche fue siniestra, pero pudo ser peor si mi padre y yo nos hubiésemos acostado antes de salir el fuego al exterior.

Recuerdos

Autora: Elena Casanova


Los recuerdos pesan y la voluntad de evocarlos  también según oscilen de un lado u otro de la balanza. Pero ¿Y aquellos que la mantienen en equilibrio? ¿De qué modo nos afectan?
Charo  cierra el ventanuco de la  buhardilla. Antes de abandonar la pequeña estancia echa un  último vistazo y abandona la mirada durante unos segundos en un montón  de muebles viejos y algunas cajas de cartón selladas con cinta adhesiva. Cierra la puerta y baja unas escaleras que le llevan  al dormitorio principal.
La cama, desafiante,  mira a Charo entre la burla y la ironía descubriendo  los secretos mejor guardados.  Durante  tres décadas  ha sido testigo de los roces entre dos adultos que  no han sabido amarse. La fuerza de la costumbre convertida en norma y así, cada fin de semana,   unos cuantos arrumacos previos eran más que suficientes para la culminación de un acto sin deseo. Charo se acerca al balcón, baja la persiana y encaja las hojas batientes de la ventana.  En la penumbra se diluyen todas las imágenes, incluso  las últimas horas de su compañero, que se aferra   a la vida con una voluntad obstinada  para expirar  entre  unas sábanas impecables.
En  el baño,  cierra la puerta de un armario donde queda oculta para siempre una máquina de afeitar y, tras el espejo,  el rostro cansado y quejumbroso que tantas veces ha rasurado. Un cuerpo blando, dueño de la cara del espejo, parece licuarse tras  la mampara de la ducha que nunca más va a utilizar. Apaga la luz y va cerrando todas y cada una de las puertas del resto de los cuartos que nunca han sido habitados.
Desciende las últimas escaleras y una vez en la planta baja,  pasa a la cocina. Antes de cerrar los postigos, delante de la mesa  ve a dos figuras sentadas, una enfrente de la otra, sin mirarse y masticando muy despacio mientras las palabras parecen haber sido secuestradas. Tantos  desayunos,  tantas  cenas,  tantas copas de vino compartidas en el silencio de la más absurda de las convivencias. Cierra la puerta con suavidad, ni siquiera siente rabia y, dejando la habitación a oscuras, pasa al comedor.
En un rincón aparece, insignificante, el televisor, sin embargo protagonista principal de la casa,  con la fuerza suficiente para simular la quimera de una relación. El desgaste  del sofá, la disposición de los muebles, las cortinas desteñidas, todo forma parte del devenir de dos vidas  tristes y resignadas. En los treinta años de convivencia no ha habido una queja, recriminación o culpa. Como tampoco en los treinta años de convivencia ha habido risas, confidencias o confianza.
En la percha del pasillo, Charo ha olvidado el abrigo que él colocó el día antes de caer enfermo. Se siente tentada de quitarlo, pero rectifica y piensa que ese abrigo pertenece a la  casa  como símbolo principal de un pasado. Ahí se queda presidiendo la entrada.
Echa una última mirada antes de acceder  a la calle para cerrar con llave definitivamente una puerta demasiado pesada. La llave de una casa cuya memorias se mantendrá siempre blindada por  la frialdad  y la  indiferencia.
 

lunes, 29 de junio de 2015

Autora: Cecilia Morales


Nicolás soñaba con ser un gran pintor. De aspecto débil y enfermizo, clarito de piel y rubio de pelo, retraído y callado, estaba, sin embargo,  muy orgulloso con su flamante título de Licenciado en Bellas Artes. Quería vivir de la pintura, del dibujo y el diseño, aunque sabía que eso era casi imposible. De momento, iba haciendo frente a sus gastos trabajando algunas horas en el restaurante de unos amigos de sus padres.

 Con la acreditación bajo el brazo, recordó, entonces, la historia  de un pintor de un precioso cuento que le regaló su abuela Joaquina cuando cumplió seis años, cuando ella llevaba ya tiempo sabiendo que su nieto el rubio  tenía madera de artista, como su propia madre, Jacinta, la bisabuela de Nicolás. Si tuviera suerte, quizás lograría vivir de la pintura, como le ocurrió al protagonista del cuento.

Seguro que todavía tenía el libro por algún sitio,  sabía bien que no se había desprendido de él, y quiso recuperarlo.

Fue al trastero, removió cajones, revisó estantes, abrió y cerró cajas, buscó y rebuscó entre sus libros antiguos, entre sus cuentos y tebeos, hasta que lo encontró: “El pintor de recuerdos”, de Jose Antonio del Cañizo, rezaba, en letras negras y grandes, la tapa dura y algo estropeada del cuento.

Nicolás quiso leerlo de nuevo, y en un rincón, sobre el cojín de margaritas que se solía poner su abuela tras los riñones, lleno ahora de polvo, se sentó y lo volvió a leer, con la misma ilusión y entusiasmo de cuando era pequeño.

Y decía así:

“Gabriel era pintor de recuerdos. ¡Era el pintor más original del mundo! ¡No había ningún otro como él!

Hay pintores de muchas clases: pintores de retratos, que reflejan en el cuadro la cara y el espíritu de quien posa para ellos.

Pintores de paisajes, que plantan su caballete en plena naturaleza y plasman en sus lienzos toda la belleza del campo.

Pintores de bodegones, que a menudo tienen que consolarse dando vida con sus pinceles a todo aquello que jamás podrán masticar con sus dientes…

Pintores de corte, que a veces se cansan de tanto retratar reyes y reinas… Y, para distraerse un rato, se ponen a pintar a unos cuantos servidores del palacio. ¡E incluso a un perro que pasaba por allí! Pero, al final, los reyes acabaron colándose en el fondo del cuadro. ¡No faltaría más!

Y también pintores abstractos, que llenan sus lienzos de sueños fantásticos, luces que estallan, manchas encendidas y figuras misteriosas…

Sí, hay muchas clases de pintores. Muchas.

Pero, a lo largo de la Historia, jamás existió un pintor de recuerdos. Hasta que Gabriel pensó: “¿Qué es lo que más le gusta a la gente? ¡Sus recuerdos! ¿Qué hace felices a muchos? Recordar, recordar y recordar los mejores momentos de su vida… ¡Me haré pintor de recuerdos! ¿Puede haber mejor manera de hacer felices a las personas que pintarles sus más agradables recuerdos? Así podrán colgarlos en la pared y tenerlos siempre ante sus ojos”.

Y clavó en la puerta un letrero que decía:

GABRIEL

PINTOR DE RECUERDOS

(De 9 a 2 y de 5 a 7)

Nada más colocar el cartel, pasó por allí una viejecita de aspecto muy simpático. Se quedó mirándolo largo rato. Suspiró, recordando algo. Se fue a casa andando lentamente, pensativa. Le dio vueltas a la idea toda la noche. A la mañana siguiente, vació su cartilla de ahorros y llamó a la puerta de Gabriel.

Quería que le pintase su más bello recuerdo. Había sido, casi, el único momento hermoso de su vida. Ella era entonces muy joven. Había ido a un baile. Estrenaba un vestido precioso. Un joven la sacó a bailar. Bailaron valses y valses, como flotando en una nube. De madrugada, él partió hacia el frente. Y nunca volvió…

Gabriel lo fue pintando tal y como la anciana se lo describió. Con todo detalle. Cada cinta de su vestido. Cada destello de las arañas de luz del gran salón. El brillo de los espejos. Los instrumentos de la orquesta. Y, sobre todo, el bigote. El bigote del joven.

 –Lo más importante del cuadro -recalcó la anciana- es el bigote. De lo que mejor me acuerdo, de lo que no me olvidaré mientras viva, es de su bigote. A ver si me lo pinta muy bien.

Como la anciana tenía poco dinero, Gabriel le cobró muy poco. En cambio, al día siguiente apareció un gran hombre de negocios. Un multimillonario. Hizo que le pintase su mejor recuerdo: el día en que ganó su primer millón. Gabriel lo pintó todo tal cual, y le cobró lo que correspondía más lo que había dejado de cobrar a la anciana del día anterior.

Luego vino una pareja. Deseaban que inmortalizase en el lienzo aquel momento tan romántico: cuando se conocieron en las barcas del parque.

Y un anciano reumático, asmático, encorvado, renqueante y achacoso le pidió que le pintase aquel día tan lejano en que ganó la carrera de cien metros vallas.

El próximo cliente fue un señor con una cara la mar de tristona. Su mujer y sus hijos habían muerto en un accidente de automóvil, del cual solo había sobrevivido él.

Quería que le pintase el mejor rato que habían pasado todos juntos.

-¿Y cuál fue? ¿Cuál es su mejor recuerdo? –le pregunto Gabriel. Esperaba oír el relato de una fiesta familiar, un fin de curso con muchos sobresalientes, un viaje inolvidable al extranjero u otro acontecimiento importante.

Pero el señor tristón le contó lo siguiente:

- Un día fuimos de excursión al bosque. No había nadie más. Solo los árboles, las flores, nosotros y un arroyo. ¡Y un pájaro que comenzó a cantar! Y luego otro. Y otro. Jugamos a ir contando cuántos pájaros distintos oíamos cantar alrededor. Al principio no nos habíamos fijado casi en sus cantos. Luego, poco a poco, fuimos descubriendo más y más. Inmóviles, callados, íbamos señalando con el dedo el lugar de donde venía el canto de cada nuevo pájaro. Oímos veintisiete cantos distintos. Aquella excursión es mi mejor recuerdo.

Gabriel pintó el bosque y copió los personajes de unas fotos que el señor sacó de su cartera.

Otro día vino un político. Le mandó pintar el acto solemne de cuando tomó posesión de un alto cargo. Un cargo tan alto, tan alto que Gabriel tuvo que hacer el cuadro subido en una escalera.

Y también vinieron los padres de una chica que se había marchado de casa y no volvía. Le encargaron un cuadro en que apareciesen los tres, precisamente el día en que ella comenzó a dar sus primeros pasos.

Y así, el pintor de recuerdos fue llenando de ilusión a muchas personas. Hasta que, un día, se llevó una sorpresa. ¡Aquello sí que no se lo esperaba! Llamaron al timbre y abrió. Era un niño pequeño. Tenía el pelo revuelto, los cordones de los zapatos desabrochados y el pantalón vaquero más sucio de la ciudad.

Gabriel preguntó extrañado:

-¿Qué quieres?

El niño alzó la mano y le dio una moneda. La única que tenía. Y dijo:

- ¡Hola! Quiero que me pintes un recuerdo. Toma.

Gabriel, por seguirle la corriente, cogió la moneda y se echó a reír:

- ¿Un recuerdo? ¡Pero si tú no has tenido tiempo ni de tener recuerdos!

- Sí. Tengo uno. Uno solo.

- Aunque tengas uno, será tan reciente que no hará falta que yo te lo pinte -contestó Gabriel, que se estaba divirtiendo, pero al mismo tiempo estaba muy intrigado.

- Es que ya no lo tengo- explicó el niño.

-¿Cómo? –exclamó Gabriel, desconcertado -. Anda, dime, ¿qué recuerdo es ese?

- Pinto – contestó el niño.

- ¿Cómo que pintas? Aquí el que pinta soy yo.

Y le revolvió el pelo cariñosamente.

- No. Digo que mi recuerdo se llama Pinto. Mi perro. Pinto. Se me perdió. Era mi mejor amigo y se me perdió.

Gabriel comprendió. Sonriendo, cogió un lienzo y pregunto:

- ¿Tú crees que Pinto cabrá aquí?

- Sí. Era pequeño. Y Gabriel comenzó a pintar al perro tal y como lo iba describiendo.

Tenía ya el cuadro abocetado cuando el niño dijo:

- Y, aquí, en el lomo, tiene unas pintas negras. Por eso lo llamé Pinto.

Gabriel dejó caer la paleta y se llevó las manos a la cabeza. Los pinceles salieron volando. Soltó una exclamación de asombro y echó a correr. Abrió la puerta del estudio. Se metió dos dedos en la boca y lanzó un silbido.

- Trompo, ven acá- gritó.

Un perrillo muy juguetón entró dando brincos. Al ver al niño, se abalanzó sobre él ladrando alegremente y empezó a darle lametones. El niño lo abrazó fuerte. Gabriel los miraba. Suspiró resignado. Su cara se nubló de tristeza. Sintió un nudo en la garganta cuando el niño se marchó corriendo, sin dejar de abrazar a su perro.

Pasaron los días.

Gabriel pintó cuadros y cuadros con los recuerdos que la gente quería tener ante sus ojos.

Se encontraba muy solo.

Un día en que se sentía especialmente melancólico buscó por los rincones aquel cuadro a medio hacer. Lo desempolvó. Lo puso en el caballete. Y acabó de pintar el retrato de aquel perrillo que había encontrado en la calle y con el que se había encariñado tanto. Cogió un martillo y una alcayata y lo colgó en la pared.

Así, de cuando en cuando, podría contemplar uno de sus mejores recuerdos”.

 Al terminar su lectura, Nicolás sintió que  aquella historia le había conmovido como antaño, como el primer día en que se la leyó su abuela.

 La recordaba sentada en su sillón con el cojín de flores en la espalda, él sobre su falda y sobre él, el cuento. Ella iba señalándole los hermosos dibujos: el baile de la anciana y el impresionante bigote de su joven amado; el ricachón, tan bien vestido, y rodeado de incontables billetes; la joven pareja que encuentra el amor sobre una barca en el lago azul; el abuelo nostálgico, con su bastón, recordando  su vida de joven y brillante atleta;  el señor triste con toda su familia bajo un gran árbol repleto de pájaros; el político, alto, muy alto, como su cargo; los felices padres acompañando a su hija, tan pequeñita y tambaleante, en sus primeros pasos; el niño chico, despeinado, sucio y desaliñado, que había perdido su perro, y la sorpresa final que tanta pena le dio a Nicolás: la tristeza  y el desconsuelo de Gabriel, y también su bondad y generosidad, quien se encontró con la paradoja, con la contradicción de ser él, finalmente, el que había tenido la necesidad de colgar en la pared un cuadro con uno de sus recuerdos más añorados.

La historia de este pintor de cuento llevó al joven licenciado a pensar que él también podía pintar recuerdos, pero no de cualquiera, solamente los de su abuela Joaquina, ahora que ella los estaba perdiendo.

Eran tantas las historias que su querida abuela había vivido, que se las había contado y él sí recordaba, que las reflejaría en sus cuadros. A ella le podían gustar y  quizás consiguiera  ver de nuevo una sonrisa en su rostro arrugado.

Como aquella vez que, siendo muy pequeña, se perdió en un monte cerca de su casa y estuvo tres días sin aparecer, con la insufrible angustia de su bisabuela Jacinta. Un cabrero la encontró muerta de frío y de hambre bajo unos arbustos.

O cuando en una ocasión, yendo a lavar al río, se le escapó el trozo de jabón y, por cogerlo, se cayó al agua, que la arrastró varios metros hasta detenerse en unos matorrales de los que salió berreando y magullada.

O el día en que conoció el mar, tan grande e inmenso que tuvo miedo de solo mirarlo.

O su primer amor, con siete años, que le regalaba piedrecitas pintadas de colores para que jugara a las chinas con sus amigas y, a cambio, le pedía un beso.

O tantas y tantas otras: la muerte de su padre, que la sacó del colegio y la puso a trabajar, o, más tarde, la guerra, que la llevó a apuntarse a la Cruz Roja después de aprender nociones de enfermería…, interminables las vivencias de su abuela que él era capaz de evocar.

Lo pensó despacio, reflexionó, llevar a un lienzo recuerdos de su abuela no le iba a dar dinero, de momento tendría que seguir picando verduras, fregando cacharros, preparando comidas…, pero no le importó, le permitiría saldar la inmensa deuda que tenía con su abuela Joaquina por tantos y tantos momentos extraordinarios que le había hecho vivir con el relato de sus recuerdos.

jueves, 25 de junio de 2015

Recuerdos

Autora: Pilar Sanjuán

   En este momento, casi todo en mi vida se reduce a recuerdos. Soy un cúmulo de recuerdos con una envoltura corporal bastante decrépita, que tiene que ayudarse con un bastón para andar diez minutos seguidos, sentándose luego en todos los bancos que encuentra
   Y claro, vienen a mi memoria los tiempos en los que yo era incansable, con un cuerpo ágil y delgado, con las piernas fuertes y derechas (hoy con artrosis y torcidas en paréntesis), los ojos limpios y transparentes (ahora turbios y legañosos al estilo de los que pintó Fray Juan de la Miseria a Santa Teresa), pero en fin, estos “despojos” son míos, es lo que me queda y les tengo apego, sé que aún se deteriorarán más y he de cuidarlos.
   De jóvenes, hablábamos mucho de futuro: “En el futuro...” “Pensando en el futuro...” Pues bien, yo ya he llegado al futuro y ahora vivo el presente con avaricia, porque no sé cuánto presente me queda. Me aferro también a los recuerdos, porque sin ellos no soy nada.
   Cuando pienso, a mis 85 años, cómo ha transcurrido mi vida, con qué rapidez, con qué sensación de haberla pasado “de puntillas”, sin haber podido gozar - por ejemplo - de la niñez de mis seis hijos, siempre acuciada por los problemas de todas clases, sin haber saboreado apenas algún buen momento por lo efímero, creo que algo ha fallado: no sé si mi incapacidad para pensar y planificar, no sé si la vida misma me aturdía con la sucesión de cosas en avalancha que se me venían encima, el caso es que a veces pienso: ¿Qué he hecho yo que merezca la pena en estos 85 años?
   En fin, intentaré evocar algunos de mis recuerdos sin cansaros. Parte de mi infancia la pasé en mi pueblo riojano en casa de mis abuelos. De esa época recuerdo la escuela y a D. Cipriano el Maestro. No puedo olvidar sus manos blancas y cuidadas; yo estaba acostumbrada a las manos rudas de mi abuelo y mis tíos que eran labradores. D. Cipriano tenía la costumbre, mientras nos dictaba, de pelar una manzana con aquellas manos cuidadísimas; luego se la iba comiendo con parsimonia; lo hacía todos los días, como un ritual. Llegué a creer que todos los Maestros se comían una manzana durante la clase. Un día se lo pregunté a mi padre, que también era Maestro, y me dijo riendo que no conocía esa costumbre.
   Me viene a la mente otro recuerdo de cuando tenía cinco o seis añitos: estaba viendo junto a mi abuelo un libro sobre la Naturaleza y le hice una pregunta casi metafísica de la que me enorgullezco; dado lo limitadita que soy, pienso que toda la materia gris de mi cerebro, se me fue en aquella pregunta; mi abuelo decía que todas aquellas maravillas de la Naturaleza, las había hecho Dios y yo le pregunté: “Y a Dios, ¿quién lo ha hecho?” Mi abuelo se debió quedar estupefacto, porque no me contestó.
   A mis 9 años, mis padres, ambos Maestros de la República, fueron desterrados por el Régimen franquista a Úbeda, sin escuela y sin sueldo. Mi padre estuvo encarcelado y salvó la vida de milagro.
   Aparecimos por Úbeda con la etiqueta de “rojos”, avergonzados por lo que parecía un baldón y en un ambiente hostil. Sin amigos, los hermanos, para sobrevivir, nos unimos todo lo posible; mi madre, con depresión, se pasaba la vida en cama. Mi padre tuvo que ponerse a dar clases particulares que casi no le permitían darnos de comer. Además se pasaba la noche haciendo cola a la puerta del Mercado - siempre el primero - para que lo poco que llegaba, le alcanzara. Aquí quiero decir algo sobre mis padres, que es de justicia: A pesar de las penurias con las que el Régimen nos obligaba a vivir, mis padres jamás nos hablaron mal de nadie, así que crecimos en un ambiente exento de odios, rencores y agravios, cosa que siempre les agradeceremos. Mi padre fue un héroe, llevando sobre sus hombros el peso de aquella situación, sin escuela, con seis hijos, con una esposa totalmente anulada por la depresión, haciendo de padre y de madre, atendiéndonos con el mayor cariño y enseñándonos con su ejemplo a ser íntegros y a cumplir con el deber.
   Tengo otro recuerdo de aquella época que no puedo olvidar: todos los días veíamos una cuerda de presos (entonces aprendí lo que era) que llegaban atados por la cintura con un fuerte ramal y llevando un cubo en cada mano; estaban custodiados por dos soldados armados; se acercaban a la fuente del Mercado, llenaban los cubos y se iban con las cabezas bajas y un aire tan lastimoso, que los niños nos quedábamos sobrecogidos.
   Pasado un tiempo, cuando a mi padre le dieron - por fin - una escuela en Úbeda (mi madre nunca superó la depresión) pudimos estudiar y todos elegimos la enseñanza; lo llevábamos en los genes.
   Con 19 años terminé Magisterio y mi padre - ante mi impaciencia por tener una escuela - me solicitó una en la aldeíta de Miller, en plena Sierra de Segura. Como no había carretera, íbamos a Orcera en autobús y desde allí, al salir el sol, me recogía un hombre con una mula y durante 9 horas atravesábamos la Sierra; yo era muy andarina y me gustaba más caminar que ir montada; aquella sucesión de pinares que nunca se acababan, me fascinaba; era como estar en Suiza. La única nota desagradable la ponía algún culebrón que se atravesaba por el camino y que hacía espantarse a la mula.
   De aquel pueblecito tengo recuerdos gratísimos: entrábamos a las 10, yo guiada por el reloj de mis caseros; el de la Iglesia no funcionaba y yo no tenía, así que, entusiasmadas las niñas y yo en la escuela, llegaban las 3 de la tarde, hora de entrar y aún no habíamos salido. Esto me ocurrió varias veces y se solucionó yendo las madres a la 1 a recoger a las niñas para que comieran.
   En primavera me iba sola por las tardes a triscar por aquellos montes buscando flores que eran preciosas. Un día tuve un encuentro muy curioso: al bajar al camino con mi gran ramo me encontré con un señor muy trajeado que me miraba con verdadero asombro; debió confundirme con una pastorcilla del Marqués de Santillana. Me dijo que era viajante y al decirle yo que era la Maestra del pueblo, se quedo aún más perplejo: con mi aspecto aniñado, no daba la imagen de Maestra seria y responsable.
   En esa aldeíta, recibimos la visita del Obispo de Jaén, nada menos vino a la Coronación de la Virgen. Era el año 1950 y a la Iglesia, no sé por qué, le entró la fiebre de las Coronaciones (yo me digo, ¿qué necesidad tenían las Vírgenes de ser coronadas?) Después de la Ceremonia, hubo una gran chuletada, y a juzgar por la cara de satisfacción del Sr Obispo, saboreando aquel manjar, se notaba que se lo estaba pasando mejor que en la Ceremonia.
   Al año siguiente, tuve que ir a Jaén a hacer el Cursillo de Sección Femenina, que según Pilar Primo de Rivera, nos preparaba para ser buenas Maestras, buenas amas de casa, buenas esposas y buenas patriotas (nada menos).
   El Cursillo consistía, entre otras lindezas, en cortar y coser calzoncillos y camisas de caballero, ropas de bebé (la “canastilla”), hacer horribles ejercicios de Gimnasia de manera - eso sí - muy recatada, con unas faldas largas de rizo y unos pantalones, los puchos, debajo, recogidos bajo las rodillas, aprender los 26 Puntos de Falange de memoria, sin entender nada (nadie nos los explicaba) ¿Qué utilidad podía tener este aprendizaje, aplicado por ejemplo a cómo curar el chichón de un niño o cómo cocinar un puchero de garbanzos? Yo recuerdo que después de muchas horas de estudio, me los aprendí como una cotorra, los recité sin saber lo que decía y me dieron un 10 y las Obras Completas de José Antonio (jamás les hinqué el diente).
   También recibíamos consignas de aquellas devotas del Fundador; recuerdo una que decía: “La mujer debe ser el descanso del guerrero”. Esto rezumaba machismo, pero, ¿qué íbamos a saber entonces de machismo? Nuestra ingenuidad y nuestras mentes soñadoras hacían que nos ilusionara esa meta: “ser el descanso del guerrero”.
   Pasados unos años, y ya casadas, muchas pudimos darnos cuenta de lo que daban de sí los “guerreros”: seres egoístas y déspotas que te esclavizaban porque era lo que se esperaba de ellos.

   Acabo ya para no hacerme pesada. Me quedan miles de recuerdos pero no quiero indigestaros. Los dejamos para otra ocasión. Que os sea leve.

Recuerdos

Autor: Antonio Cobos

Recuerdos y suspiros.
Añoranzas de personas y espacios
Que nos dejaron huérfanos
O que no están cercanos.

Melancólica memoria
De una infancia compartida
Con hermanos y primos
entre guisos y pucheros.

Días de celebraciones familiares
en el patio y en la cocina,
entre mujeres de negro
a juego con fogones y calderos.

Nostalgias de niños libres
retozando entre los fuegos
de aquellos días de matanza,
saboreando el peligro
sin el control de mayores,
participando en la fiesta
con sustos y revolcones.

Revoltijo de primos
Visitando a los conejos
y entrando en el gallinero,
Dándoles hierba a los unos
 Y de otras, buscando huevos.

Imágenes de hombres de piel morena,
Sentados frente a copas de aguardiente
 y roscos caseros, tras la faena,

Recuerdos infantiles
de una cocina grande
donde ordenaba la abuela,
dándole el punto a sus guisos
con especias y sabores,
entre sartenes y ollas,
y entre variedad  de olores,
a perejil y a pimienta,
a romero y a albahaca,
a tomillo y a canela,
y a eneldo y a hierbabuena.