miércoles, 20 de mayo de 2015

La pobreza

Autora: Pilar Sanjuán

   Agustín Balaguer aparcó el coche en el arcén de una carretera secundaria a unos 30 kilómetros de la gran ciudad donde vivía, bajó de él  y se sentó en una piedra un poco retirada del arcén. Apoyó la cabeza entre las manos y meditó sobre su situación. Estaba preocupado por el nuevo encargo que acababa de hacerle el Director de su periódico. Era un diario prestigioso de gran tirada nacional en el que trabajaba como Corresponsal desde hacía más de treinta años. Por esta trayectoria, llena de acontecimientos (sobre todo bélicos por desgracia), que él había recogido en sus crónicas con toda rigurosidad, acababan de concederle el Premio Nacional de Periodismo. Le parecía un gran honor, pero haciendo recuento de lo que habían sido aquellos años desde que comenzó, muy joven, se dio cuenta de que su entrega al periódico había sido total, sin regatearle nada.
   Empezó con 25 años cubriendo desde Argentina la guerra de las Malvinas. Unos años después, enviado a Colombia a escribir sobre la guerrilla, ésta lo hizo prisionero acusándolo de espionaje. Costó aclarar su situación de reportero, pero al final lo dejaron libre. Desde Nepal envió crónicas sobre el conflicto del Dalai Lama y China. Allí, en Katmandú, enfermó de unas fiebres que lo tuvieron al borde de la muerte. Los conocimientos sobre hierbas curativas de un monje budista que lo cuidó durante meses, le salvaron la vida. Un tiempo después, su periódico le encargó cubrir la guerra de Afganistán. Cuando iba a este país en un carguero de bandera italiana que llevaba coches a Arabia Saudí, unos piratas somalíes secuestraron el barco y su periódico, tras mucho tiempo de negociaciones con los piratas y el pago de un fuerte rescate, consiguió su liberación.
   En fin, su vida de Corresponsal estaba plagada de avatares: situaciones límite, aventuras sin cuento, peligros de todas clases y sustos de todos los calibres.
   Lo que ahora le encargaba el Director era visitar los países más desfavorecidos de la tierra y escribir sobre la pobreza. Algunos de estos países ya los conocía: Haití, Nepal, Honduras, Somalia, Nicaragua. Tenía de todos ellos recuerdos muy amargos. Ahora tenía que visitar Liberia, Eritrea, República Democrática del Congo, Nigeria... La lista era interminable. Físicamente, se sentía con fuerzas. A sus 55 años estaba aún ágil y lleno de vida. Anímicamente, en cambio, había dado un bajón últimamente, debido a dos razones: la principal era su situación matrimonial: su mujer acababa de pedirle el divorcio; estaba cansada de estar sola, siempre esperando su regreso. No había querido tener hijos, porque sabía que tendría que criarlos sola. Ahora quería rehacer su vida y buscar una pareja más estable. Agustín comprendió que era una mujer joven aún, 47 años, harta sin embargo de soledad, preocupaciones y sobresaltos; todo esto se le había hecho insoportable. Pensó con tristeza que de poco le servía ser un triunfador en el Periodismo si se sentía un fracasado en su matrimonio. Sin duda le había dedicado demasiado tiempo a su trabajo, olvidándose de su mujer.
   La otra razón que le preocupaba en relación al nuevo encargo de su Director, eran los sufrimientos que le esperaban.
   Su capacidad para comprender los padecimientos ajenos no había disminuido ni un ápice en tantos años de contacto con gentes desgraciadas. Por el contrario, sus sentidos, en vez de embotarse, estaban siempre en carne viva, cada vez más vulnerables y más próximos a los desdichados.
   Ensimismado con estos pensamientos, no se dio cuenta del lugar donde se había sentado; oía una especie de algarabía algo lejana que al principio le pasó desapercibida, pero como de vez en cuando subía de tono, le prestó atención. No sabía definir qué era aquel ruido. Se puso de pie y observó con asombro dónde estaba: a unos 50 metros de la carretera vio un gran vertedero que se prolongaba muchos cientos de metros hacia el Este, quizás más de un kilómetro. La algarabía procedía de multitud de aves de todas clases y tamaños que picoteaban en la basura; reconoció buitres, cuervos, águilas, gaviotas, cigüeñas, pájaros grandes y pequeños... Todas esas aves se aplicaban al trabajo de rebuscar entre las inmundicias: Fijándose más, su asombro aumentó, porque entre las patas de las aves más grandes vio otros seres que también rebuscaban: se trataba de niños pequeños, provistos de un palo y una bolsa. Con el palo revolvían en aquel basural y cuando encontraban restos que consideraban aprovechables, los metían en la bolsa. Agustín, cada vez más perplejo, se fue acercando y el espectáculo, visto en plenitud, le pareció dantesco. Los niños encontraban trozos de pan roídos por las ratas, frutas medio podridas, latas abiertas pero con algo de contenido, cartones de leche y yogures se supone que en mal estado, verduras en semi-descomposición... A veces las aves les disputaban algunos de aquellos despojos y a picotazos se los arrebataban, cosa que hacía llorar a los niños por el “tesoro” perdido y el dolor de los picotazos. ¿De dónde había salido tanto niño? Los observó despacio y se le cayó el alma a los pies; su aspecto era lamentable: descalzos, vestidos de harapos, la piel llena de roña, de costras y de pupas; el pelo de una suciedad indescriptible, las expresiones airadas. ¿Qué había de infantil en aquellas criaturas?
   El vertedero, larguísimo y alto, tenía dos taludes, uno a cada lado. Por encima, los camiones habían formado una especie de carretera que les permitía recorrerlo para vaciar los residuos. Agustín montó en su coche y quiso verlo completo; tardó un rato en llegar al final, pero el espectáculo que tenía ante sus ojos lo dejó estupefacto: bajo el vertedero se extendía una llanura ocupada por un poblado de chabolas. Desde la carretera no eran visibles; la extensión, incalculable: centenares de metros. Aquella especie de gueto le pareció a Agustín sencillamente siniestro: chabolas construidas por materiales de desecho, se apoyaban unas en otras en difícil equilibrio. Tablas podridas, uralitas agujereadas, plásticos rasgados, cortinas podridas, electrodomésticos inmundos que sostenían algunas cabañas próximas al derrumbe, ropa tendida de un color indefinible y lo más terrible: en aquella especie de infierno, y a pesar del hedor insoportable que despedía, había vida: observó mujeres greñudas que llevaban bebés en la cintura, llorosos y cubiertos de harapos; otros yacían en el suelo sobre trozos de telas mugrientas; ancianos sentados en sillas desvencijadas, apoyados en la puerta de algunas chabolas, vencidos por los años y la miseria; hombres como desorientados, con la mirada extraviada y los andares perdidos. Ni un árbol, ni una sombra en aquel secarral polvoriento y árido en aquella desolación.
   Por la mitad más o menos del poblado, corría un arroyo inmundo y maloliente; a sus orillas la multitud de niños pequeños jugaban entre el barro disputándose algunos juguetes destrozados. Y horror: de vez en cuando, ratas que correteaban como Pedro por su casa.
   De pronto, se oyeron motores y Agustín observó que llegaban, por debajo de uno de los taludes, camiones con garrafas de agua. El poblado se animó de repente: multitud de hombres, mujeres, niños y ancianos, hicieron cola con vasijas indescriptibles para recoger agua: latas roñosas, garrafas mugrientas, bidones de plástico de mil formas y tamaños; ahora se dio cuenta Agustín de la magnitud de los habitantes del poblado: cientos. Era atroz contemplar el espectáculo: niños descalzos y mugrientos llevando una lata en cada mano, ancianos sujetándose en una muleta y con la mano libre agarrando de mala manera una garrafa. Mujeres con bebés a la espalda y dos vasijas, caminando trabajosamente; cojos, mancos, jorobados, tullidos, iban apareciendo por todas partes en aquella especie de “Corte de los Milagros” para acarrear agua y llevarla hasta sus guaridas.
   O sea, pensó Agustín, que aquel poblado no era desconocido. Al menos, las autoridades sabían de su existencia, puesto que les enviaban agua. Sin embargo, jamás había oído hablar de él. ¿Cómo era posible que algo así existiese a 30 kilómetros de la gran ciudad, y que nadie diera cuenta de su existencia?
   Agustín Balaguer se fue indignado hasta tal punto, que creyó que su corazón iba a estallar. Aquello tenía que denunciarlo. No se podía consentir tamaña injusticia. Sabía de las dificultades que ello le acarrearía, pero apelaría a la generosidad que siempre había mostrado su periódico, para que airease la realidad de aquella devastación de aquel paisaje del dolor, la vergüenza y la falta de solidaridad. ¿Nos íbamos a resignar a que aquellas personas fuesen los desheredados de la tierra, los perdedores, los miserables, el revés de un mundo de lujo insultante, de dinero malgastado o reunido con codicia en lugares bien seguros? Apesadumbrado, y meditando sobre la estrategia a seguir, subió a su coche y se alejó de aquel infierno que le impedía pensar. Se le ocurrió que él sería el primero en ayudar, entregando a una ONG la cuantía íntegra de su Premio, que estaba dotado con 20.000 € para que pronto comenzara la ayuda. Respaldado por el buen nombre de su periódico, pediría subvenciones a las autoridades, amenazando con publicar en primera página aquella ignominia si se negaban.
   Sabía que dentro de pocos días, en la gran fiesta que se iba a organizar para él por la concesión del Premio, iba a ir una representación de los grandes periódicos, gente de dinero, Empresarios, Políticos...
   Prepararía un discurso demoledor, que sacara a muchos los colores a la cara. Dedicaría el resto de su vida si era necesario, para remediar aquel oprobio. Acusaría de pobreza espiritual – por todos los medios disponibles – a los que pudiendo, no se sumaron a la causa.

   Pensando todo esto, se fue serenando. Llegó a su casa y cuando recordó que la cena de aquellas familias sería el contenido de las bolsas que traerían los niños del basural, no pudo probar bocado esa noche.

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