Agustín Balaguer aparcó el
coche en el arcén de una carretera secundaria a unos 30 kilómetros de la gran
ciudad donde vivía, bajó de él y se
sentó en una piedra un poco retirada del arcén. Apoyó la cabeza entre las manos
y meditó sobre su situación. Estaba preocupado por el nuevo encargo que acababa
de hacerle el Director de su periódico. Era un diario prestigioso de gran
tirada nacional en el que trabajaba como Corresponsal desde hacía más de
treinta años. Por esta trayectoria, llena de acontecimientos (sobre todo
bélicos por desgracia), que él había recogido en sus crónicas con toda
rigurosidad, acababan de concederle el Premio Nacional de Periodismo. Le
parecía un gran honor, pero haciendo recuento de lo que habían sido aquellos
años desde que comenzó, muy joven, se dio cuenta de que su entrega al periódico
había sido total, sin regatearle nada.
Empezó con 25 años cubriendo
desde Argentina la guerra de las Malvinas. Unos años después, enviado a
Colombia a escribir sobre la guerrilla, ésta lo hizo prisionero acusándolo de
espionaje. Costó aclarar su situación de reportero, pero al final lo dejaron
libre. Desde Nepal envió crónicas sobre el conflicto del Dalai Lama y China.
Allí, en Katmandú, enfermó de unas fiebres que lo tuvieron al borde de la
muerte. Los conocimientos sobre hierbas curativas de un monje budista que lo
cuidó durante meses, le salvaron la vida. Un tiempo después, su periódico le
encargó cubrir la guerra de Afganistán. Cuando iba a este país en un carguero
de bandera italiana que llevaba coches a Arabia Saudí, unos piratas somalíes
secuestraron el barco y su periódico, tras mucho tiempo de negociaciones con
los piratas y el pago de un fuerte rescate, consiguió su liberación.
En fin, su vida de Corresponsal
estaba plagada de avatares: situaciones límite, aventuras sin cuento, peligros
de todas clases y sustos de todos los calibres.
Lo que ahora le encargaba el
Director era visitar los países más desfavorecidos de la tierra y escribir
sobre la pobreza. Algunos de estos países ya los conocía: Haití, Nepal,
Honduras, Somalia, Nicaragua. Tenía de todos ellos recuerdos muy amargos. Ahora
tenía que visitar Liberia, Eritrea, República Democrática del Congo, Nigeria...
La lista era interminable. Físicamente, se sentía con fuerzas. A sus 55 años
estaba aún ágil y lleno de vida. Anímicamente, en cambio, había dado un bajón
últimamente, debido a dos razones: la principal era su situación matrimonial:
su mujer acababa de pedirle el divorcio; estaba cansada de estar sola, siempre
esperando su regreso. No había querido tener hijos, porque sabía que tendría
que criarlos sola. Ahora quería rehacer su vida y buscar una pareja más
estable. Agustín comprendió que era una mujer joven aún, 47 años, harta sin
embargo de soledad, preocupaciones y sobresaltos; todo esto se le había hecho
insoportable. Pensó con tristeza que de poco le servía ser un triunfador en el
Periodismo si se sentía un fracasado en su matrimonio. Sin duda le había
dedicado demasiado tiempo a su trabajo, olvidándose de su mujer.
La otra razón que le preocupaba
en relación al nuevo encargo de su Director, eran los sufrimientos que le
esperaban.
Su capacidad para comprender
los padecimientos ajenos no había disminuido ni un ápice en tantos años de
contacto con gentes desgraciadas. Por el contrario, sus sentidos, en vez de
embotarse, estaban siempre en carne viva, cada vez más vulnerables y más
próximos a los desdichados.
Ensimismado con estos
pensamientos, no se dio cuenta del lugar donde se había sentado; oía una especie
de algarabía algo lejana que al principio le pasó desapercibida, pero como de
vez en cuando subía de tono, le prestó atención. No sabía definir qué era aquel
ruido. Se puso de pie y observó con asombro dónde estaba: a unos 50 metros de
la carretera vio un gran vertedero que se prolongaba muchos cientos de metros
hacia el Este, quizás más de un kilómetro. La algarabía procedía de multitud de
aves de todas clases y tamaños que picoteaban en la basura; reconoció buitres,
cuervos, águilas, gaviotas, cigüeñas, pájaros grandes y pequeños... Todas esas
aves se aplicaban al trabajo de rebuscar entre las inmundicias: Fijándose más,
su asombro aumentó, porque entre las patas de las aves más grandes vio otros
seres que también rebuscaban: se trataba de niños pequeños, provistos de un
palo y una bolsa. Con el palo revolvían en aquel basural y cuando encontraban
restos que consideraban aprovechables, los metían en la bolsa. Agustín, cada
vez más perplejo, se fue acercando y el espectáculo, visto en plenitud, le
pareció dantesco. Los niños encontraban trozos de pan roídos por las ratas,
frutas medio podridas, latas abiertas pero con algo de contenido, cartones de
leche y yogures se supone que en mal estado, verduras en semi-descomposición...
A veces las aves les disputaban algunos de aquellos despojos y a picotazos se
los arrebataban, cosa que hacía llorar a los niños por el “tesoro” perdido y el
dolor de los picotazos. ¿De dónde había salido tanto niño? Los observó despacio
y se le cayó el alma a los pies; su aspecto era lamentable: descalzos, vestidos
de harapos, la piel llena de roña, de costras y de pupas; el pelo de una
suciedad indescriptible, las expresiones airadas. ¿Qué había de infantil en
aquellas criaturas?
El vertedero, larguísimo y
alto, tenía dos taludes, uno a cada lado. Por encima, los camiones habían
formado una especie de carretera que les permitía recorrerlo para vaciar los
residuos. Agustín montó en su coche y quiso verlo completo; tardó un rato en
llegar al final, pero el espectáculo que tenía ante sus ojos lo dejó
estupefacto: bajo el vertedero se extendía una llanura ocupada por un poblado
de chabolas. Desde la carretera no eran visibles; la extensión, incalculable:
centenares de metros. Aquella especie de gueto le pareció a Agustín
sencillamente siniestro: chabolas construidas por materiales de desecho, se
apoyaban unas en otras en difícil equilibrio. Tablas podridas, uralitas
agujereadas, plásticos rasgados, cortinas podridas, electrodomésticos inmundos
que sostenían algunas cabañas próximas al derrumbe, ropa tendida de un color
indefinible y lo más terrible: en aquella especie de infierno, y a pesar del
hedor insoportable que despedía, había vida: observó mujeres greñudas que
llevaban bebés en la cintura, llorosos y cubiertos de harapos; otros yacían en
el suelo sobre trozos de telas mugrientas; ancianos sentados en sillas
desvencijadas, apoyados en la puerta de algunas chabolas, vencidos por los años
y la miseria; hombres como desorientados, con la mirada extraviada y los
andares perdidos. Ni un árbol, ni una sombra en aquel secarral polvoriento y
árido en aquella desolación.
Por la mitad más o menos del
poblado, corría un arroyo inmundo y maloliente; a sus orillas la multitud de
niños pequeños jugaban entre el barro disputándose algunos juguetes
destrozados. Y horror: de vez en cuando, ratas que correteaban como Pedro por
su casa.
De pronto, se oyeron motores y
Agustín observó que llegaban, por debajo de uno de los taludes, camiones con
garrafas de agua. El poblado se animó de repente: multitud de hombres, mujeres,
niños y ancianos, hicieron cola con vasijas indescriptibles para recoger agua:
latas roñosas, garrafas mugrientas, bidones de plástico de mil formas y
tamaños; ahora se dio cuenta Agustín de la magnitud de los habitantes del
poblado: cientos. Era atroz contemplar el espectáculo: niños descalzos y
mugrientos llevando una lata en cada mano, ancianos sujetándose en una muleta y
con la mano libre agarrando de mala manera una garrafa. Mujeres con bebés a la
espalda y dos vasijas, caminando trabajosamente; cojos, mancos, jorobados,
tullidos, iban apareciendo por todas partes en aquella especie de “Corte de los
Milagros” para acarrear agua y llevarla hasta sus guaridas.
O sea, pensó Agustín, que aquel
poblado no era desconocido. Al menos, las autoridades sabían de su existencia,
puesto que les enviaban agua. Sin embargo, jamás había oído hablar de él. ¿Cómo
era posible que algo así existiese a 30 kilómetros de la gran ciudad, y que
nadie diera cuenta de su existencia?
Agustín Balaguer se fue
indignado hasta tal punto, que creyó que su corazón iba a estallar. Aquello
tenía que denunciarlo. No se podía consentir tamaña injusticia. Sabía de las
dificultades que ello le acarrearía, pero apelaría a la generosidad que siempre
había mostrado su periódico, para que airease la realidad de aquella
devastación de aquel paisaje del dolor, la vergüenza y la falta de solidaridad.
¿Nos íbamos a resignar a que aquellas personas fuesen los desheredados de la
tierra, los perdedores, los miserables, el revés de un mundo de lujo
insultante, de dinero malgastado o reunido con codicia en lugares bien seguros?
Apesadumbrado, y meditando sobre la estrategia a seguir, subió a su coche y se
alejó de aquel infierno que le impedía pensar. Se le ocurrió que él sería el
primero en ayudar, entregando a una ONG la cuantía íntegra de su Premio, que
estaba dotado con 20.000 € para que pronto comenzara la ayuda. Respaldado por
el buen nombre de su periódico, pediría subvenciones a las autoridades,
amenazando con publicar en primera página aquella ignominia si se negaban.
Sabía que dentro de pocos días,
en la gran fiesta que se iba a organizar para él por la concesión del Premio,
iba a ir una representación de los grandes periódicos, gente de dinero,
Empresarios, Políticos...
Prepararía un discurso
demoledor, que sacara a muchos los colores a la cara. Dedicaría el resto de su
vida si era necesario, para remediar aquel oprobio. Acusaría de pobreza
espiritual – por todos los medios disponibles – a los que pudiendo, no se
sumaron a la causa.
Pensando todo esto, se fue
serenando. Llegó a su casa y cuando recordó que la cena de aquellas familias
sería el contenido de las bolsas que traerían los niños del basural, no pudo
probar bocado esa noche.
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