miércoles, 20 de mayo de 2015

La mar de tristezas

Autora: Cecilia Morales

 La pobreza parece un término abstracto, pero no lo es, es muy concreto.

Ser pobre es hambre,  no poder alimentarse, ni vestir el cuerpo, ni educar el alma y el espíritu, es no tener techo bajo el que cobijarse; es no poder ir a la escuela, no saber leer, no tener acceso a la cultura ni al trabajo.

 Ser pobre es llevar la enfermedad pegada a tu piel y no conseguir ser atendido por un médico,  es convivir con la  muerte  porque el agua que  consumes está contaminada.

Ser pobre es tener miedo al futuro, es no tener futuro.

Ser pobre es la impotencia por no ser, por no existir, pero existiendo.

La pobreza vive en el fondo del Mediterráneo, con su cara del color de la aceituna,  su pelo oscuro y la mirada perdida.

Desde el año 2000, más de 22.000 personas, movidas por la miseria, la guerra y la barbarie, se aventuraron y se arriesgaron a cruzar el mar buscando una vida mejor, y se quedaron en el camino. Desde entonces sus nuevos hogares fueron las profundidades de este mar pequeño e inmenso. Crearon sobre su fondo un lecho de ilusiones perdidas y de esperanzas tronchadas, una capa de pobreza absoluta, de indigencia total.

¡Pobre Mar Mediterráneo! ¡Con su pasado lleno de valientes pueblos, de hermosas y terribles historias; con su presente de lujo, de cruceros suntuosos, de ostentosas mansiones que, altivas, sonrientes y felices, lo miran de cara.

Pero la miseria que llega desde el  sur, contumaz y obstinada, lo ha convertido en el mar de los pobres, lo ha convertido en su cementerio, y para la eternidad.

Si el profeta Moisés volviera y separara sus aguas allí por donde desesperadamente vuelven una y otra vez cayucos, pateras, balsas, barcos…, como ya hizo en el Mar Rojo en la huida de Egipto, veríamos una alfombra de huesos blancos sobre la más completa oscuridad azulada, huesos sin nombre, sin lápida, pero que tuvieron padre y madre, y amigos y personas que los lloraron, que los lloran.

Hossain tuvo más suerte. Desde muy pequeño su padre lo había enseñado a nadar en un pequeño embalse próximo a su aldea, allá en una zona perdida de Bangladesh.

- Es importante que aprendas a hacerlo bien, te puede salvar la vida- le dijo un día. Nadar le gustó y con mucho empeño consiguió aprender en los ratos que le dejaba el duro trabajo: rebuscar entre basuras, picar ladrillo, transportar leña o piedras…

Cómo se acordaba ahora de su padre. Arrebujado bajo una manta junto a otros supervivientes, venían a su cabeza imágenes de compañeros de viaje que manoteaban en el agua, chillaban y luego desaparecían, ante su terrible impotencia.

Agradeció a Alá que lo hubiera salvado y rezó por los desaparecidos.

Días después supo que las noticias del naufragio las contaba así la prensa:

“Una embarcación ha naufragado en aguas del canal de Sicilia, a 70 millas de las costas de Libia. Han sido rescatadas 28 personas. Uno de los  supervivientes de este barco hundido en el Mediterráneo, un joven originario de Bangladesh, uno de los países más pobres de la Tierra, dice que había 950 personas, de ellas, 40-50 niños y cerca de 200 mujeres. Según este testimonio, el barco partió de un puerto situado a 50 kilómetros de Trípoli con dirección a Italia. El suceso ocurrió durante la noche. Los guardacostas italianos recibieron una llamada de socorro en la que les avisaron del peligro que corría la embarcación. Al acercarse, los emigrantes se pusieron todos en el mismo lado de la nave y provocaron el hundimiento”, explicaba un representante de ACNUR.

Y el Mediterráneo seguía estando allí para acogerlos.

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