Naima
se levantó antes de la salida del sol. Hacía poco que Assila, su hermana
pequeña se había quedado dormida. La niña había pasado toda la noche llorando
por los cólicos. Aunque le daba la leche de cabra aguada, no podía evitar que
se encogiera por el dolor. Naima temía que si no dejaba de llorar, se la
quitarían, por lo que la acunó sin cesar y la tapó con su manto para apaciguar
el sonido del llanto y que no molestara a los varones.
La madre había
muerto en el parto y los mayores se habían desentendido de la recién nacida, ya
que no tenía posibilidades de sobrevivir y era hembra, así que no valía nada.
Pero Naima, después de cogerla en brazos, no fue capaz de abandonarla y contra
toda esperanza, se hizo cargo de ella.
En la penumbra
envolvió con cuidado el cuerpecito dormido con el pañuelo y la sujetó a su
espalda, como había visto hacer a las mujeres de la aldea. Después colocó el
cántaro sobre su cabeza y se dirigió al pozo. Desde que la madre murió, ella se
encargaba de traer el agua y cocinar para su padre y sus hermanos. Iba por el
agua muy temprano, porque tenía que estar de vuelta antes de que los demás
despertaran. Luego cocía las tortas que todos comían. Su padre después
pastoreaba con las escasas cabras que poseían y los niños caminaban hasta la
escuela, en el pueblo cercano.
Cuando se
quedaba a solas, sólo acompañada de la niña, molía el grano para el día
siguiente. La piedra de moler estaba muy gastada, cada vez tardaba más en
aplastar las semillas y le llevaba más tiempo. Terminaba agotada.
Había otra
razón que la empujaba a ir temprano al pozo, y es que, quería evitar a las
otras mujeres, que se burlaban de ella, porque a sus doce años se estaba
haciendo mayor y ningún hombre la tomaría por esposa. Ella imaginaba que
ninguno de la aldea la aceptaría, porque su familia apenas tenía nada que
ofrecer como dote. Se sabía una carga, además era flaca y sin gracia. Su
existencia anodina consistía en adelantarse con las tareas antes de que se lo
ordenaran y después permanecer apartada para pasar desapercibida. Además, desde
que nació Assila, racionaba su comida para alimentarla con su parte.
Pero una
mañana, su vida y la de todos los aldeanos se torció. Cuando se acercaba al
pozo, los lamentos de las mujeres mayores la alarmaron. La desesperación se
había apoderado de las ancianas, que no dejaban de llorar y aclamar al cielo.
El pozo estaba agotado. El limo que apareció los días anteriores, había sido un
aviso, pero nadie lo quiso creer. La ausencia de lluvias y el gasto que, aunque
mínimo era constante, había consumido el único manantial del que subsistían.
Naima se apartó con una fuerte presión en el pecho, mientras pensaba en la
pequeña ánfora del hogar. Calculó que quedaría agua para otro día o dos a lo
sumo, y después, ¿qué pasaría?
Desde aquel
día, las mujeres del poblado caminaban juntas antes del amanecer, hacia el pozo
más próximo, que se hallaba a media jornada de camino, para regresar al poblado
al caer la tarde.
La muchacha
también caminaba con el grupo, pero intentaba mantenerse un poco distante,
porque seguían burlándose de ella. Por otro lado, Assila cada vez le pesaba más
en la espalda, aunque la verdad es que la niña apenas cogía peso. Por otro lado
le parecía que el cántaro era más pesado y voluminoso, tanto que andaba
encogida temiendo que se le resbalara de la cabeza. Por la noche, cuando
regresaba y dejaba la vasija con el agua en el suelo y a la pequeña sobre la
manta, reparaba en que la cara y las manos agrietadas le escocían. Pero sobre
todo, notaba que las llagas de los pies le ardían y el dolor de espalda, que la
había acompañado todo el día, la inmovilizaba. Por un momento, el agotamiento
se apoderaba de ella y algunos días, oculta bajo su manto, lloraba. Pero
en seguida, empezaba a moler el grano
para la siguiente comida, a la vez que oía distraída las historias que contaban
los niños. Unas horas después, cuando los demás dormían, se levantaba y
preparaba las tortas para la comida, antes de ir con las mujeres al pozo.
Así transcurría
la vida de Naima, mientras el tiempo agostaba cada vez más la aldea y su
entorno. Pronto, en la mente de todos, la escasa prosperidad de antes, quedó olvidada
y las personas se adaptaron rápidamente
a las nuevas circunstancias, incorporándolas a su realidad cotidiana. Los
hombres buscaron nuevos pastos más alejados y las mujeres afianzaron lazos
entre ellas mientras caminaba todo el día. La chiquilla ya no se apartaba del
grupo e incluso se reía con las ocurrencias de las más divertidas. En la
familia también se notaba cierto acercamiento entre los varones y la pequeña
Assila, que con sus gracias alegraba a todos.
Sin embargo,
esta relativa tranquilidad, se vio alterada por la enfermedad de Naima. Cierto
día, al atardecer, cuando regresaban al poblado, se desvaneció. Durante varios
días estuvo delirando bajo los efectos de la fiebre. Las mujeres la cuidaron
noche y día y así descubrieron el padecimiento que había sufrido tanto tiempo.
Vieron las marcas en la espalda, las heridas en los pies y las grietas en las
manos. Compartieron también el agua traída cada tarde, para que la familia no
pasara necesidad. Lentamente Naima fue recuperándose, pero se avergonzaba de
ser una carga y sólo el ánimo de sus cuidadoras, la alentaba a curarse.
La nueva
situación de las mujeres consiguió que pasaran mucho tiempo juntas y que se
conocieran mejor. Al mismo tiempo, el sufrimiento de la joven precipitó que
decidieran cambiar su destino y el de toda la aldea. El
esfuerzo de la traída del agua era demasiado grande, era cierto que había
enfermado la más débil, pero pronto serían otras las enfermas si no cambian esta
situación. Estaban dándole vueltas a esta idea, cuando el azar quiso que
coincidieran con otras mujeres que estaban de paso y se alojaban en la aldea
del pozo. Éstas comentaron que venían de
un pueblo, a dos días de jornada, que estaba junto a un oasis, donde había agua
y tierra fértil en abundancia.
Ante esta
noticia, el grupo decidió que tenían que convencer a los varones, incrédulos y
siempre reacios a cualquier cambio, de
la necesidad de trasladarse al pueblo del oasis. Desde este punto de partida,
les comentarían que era muy importante que los varones no se alejaran del
pueblo para pastorear, por seguridad para los hogares. También les dirían que
era importante que los niños no tuvieran que ir a otro poblado, porque así
evitarían algunos accidentes cuando se desplazaran. Y por último, les
convencerían de que tener el agua en el poblado, era mejor, porque así las
mujeres podrían ayudarles con otros trabajos, ya que no perderían el tiempo
yendo y viniendo al pozo más cercano. No sería demasiado difícil hacerles creer
que, esta idea, era la solución que ellos habían decidido.
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