domingo, 31 de mayo de 2015

¿Quiénes son los pobres?

Autor: Antonio Cobos


Ebrios de capital, sentados en sus tronos metálicos, transpuestos, sueñan que viven originales y extravagantes vidas, mientras que solo viven lo que sueñan. Fríos, como las fundas inoxidables de sus almas, captan imágenes azules y grises a través de las antenas de sus cascos y se sacuden en movimientos espasmódicos regulares, acordes a la tarifa contratada. Es la última exquisitez de moda, a la que solo tienen acceso los más privilegiados, los más ricos, los más excelsos miembros de la sociedad. Por un fin de semana con diez sesiones de placer se pagan sumas astronómicas y solo se pueden inscribir en estas selectas sociedades, aquellos nuevos miembros que sean presentados por un socio añejo.

Mientras tanto, en el mundo banal y cotidiano, los de siempre, los que trabajan en las empresas y fábricas de los sofisticados, los vulgares ciudadanos de toda la vida se han de conformar con lo que han hecho sus padres y sus ancestros: salir a respirar a la montaña, bañarse en una playa, reunir a los amigos en torno a una jarra de cerveza artesanal, leer en papel una obra de antiguos literatos, admirar una película con buena compañía o cerrar los ojos y escuchar una música a través de los poros de la piel. Total fruslerías de gente con escasez de medios, diversiones de pobres.

La propaganda les irá inoculando un virus con el deseo de acceder a las clases superiores. Solo tendrán que vivir para el trabajo, aceptarlo todo sin cuestionar nada, hacer callar y denunciar al disidente, elogiar a los líderes e imitar sus acciones y deseos. Solo tendrán que acumular y consumir lo que le ofrezcan, sin experimentar sentimiento alguno de culpa, sin plantearse nada y sin saber siquiera si el planeta se agota o si en algunas ciudades productoras o en algunas otras partes atrasadas del mundo escasean la sanidad y el alimento. La vida consistirá en lo que le oferten y los sueños serán los que les digan.

¿Quiénes son los pobres?

La pensionista que le tocó la lotería

Autora: Rafaela Castro

Mi nombre es Dolores y la verdad es que siempre hice honor a mi nombre.

Sí, mi vida fue eso, un cúmulo de penas, luchas y trabajo a destajo para sacar a mis hijos adelante.

Con 39 años me quedé viuda. Ya era madre de 5 hijos, el mayor tenía 15 años y por debajo estaban los demás, tres hembras y dos varones.

Mi marido antes de enfermar fue muy trabajador, estuvo unos años en el extranjero y cuando volvió trabajó en lo que pudo.

Por lo memos me encontré con vivienda propia. Mis hijos se hicieron mayores, formaron sus familias, compraron sus viviendas y tienen sus hipotecas las cuales van pagando.

Como las madres no dejamos de serlo nunca, yo comentaba que me haría ilusión si me tocase la lotería para poder ayudar a mis niños. Como todos los años compraba algunos numerillos para el sorteo de navidad, me senté delante del televisor con mis boletos en las manos. ¡No podía creer lo que estaba viendo! Salí premiada con el primer premio. Mi proyecto era ayudar a mis hijos y así lo hice.

Fue bastante dinero, aparte del que les di a ellos me quedé yo también  con un pellizquito. Estaban todos eufóricos, llenos de alegría. Lo que no he contado es que ellos eran unos hermanos muy unidos, solían reunirse muy a menudo, a veces me llevaban a mí también. ¡Cuánto disfrutaba yo viendo como hacían aquellas barbacoas! Cada uno ponía un poquito porque nadie tenía de sobra y así salía todo más económico. Mis nietos más que primos parecían hermanos, aunque de vez en cuando también se tiraban del pelo, pero al final todo era muy divertido, lo pasábamos muy bien.

Llegó el dinero y con él la discordia, cada pareja se iba haciendo más individuales y también sus respectivos hijos. Todos tenían un círculo de amistades, también iban a divertirse a sitios distintos. Se veían poco, se estaban distanciando y había algún que otro pique entre ello. También llegaron a pesar que yo había beneficiado a unos más que a otros.

 Me encontré sola, cada día salía con mis amigas, pero no era lo mismo porque los hijos son los hijos. Cuando me puse a pensar en mi situación, sentí como se me atenazaran la garganta, me ahogaba, no podía respirar.

Nadie llamó al médico de urgencias, no me pasó absolutamente nada, porque esto es un sueño desperté a mi realidad, yo quise ser millonaria y no lo pude lograr, ¡ay, qué alivio, menos mal! Aquel día, antes de desayunar llamé a mi hija mayor:

     - Mira niña habla con tus hermanos y les dices que esta semana invito yo a todos.

     - Mamá ¿qué celebras?

     - Celebro que seguimos siendo pobres.

La hija de Dolores no pudo evitar pensar que si su madre fuese una extraña diría que estaba loca de atar.

No se puede generalizar pero esto es la pobreza, es decir, ser pobre es algo que a todos nos puede pasar igual que ser ricos. Las personas podemos dar un cambio radical en nuestras vidas, hacernos ricos o pobres, es algo que puede ser imprevisto, yo siempre  opiné que lo mejor es el término medio, si eres muy rico puedes caer la ruina, vivir solo para el dinero y llegar a perder los escrúpulos. Si eres pobre puedes caer en la miseria y arrastrar a los tuyos, es decir, a los que más quieres contigo.

En fin este es un tema que da para mucho y que tenía que hacernos recapacitar a todos.

miércoles, 20 de mayo de 2015

El pozo

Autora: Carmen Sánchez

      Naima se levantó antes de la salida del sol. Hacía poco que Assila, su hermana pequeña se había quedado dormida. La niña había pasado toda la noche llorando por los cólicos. Aunque le daba la leche de cabra aguada, no podía evitar que se encogiera por el dolor. Naima temía que si no dejaba de llorar, se la quitarían, por lo que la acunó sin cesar y la tapó con su manto para apaciguar el sonido del llanto y que no molestara a los varones.

La madre había muerto en el parto y los mayores se habían desentendido de la recién nacida, ya que no tenía posibilidades de sobrevivir y era hembra, así que no valía nada. Pero Naima, después de cogerla en brazos, no fue capaz de abandonarla y contra toda esperanza, se hizo cargo de ella.

En la penumbra envolvió con cuidado el cuerpecito dormido con el pañuelo y la sujetó a su espalda, como había visto hacer a las mujeres de la aldea. Después colocó el cántaro sobre su cabeza y se dirigió al pozo. Desde que la madre murió, ella se encargaba de traer el agua y cocinar para su padre y sus hermanos. Iba por el agua muy temprano, porque tenía que estar de vuelta antes de que los demás despertaran. Luego cocía las tortas que todos comían. Su padre después pastoreaba con las escasas cabras que poseían y los niños caminaban hasta la escuela,  en el pueblo cercano.

Cuando se quedaba a solas, sólo acompañada de la niña, molía el grano para el día siguiente. La piedra de moler estaba muy gastada, cada vez tardaba más en aplastar las semillas y le llevaba más tiempo. Terminaba agotada.

Había otra razón que la empujaba a ir temprano al pozo, y es que, quería evitar a las otras mujeres, que se burlaban de ella, porque a sus doce años se estaba haciendo mayor y ningún hombre la tomaría por esposa. Ella imaginaba que ninguno de la aldea la aceptaría, porque su familia apenas tenía nada que ofrecer como dote. Se sabía una carga, además era flaca y sin gracia. Su existencia anodina consistía en adelantarse con las tareas antes de que se lo ordenaran y después permanecer apartada para pasar desapercibida. Además, desde que nació Assila, racionaba su comida para alimentarla con su parte.

Pero una mañana, su vida y la de todos los aldeanos se torció. Cuando se acercaba al pozo, los lamentos de las mujeres mayores la alarmaron. La desesperación se había apoderado de las ancianas, que no dejaban de llorar y aclamar al cielo. El pozo estaba agotado. El limo que apareció los días anteriores, había sido un aviso, pero nadie lo quiso creer. La ausencia de lluvias y el gasto que, aunque mínimo era constante, había consumido el único manantial del que subsistían. Naima se apartó con una fuerte presión en el pecho, mientras pensaba en la pequeña ánfora del hogar. Calculó que quedaría agua para otro día o dos a lo sumo, y después, ¿qué pasaría?

Desde aquel día, las mujeres del poblado caminaban juntas antes del amanecer, hacia el pozo más próximo, que se hallaba a media jornada de camino, para regresar al poblado al caer la tarde.

La muchacha también caminaba con el grupo, pero intentaba mantenerse un poco distante, porque seguían burlándose de ella. Por otro lado, Assila cada vez le pesaba más en la espalda, aunque la verdad es que la niña apenas cogía peso. Por otro lado le parecía que el cántaro era más pesado y voluminoso, tanto que andaba encogida temiendo que se le resbalara de la cabeza. Por la noche, cuando regresaba y dejaba la vasija con el agua en el suelo y a la pequeña sobre la manta, reparaba en que la cara y las manos agrietadas le escocían. Pero sobre todo, notaba que las llagas de los pies le ardían y el dolor de espalda, que la había acompañado todo el día, la inmovilizaba. Por un momento, el agotamiento se apoderaba de ella y algunos días, oculta bajo su manto, lloraba. Pero en  seguida, empezaba a moler el grano para la siguiente comida, a la vez que oía distraída las historias que contaban los niños. Unas horas después, cuando los demás dormían, se levantaba y preparaba las tortas para la comida, antes de ir con las mujeres al pozo.

Así transcurría la vida de Naima, mientras el tiempo agostaba cada vez más la aldea y su entorno. Pronto, en la mente de todos, la escasa prosperidad de antes, quedó olvidada y las personas  se adaptaron rápidamente a las nuevas circunstancias, incorporándolas a su realidad cotidiana. Los hombres buscaron nuevos pastos más alejados y las mujeres afianzaron lazos entre ellas mientras caminaba todo el día. La chiquilla ya no se apartaba del grupo e incluso se reía con las ocurrencias de las más divertidas. En la familia también se notaba cierto acercamiento entre los varones y la pequeña Assila, que con sus gracias alegraba a todos.

Sin embargo, esta relativa tranquilidad, se vio alterada por la enfermedad de Naima. Cierto día, al atardecer, cuando regresaban al poblado, se desvaneció. Durante varios días estuvo delirando bajo los efectos de la fiebre. Las mujeres la cuidaron noche y día y así descubrieron el padecimiento que había sufrido tanto tiempo. Vieron las marcas en la espalda, las heridas en los pies y las grietas en las manos. Compartieron también el agua traída cada tarde, para que la familia no pasara necesidad. Lentamente Naima fue recuperándose, pero se avergonzaba de ser una carga y sólo el ánimo de sus cuidadoras, la alentaba a curarse.

La nueva situación de las mujeres consiguió que pasaran mucho tiempo juntas y que se conocieran mejor. Al mismo tiempo, el sufrimiento de la joven precipitó que decidieran cambiar su destino y el de toda la aldea. El esfuerzo de la traída del agua era demasiado grande, era cierto que había enfermado la más débil, pero pronto serían otras las enfermas si no cambian esta situación. Estaban dándole vueltas a esta idea, cuando el azar quiso que coincidieran con otras mujeres que estaban de paso y se alojaban en la aldea del pozo.  Éstas comentaron que venían de un pueblo, a dos días de jornada, que estaba junto a un oasis, donde había agua y tierra fértil en abundancia.

Ante esta noticia, el grupo decidió que tenían que convencer a los varones, incrédulos y siempre reacios a cualquier cambio,  de la necesidad de trasladarse al pueblo del oasis. Desde este punto de partida, les comentarían que era muy importante que los varones no se alejaran del pueblo para pastorear, por seguridad para los hogares. También les dirían que era importante que los niños no tuvieran que ir a otro poblado, porque así evitarían algunos accidentes cuando se desplazaran. Y por último, les convencerían de que tener el agua en el poblado, era mejor, porque así las mujeres podrían ayudarles con otros trabajos, ya que no perderían el tiempo yendo y viniendo al pozo más cercano. No sería demasiado difícil hacerles creer que, esta idea, era la solución que ellos habían decidido.



La mar de tristezas

Autora: Cecilia Morales

 La pobreza parece un término abstracto, pero no lo es, es muy concreto.

Ser pobre es hambre,  no poder alimentarse, ni vestir el cuerpo, ni educar el alma y el espíritu, es no tener techo bajo el que cobijarse; es no poder ir a la escuela, no saber leer, no tener acceso a la cultura ni al trabajo.

 Ser pobre es llevar la enfermedad pegada a tu piel y no conseguir ser atendido por un médico,  es convivir con la  muerte  porque el agua que  consumes está contaminada.

Ser pobre es tener miedo al futuro, es no tener futuro.

Ser pobre es la impotencia por no ser, por no existir, pero existiendo.

La pobreza vive en el fondo del Mediterráneo, con su cara del color de la aceituna,  su pelo oscuro y la mirada perdida.

Desde el año 2000, más de 22.000 personas, movidas por la miseria, la guerra y la barbarie, se aventuraron y se arriesgaron a cruzar el mar buscando una vida mejor, y se quedaron en el camino. Desde entonces sus nuevos hogares fueron las profundidades de este mar pequeño e inmenso. Crearon sobre su fondo un lecho de ilusiones perdidas y de esperanzas tronchadas, una capa de pobreza absoluta, de indigencia total.

¡Pobre Mar Mediterráneo! ¡Con su pasado lleno de valientes pueblos, de hermosas y terribles historias; con su presente de lujo, de cruceros suntuosos, de ostentosas mansiones que, altivas, sonrientes y felices, lo miran de cara.

Pero la miseria que llega desde el  sur, contumaz y obstinada, lo ha convertido en el mar de los pobres, lo ha convertido en su cementerio, y para la eternidad.

Si el profeta Moisés volviera y separara sus aguas allí por donde desesperadamente vuelven una y otra vez cayucos, pateras, balsas, barcos…, como ya hizo en el Mar Rojo en la huida de Egipto, veríamos una alfombra de huesos blancos sobre la más completa oscuridad azulada, huesos sin nombre, sin lápida, pero que tuvieron padre y madre, y amigos y personas que los lloraron, que los lloran.

Hossain tuvo más suerte. Desde muy pequeño su padre lo había enseñado a nadar en un pequeño embalse próximo a su aldea, allá en una zona perdida de Bangladesh.

- Es importante que aprendas a hacerlo bien, te puede salvar la vida- le dijo un día. Nadar le gustó y con mucho empeño consiguió aprender en los ratos que le dejaba el duro trabajo: rebuscar entre basuras, picar ladrillo, transportar leña o piedras…

Cómo se acordaba ahora de su padre. Arrebujado bajo una manta junto a otros supervivientes, venían a su cabeza imágenes de compañeros de viaje que manoteaban en el agua, chillaban y luego desaparecían, ante su terrible impotencia.

Agradeció a Alá que lo hubiera salvado y rezó por los desaparecidos.

Días después supo que las noticias del naufragio las contaba así la prensa:

“Una embarcación ha naufragado en aguas del canal de Sicilia, a 70 millas de las costas de Libia. Han sido rescatadas 28 personas. Uno de los  supervivientes de este barco hundido en el Mediterráneo, un joven originario de Bangladesh, uno de los países más pobres de la Tierra, dice que había 950 personas, de ellas, 40-50 niños y cerca de 200 mujeres. Según este testimonio, el barco partió de un puerto situado a 50 kilómetros de Trípoli con dirección a Italia. El suceso ocurrió durante la noche. Los guardacostas italianos recibieron una llamada de socorro en la que les avisaron del peligro que corría la embarcación. Al acercarse, los emigrantes se pusieron todos en el mismo lado de la nave y provocaron el hundimiento”, explicaba un representante de ACNUR.

Y el Mediterráneo seguía estando allí para acogerlos.

La pobreza

Autora: Pilar Sanjuán

   Agustín Balaguer aparcó el coche en el arcén de una carretera secundaria a unos 30 kilómetros de la gran ciudad donde vivía, bajó de él  y se sentó en una piedra un poco retirada del arcén. Apoyó la cabeza entre las manos y meditó sobre su situación. Estaba preocupado por el nuevo encargo que acababa de hacerle el Director de su periódico. Era un diario prestigioso de gran tirada nacional en el que trabajaba como Corresponsal desde hacía más de treinta años. Por esta trayectoria, llena de acontecimientos (sobre todo bélicos por desgracia), que él había recogido en sus crónicas con toda rigurosidad, acababan de concederle el Premio Nacional de Periodismo. Le parecía un gran honor, pero haciendo recuento de lo que habían sido aquellos años desde que comenzó, muy joven, se dio cuenta de que su entrega al periódico había sido total, sin regatearle nada.
   Empezó con 25 años cubriendo desde Argentina la guerra de las Malvinas. Unos años después, enviado a Colombia a escribir sobre la guerrilla, ésta lo hizo prisionero acusándolo de espionaje. Costó aclarar su situación de reportero, pero al final lo dejaron libre. Desde Nepal envió crónicas sobre el conflicto del Dalai Lama y China. Allí, en Katmandú, enfermó de unas fiebres que lo tuvieron al borde de la muerte. Los conocimientos sobre hierbas curativas de un monje budista que lo cuidó durante meses, le salvaron la vida. Un tiempo después, su periódico le encargó cubrir la guerra de Afganistán. Cuando iba a este país en un carguero de bandera italiana que llevaba coches a Arabia Saudí, unos piratas somalíes secuestraron el barco y su periódico, tras mucho tiempo de negociaciones con los piratas y el pago de un fuerte rescate, consiguió su liberación.
   En fin, su vida de Corresponsal estaba plagada de avatares: situaciones límite, aventuras sin cuento, peligros de todas clases y sustos de todos los calibres.
   Lo que ahora le encargaba el Director era visitar los países más desfavorecidos de la tierra y escribir sobre la pobreza. Algunos de estos países ya los conocía: Haití, Nepal, Honduras, Somalia, Nicaragua. Tenía de todos ellos recuerdos muy amargos. Ahora tenía que visitar Liberia, Eritrea, República Democrática del Congo, Nigeria... La lista era interminable. Físicamente, se sentía con fuerzas. A sus 55 años estaba aún ágil y lleno de vida. Anímicamente, en cambio, había dado un bajón últimamente, debido a dos razones: la principal era su situación matrimonial: su mujer acababa de pedirle el divorcio; estaba cansada de estar sola, siempre esperando su regreso. No había querido tener hijos, porque sabía que tendría que criarlos sola. Ahora quería rehacer su vida y buscar una pareja más estable. Agustín comprendió que era una mujer joven aún, 47 años, harta sin embargo de soledad, preocupaciones y sobresaltos; todo esto se le había hecho insoportable. Pensó con tristeza que de poco le servía ser un triunfador en el Periodismo si se sentía un fracasado en su matrimonio. Sin duda le había dedicado demasiado tiempo a su trabajo, olvidándose de su mujer.
   La otra razón que le preocupaba en relación al nuevo encargo de su Director, eran los sufrimientos que le esperaban.
   Su capacidad para comprender los padecimientos ajenos no había disminuido ni un ápice en tantos años de contacto con gentes desgraciadas. Por el contrario, sus sentidos, en vez de embotarse, estaban siempre en carne viva, cada vez más vulnerables y más próximos a los desdichados.
   Ensimismado con estos pensamientos, no se dio cuenta del lugar donde se había sentado; oía una especie de algarabía algo lejana que al principio le pasó desapercibida, pero como de vez en cuando subía de tono, le prestó atención. No sabía definir qué era aquel ruido. Se puso de pie y observó con asombro dónde estaba: a unos 50 metros de la carretera vio un gran vertedero que se prolongaba muchos cientos de metros hacia el Este, quizás más de un kilómetro. La algarabía procedía de multitud de aves de todas clases y tamaños que picoteaban en la basura; reconoció buitres, cuervos, águilas, gaviotas, cigüeñas, pájaros grandes y pequeños... Todas esas aves se aplicaban al trabajo de rebuscar entre las inmundicias: Fijándose más, su asombro aumentó, porque entre las patas de las aves más grandes vio otros seres que también rebuscaban: se trataba de niños pequeños, provistos de un palo y una bolsa. Con el palo revolvían en aquel basural y cuando encontraban restos que consideraban aprovechables, los metían en la bolsa. Agustín, cada vez más perplejo, se fue acercando y el espectáculo, visto en plenitud, le pareció dantesco. Los niños encontraban trozos de pan roídos por las ratas, frutas medio podridas, latas abiertas pero con algo de contenido, cartones de leche y yogures se supone que en mal estado, verduras en semi-descomposición... A veces las aves les disputaban algunos de aquellos despojos y a picotazos se los arrebataban, cosa que hacía llorar a los niños por el “tesoro” perdido y el dolor de los picotazos. ¿De dónde había salido tanto niño? Los observó despacio y se le cayó el alma a los pies; su aspecto era lamentable: descalzos, vestidos de harapos, la piel llena de roña, de costras y de pupas; el pelo de una suciedad indescriptible, las expresiones airadas. ¿Qué había de infantil en aquellas criaturas?
   El vertedero, larguísimo y alto, tenía dos taludes, uno a cada lado. Por encima, los camiones habían formado una especie de carretera que les permitía recorrerlo para vaciar los residuos. Agustín montó en su coche y quiso verlo completo; tardó un rato en llegar al final, pero el espectáculo que tenía ante sus ojos lo dejó estupefacto: bajo el vertedero se extendía una llanura ocupada por un poblado de chabolas. Desde la carretera no eran visibles; la extensión, incalculable: centenares de metros. Aquella especie de gueto le pareció a Agustín sencillamente siniestro: chabolas construidas por materiales de desecho, se apoyaban unas en otras en difícil equilibrio. Tablas podridas, uralitas agujereadas, plásticos rasgados, cortinas podridas, electrodomésticos inmundos que sostenían algunas cabañas próximas al derrumbe, ropa tendida de un color indefinible y lo más terrible: en aquella especie de infierno, y a pesar del hedor insoportable que despedía, había vida: observó mujeres greñudas que llevaban bebés en la cintura, llorosos y cubiertos de harapos; otros yacían en el suelo sobre trozos de telas mugrientas; ancianos sentados en sillas desvencijadas, apoyados en la puerta de algunas chabolas, vencidos por los años y la miseria; hombres como desorientados, con la mirada extraviada y los andares perdidos. Ni un árbol, ni una sombra en aquel secarral polvoriento y árido en aquella desolación.
   Por la mitad más o menos del poblado, corría un arroyo inmundo y maloliente; a sus orillas la multitud de niños pequeños jugaban entre el barro disputándose algunos juguetes destrozados. Y horror: de vez en cuando, ratas que correteaban como Pedro por su casa.
   De pronto, se oyeron motores y Agustín observó que llegaban, por debajo de uno de los taludes, camiones con garrafas de agua. El poblado se animó de repente: multitud de hombres, mujeres, niños y ancianos, hicieron cola con vasijas indescriptibles para recoger agua: latas roñosas, garrafas mugrientas, bidones de plástico de mil formas y tamaños; ahora se dio cuenta Agustín de la magnitud de los habitantes del poblado: cientos. Era atroz contemplar el espectáculo: niños descalzos y mugrientos llevando una lata en cada mano, ancianos sujetándose en una muleta y con la mano libre agarrando de mala manera una garrafa. Mujeres con bebés a la espalda y dos vasijas, caminando trabajosamente; cojos, mancos, jorobados, tullidos, iban apareciendo por todas partes en aquella especie de “Corte de los Milagros” para acarrear agua y llevarla hasta sus guaridas.
   O sea, pensó Agustín, que aquel poblado no era desconocido. Al menos, las autoridades sabían de su existencia, puesto que les enviaban agua. Sin embargo, jamás había oído hablar de él. ¿Cómo era posible que algo así existiese a 30 kilómetros de la gran ciudad, y que nadie diera cuenta de su existencia?
   Agustín Balaguer se fue indignado hasta tal punto, que creyó que su corazón iba a estallar. Aquello tenía que denunciarlo. No se podía consentir tamaña injusticia. Sabía de las dificultades que ello le acarrearía, pero apelaría a la generosidad que siempre había mostrado su periódico, para que airease la realidad de aquella devastación de aquel paisaje del dolor, la vergüenza y la falta de solidaridad. ¿Nos íbamos a resignar a que aquellas personas fuesen los desheredados de la tierra, los perdedores, los miserables, el revés de un mundo de lujo insultante, de dinero malgastado o reunido con codicia en lugares bien seguros? Apesadumbrado, y meditando sobre la estrategia a seguir, subió a su coche y se alejó de aquel infierno que le impedía pensar. Se le ocurrió que él sería el primero en ayudar, entregando a una ONG la cuantía íntegra de su Premio, que estaba dotado con 20.000 € para que pronto comenzara la ayuda. Respaldado por el buen nombre de su periódico, pediría subvenciones a las autoridades, amenazando con publicar en primera página aquella ignominia si se negaban.
   Sabía que dentro de pocos días, en la gran fiesta que se iba a organizar para él por la concesión del Premio, iba a ir una representación de los grandes periódicos, gente de dinero, Empresarios, Políticos...
   Prepararía un discurso demoledor, que sacara a muchos los colores a la cara. Dedicaría el resto de su vida si era necesario, para remediar aquel oprobio. Acusaría de pobreza espiritual – por todos los medios disponibles – a los que pudiendo, no se sumaron a la causa.

   Pensando todo esto, se fue serenando. Llegó a su casa y cuando recordó que la cena de aquellas familias sería el contenido de las bolsas que traerían los niños del basural, no pudo probar bocado esa noche.

martes, 19 de mayo de 2015

La niña de Rajoy

Autora: Elena Casanova


Mi madre dice que no soy guapa porque soy pobre.

Mi madre siempre se empeña en hacerme una coleta o trenzas para ir al colegio. Algunas veces prefiero llevarlo suelto como mis compañeras, pero ella insiste que no puede ser porque  mi pelo se ha vuelto quebradizo y ha perdido el brillo que tuvo alguna vez; cuando lo cepilla también se queja de su tono pajizo. Le digo que tal vez lavándolo más a menudo y utilizando el champú que usaba antes, mi cabello lucirá más bonito. Ella me mira con cierta resignación dando media vuelta, quedándome con la duda  de una respuesta y  con los movimientos negativos de  su cabeza.  Cada vez que pasa por mi cuerpo una  toalla para quitar el exceso de humedad,  oigo un leve pero irritante tono de voz lamentándose  de la sequedad y aspereza de mi piel. Ni siquiera me atrevo a preguntarle  por qué no extiende aquella crema blanca que me dejaba una agradable sensación de suavidad.  La primera vez  que lo hice,  me apretó con tanta fuerza que casi me dolió.

Cuando salimos para el colegio,  le pregunto a mi madre si ese día toca llevar  algo para la merienda. A veces,  corre a la cocina y me trae en una bolsa de tela un trozo de pan con algunas rodajas de embutido. Otras, será mi maestra Irene la que me dará alguna cosa para comer. Mis compañeros, sin embargo, llevan siempre briks de zumo o batido y bocadillos que van envueltos en ese papel tan brillante y tan bonito; también son  más grandes y mucho más buenos. Mis amigos se ríen de los míos  y prefiero que no los vean;  por eso salgo la primera al patio, me escondo detrás de la portería y me los como tan rápido como puedo. La ventaja de que sean tan pequeños es que cuando han salido todos al recreo ya he terminado. A última hora de clase, el estómago me suele doler un poquito, pero no pasa nada porque este año hay comedor en el colegio y la comida ya está preparada cuando salgo de clase a las dos de la tarde. Mi madre me advierte todas las mañanas: “comételo todo porque no sé si esta tarde podrás  merendar…”

Hoy ha sido el cumpleaños de Marta y su mamá ha traído un  bizcocho de chocolate, buenísimo. Después ha repartido unas tarjetas entre los compañeros; no ha debido darse cuenta,  pero no me ha dado ninguna. Cuando le he dicho que se ha olvidado de mí, ha sonreído y contestado que  no le quedaban más, la próxima vez.  Me he puesto un poco triste y se lo he contado a mi madre. Ella dice que no me ha invitado a su fiesta de cumpleaños porque no tengo un vestido bonito ni zapatos nuevos. Toda mi ropa está un poco desgastada y algo desproporcionada para mi altura, esa es la verdad.  Me pongo un poco pesada e insisto  a mi madre para ir a una tienda y poder comprar ese vestido y esos zapatos porque quiero asistir a la celebración de Marta. Pero ella me contesta que es imposible, el único sitio donde podemos adquirir la ropa, es en esa especie de almacén que hay dos calles más abajo de mi casa, donde dos señoras mayores, muy bien vestidas,   peinadas con moños bajos y una sonrisa permanente la reparten en bolsas negras. Ni siquiera me dejan que yo elija, le preguntan a mi madre la talla y nos dan lo que necesitamos. Siempre que voy, les pido también una mochila nueva porque la que tengo tiene algunos agujeros y,  aunque a mí no me importa demasiado, parece que a los niños de mi cole les hace gracia y,  cuando no estoy atenta, meten piedras y palitos por los boquetes. Yo me enfado pero es peor, cuando más lo hago, más se burlan de mí. También es un problema cuando mis lápices se quedan tan pequeños que apenas me caben entre los dedos. Procuro no sacarles punta muy a menudo y jamás los aprieto cuando escribo o coloreo un dibujo. Mi maestra me dice que sea cuidadosa con el material y no lo malgaste inútilmente. Cuando necesito algo nuevo,  ella se encarga de hacerlo. Antes iba a la papelería que hay en la esquina de nuestra calle y le compraba a Ramón todo lo que necesitaba para el cole. Me gustaba tanto el olor a papel, el olor de los lápices y me quedaba ensimismada mirando  los múltiples colores de las cartulinas dispuestas en filas muy ordenadas. Ahora  lo hago a través de los cristales del escaparate.

Pero lo peor de todo es cuando caigo enferma. A menudo tengo infecciones respiratorias y anemia. Al salir de la consulta del médico casi siempre noto a mi madre muy nerviosa y tensa. Yo sé que ella no quiere recurrir a los abuelos, pero al final no le queda otra si quiere comprar mis medicinas. Ellos no tienen mucho, pero hacen un enorme esfuerzo y ayudan todo lo que pueden. Cuando se quedan solos con mi madre, les oigo discutir, siempre de lo mismo: el dinero.  Yo cierro los ojos y me quedo dormida, aún soy demasiado pequeña para entender lo que pasa.