A Beatriz le gustaba sentarse al
final de la clase, o en una esquina. No quería
tener su cara expuesta fácilmente al paso de las miradas de los
compañeros.
Era callada y retraída,
trabajadora y estudiosa, pero no alardeaba de ello, al revés, casi nunca
hablaba, ni respondía a las preguntas generales de los profesores, jamás
levantaba la mano para nada. Quizás por
eso, por parecer o ser apocada, en ocasiones, era objeto del pitorreo por parte
de algunos compañeros.
-A ver, la sinlengua, ¿es que no sabes la respuesta tan
lista como eres?- le decía burlonamente
a veces Héctor, un rubio sonriente y corpulento, que necesitaba llamar la
atención, ante alguna pregunta de los
profes.
-Eh, doña hormiguita, hoy también
habrás traído todos los deberes, ¿no?, preguntaba graciosilla Clara, la más
redicha de la clase.
El profe les hacía ver a estos
compañeros tan irrespetuosos lo perjudicial de su conducta, pero todo quedaba ahí. Además, a Beatriz tampoco parecía importarle demasiado, nunca
se lo tomaba a mal y, la mayoría de las veces, hacía acopio de fuerza y pasaba
de ellos. Iba a lo suyo y en paz.
Los gemelos eran otra cosa. Con
sus caras como toneles, ojos achinados y espaldas de gigantes; con ese gesto agresivo y desafiante, sí le daban
miedo. Fuera del instituto la habían retenido y amenazado alguna que otra vez,
pero ella nunca los denunció, ni se quejó. Frente a ellos, su otro yo interior,
más fuerte y animoso, no era suficiente.
Beatriz también era una chica
soñadora. En el rincón preferido de su cabeza siempre estaba tejiendo proyectos
y aspiraciones que le permitían llevar una vida paralela y que sabía armonizar
muy bien con su vida escolar, no siempre feliz.
Su último deseo era realmente
difícil, inconcebible en una joven como ella, ni más ni menos que llegar a ser
la delegada de clase. El solo pensar en ello, ya le producía una risa interior,
un feliz desasosiego, una tierna
inquietud que cualquier contratiempo desaparecía inmediatamente de su cabeza.
La costumbre en su clase era, a
su profe le gustaba, que con cierta frecuencia
se cambiara de persona delegada de clase. Decía que era importante que
todos, aunque fuera por una sola vez, asumieran esa responsabilidad. Y esto se estaba maquinando ahora en el rincón
preferido de su cabeza.
Llegar a ser delegada de clase no
era cuestión de sorteo, de orden alfabético ni de nada parecido. El profe
convertía en candidatos a todos los que lo pretendieran y como tales, debían
expresar en un breve documento varios propósitos con los que aspiraban a
mejorar el ambiente y el trabajo en la
clase. ¡ Y, además, explicarlos!
Ya veía pasar por su cerebro,
como si fuera la televisión, las imágenes con las miradas pícaras, las risas
burlonas, los gestos provocadores de sus compañeros más fanfarrones. Pero para
eso tenía su otra vida secreta, para hacer frente a lo que viniera. Y se
dispuso a prepararlo todo.
Cuando tuvo elaborado el
documento con sus pretensiones, se lo entregó a su profe, como estaba previsto.
Con este primer paso, ya estaba
satisfecha, contenta, ya era candidata oficial. Ahora tenía que exponer y defender sus deseos ante los compañeros, y se
fue preparando. Durante dos días ensayó frente al espejo. Y se gustó.
La noche anterior a la defensa de
su candidatura durmió mal, inquieta. Por la mañana, hizo un último ensayo ante
el espejo y vio que estaba bien, pero, al terminar, la superficie reluciente
del espejo le devolvió incomprensiblemente la imagen de los gemelos, con su
sonrisa inquietante, malévola, perversa, y en ese instante, el espejo se hizo
añicos.
Beatriz sintió terror y,
espantada, se metió de nuevo en la cama.
A su madre le dijo que se sentía
mal, que no había dormido, y no fue al instituto.
Algo empezaba a fallar en el
rincón preferido de su cabeza.
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