sábado, 21 de marzo de 2015

Padre e hijo

Autor: Antonio Cobos

Habían transcurrido ocho años desde que Miles, aquel personaje de Sunset Park de Paul Auster, había decidido abandonar la casa de sus padres y huir de sí mismo. Un padre excesivamente comprensivo y respetuoso, y una madre adoptiva inusualmente cariñosa y motivadora, no se merecían que su conducta taciturna y su actitud de silencio rompieran la apacible y equilibrada relación que existía entre ellos, provocando discusiones tempestuosas entre dos personas que se complementaban de maravilla y que comenzaban a alcanzar la cima de sus vidas profesionales.

Pero, al marcharse sin ningún tipo de explicación, no pudo actuar de otra manera. Ya no podía soportarlo más. A nadie había confesado la implicación que tuvo en la muerte de su hermano. Todo quedó en un fatal accidente, en un atropello cruel e inevitable, en una curva sin visibilidad y un joven puesto de pie, en medio de la carretera, medio desorientado. Era un peso demasiado grande para lo que era aún un proyecto de adulto. Y además, sin ser consciente de ello en el momento de desaparecer, quiso castigar a su media familia. Su propia y repentina pérdida compensaría en las carnes de su padre, la brusca desaparición del hijo de su madre adoptiva.

Las incontrolables circunstancias de la vida le llevaron de nuevo a Nueva York, la ciudad de su infancia y adolescencia, la población en la que sus padres residían aún y en la que ambos habían alcanzado cierta popularidad y prestigio. Eran personajes conocidos en los ámbitos culturales.

Ajeno a la traición de su único eslabón con su antiguo mundo, creía que había vuelto a la gran ciudad de forma anónima, como un elemento más de una inmensa infección de seres humanos que colonizaban de una forma masiva un determinado lugar en la costa este del país. Pero sus padres estaban al tanto de su vuelta. Es más, sabían su dirección.

Hablándole a ese amigo de Miles, el padre de nuestro personaje dijo que su hijo era el que se había marchado, y que era su hijo el que tenía que volver. Pero esas palabras no eran un reflejo de la conducta de un padre orgulloso, que no quiere mostrar debilidad ante su hijo descarriado. Era una actitud de respeto, de aceptación de su libertad.

Muchos padres se encastillan en un dolido orgullo del que no quieren salir y exigen la sumisión del hijo pecador. Otros se apresuran a abrazar a sus descendientes sin ponerles condiciones y dispuestos siempre a perdonar. Pero, ¡qué dignidad la del padre de nuestro joven!, ¡qué paciencia!, cuando sé con seguridad, que está deseando abrazarle y que ni siquiera le preguntará por qué se fue. Él lo explicará, si es que así lo desea.

A media lectura de la novela, no sé aún como resuelve Paul Auster el encuentro, o más bien diría el reencuentro entre padre e hijo, pero estoy seguro de que se producirá y pienso que una posible manera de relatarlo podría ser más a menos así.

 ‘Transcurridos unos días desde su llegada y familiarizado con los alrededores de su nuevo domicilio, Miles decidió abrirse a su niñez y adolescencia. Recorrió lugares de experiencias atrasadas y revivió disputas y complicidades con su hermano postizo.

Ya no le dolía su ausencia, su desaparición no le aplastaba el pecho como lo hacía cuando decidió marcharse a sufrir su desconsuelo en soledad. Su desconsuelo y también, su culpa. ¿Por qué discutieron?, ¿por qué iba su hermano por la parte interior de la carretera? ¿por qué le empujó?, ¿por qué apareció el coche de repente?, ¿por qué no reaccionó y saltó?, ¿por qué…? Pudo haber sido él, pero fue su hermano el que se sacudía el pantalón cuando apareció el coche en la curva.

Regresado a casa, levantó hasta tres veces el teléfono antes de llamar a la oficina de su padre. Al final, lo hizo. Cuando la chica que contestó a su llamada le preguntó su nombre, le respondió con un normalizado: ‘Dígale que le llama su hijo’.
Unos segundos después, una voz conocida se oyó al otro lado de la línea.

-          Miles, ¿cómo estás?
-          Muy bien. ¿Y tú?¿Y vosotros?
-    Con mucho trabajo, pero estamos bien. Nos marchan bien las cosas. Algo más mayores.

Hubo unos segundos de silencio hasta que el joven encontró las palabras que buscaba.

-       Estoy en la ciudad. Viviré algún tiempo aquí, antes de volver a marcharme. ¿Quieres que nos veamos?
-          Claro que sí. ¿Dónde estás?
-        Estoy en casa, pero preferiría verte en el centro. Puedo estar en una hora al lado de tu  oficina y podemos comer algo juntos.
-    Perfecto, conozco un lugar tranquilo cerca de aquí. Nos podemos encontrar en la confluencia de la 57 con la sexta. Cerca hay una boca de metro.
-          De acuerdo, dentro de una hora estaré allí.
-          ¿Aviso a mamá?
-          ¿Te refieres a Willa?
-          Sí.
-          Prefiero verla más tarde.
-          Está bien, está bien. Nos vemos.
-          Nos vemos.

Una hora más tarde, nuestro personaje salió del metro y se dirigió hacia la esquina de la sexta con la 57. Se había quedado con ganas de decirle un ‘te quiero’ a su padre y le faltaba tiempo para transmitírselo en persona. Al llegar, lo vio en la esquina, esperándole, mirando hacia abajo de la sexta avenida. Cuando el padre vio a su hijo, comenzó a andar hacia él. Nuestro joven apretó el paso y su padre también lo hizo. Cuando ya estaban cerca el hijo corrió y se fundieron en un abrazo.

-          ¡Te quiero papá!
-          ¡Y yo a ti, hijo!

Tras unos segundos de un afectuoso abrazo, se miraron y se volvieron a abrazar. Los transeúntes pasaban indiferentes por su lado y una mujer de rasgos latinos se paró, y se puso a mirar a aquellos dos hombres que se abrazaban y se balanceaban en plena calle.

Dos horas más tarde, tras comer juntos y contarse sus miserias personales, padre e hijo caminaban hacia Central Park. Ambos sonreían y parecían dos personas felices. Uno de ellos, parecía haber recuperado un tesoro perdido y eso le había hecho rejuvenecer ocho años al menos. El otro había dejado en el restaurante una pesada carga de millares de kilos y parecía más alto y más ligero. También parecía haberse hecho más joven”. 

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