sábado, 21 de marzo de 2015

La jubilación

Autora: Carmen Sánchez

Gerardo

Llegó el día de la jubilación y se sentía afortunado. Fue emocionante la despedida, cuando entre felicitaciones, los compañeros recordaron anécdotas de momentos compartidos.

Tras cuarenta años, Gerardo estaba satisfecho. Comenzó a trabajar en la empresa cuando era muy joven y desde el principio su sentido de la responsabilidad lo llevó a no faltar  nunca a su puesto y a comprometerse con los objetivos que marcaba la Dirección. Quizás, por sus orígenes humildes y por la precariedad que sus padres padecieron, para él su trabajo fue muy importante.  Tenía que reconocer además, que siempre le gustó. Los jefes  valoraban su gestión y al mismo tiempo se sentía cómodo en el ambiente distendido de la oficina. Sin embargo,  esta etapa finalizaba y aunque creía que estaba preparado, algo de incertidumbre se ocultaba tras las bromas  de los amigos.

Ahora comenzaba otra etapa de reencuentro con su familia. Admitía que durante  estos años, no había dedicado todo el tiempo que hubiera querido a su mujer y sus hijos y esperaba recuperar los momentos que el trabajo había postergado. Pero, no fue fácil.

Pasaron los días y al principio disfrutaba la sensación de “estar de vacaciones”, luego se dedicó a  hacer pequeñas reparaciones  en casa, que pronto se acabaron. Transcurrieron las semanas y como había sido su costumbre, siguió despertándose al amanecer, así que decidió hacer ejercicio y leer el periódico sin prisas mientras desayunaba. Pero pronto la falta de aficiones se hizo patente en su vida. No le gustaba leer porque el trabajo le había dejado poco tiempo libre,  por el mismo motivo, tampoco disfrutaba de la música o el cine.

En estos momentos echaba de menos, más que nunca, a su mujer, pero ella continuaba trabajando y además tenía múltiples ocupaciones que le restaban tiempo para él. Por otro lado sus hijos hacía años que se habían independizado y a sus nietos los veía ocasionalmente.

Empezó a sentirse ausente y  fuera de lugar. Añoraba el bullicio de la oficina, el ir y venir de los empleados, las consultas y las decisiones. En casa, en cambio, el silencio era demasiado denso, tampoco soportaba no saber qué hacer, necesitaba tener la jornada planificada como antes.  Cada día se encontraba en un hogar desierto en el que era un extraño. Con frecuencia, desconocía donde se guardaba algo que buscaba, o bien, encontraba objetos cuya existencia había olvidado. Sin darse cuenta, peregrinaba por las habitaciones, abría cajones y armarios, buscaba fotos o detalles que le recordaran momentos familiares del pasado.

Pero lo que más le preocupaba era el desencuentro que últimamente había entre Teresa, su mujer, y él. Durante la jornada deseaba que llegara, pero luego, su presencia se hacía difícil, discrepaban sobre cualquier tema y la tensión entre ambos era insoportable. Pensaba que ella había cambiado, era más independiente y según su criterio, excesivamente tolerante con ciertos temas. Por el contrario, era mucho más crítica respecto a él.  Intentaba acercarse a ella, pero toda aproximación terminaba en reproches. No sabía que estaba pasando pero se estaban convirtiendo en dos desconocidos.

Teresa

Hacía tiempo que temía ese momento, pero era inevitable que llegara la jubilación de su marido. Hacía treinta y cinco años que Teresa y Gerardo se habían casado y se conocían demasiado bien.

Aunque eran muy jóvenes cuando se  conocieron, él ya trabajaba. Probablemente, su madurez fue lo que más le atrajo. Provenía de una familia de pocos recursos y quería progresar y conseguir cierta estabilidad, esto le dio tranquilidad a ella y al ser un joven tan responsable, en seguida se comprometieron.

Desde el principio Gerardo se implicó en la empresa, estudió y aprovechó cuantas oportunidades se le presentaron para promocionar, pero los retos nunca se acababan y cada vez estaba más inmerso en su trabajo. Se sentía importante, estaba orgulloso de los logros conseguidos y el respeto que generaba en la compañía. Así fue inevitable que le dedicara jornadas interminables que, sin darse cuenta, lo desligaban de todo lo demás.

Con el paso del tiempo y en parte por huir de la soledad, Teresa empezó a trabajar. Luego nacieron los hijos, y esto tampoco cambió  la situación, ya que Gerardo seguía  sin horarios. Esperaba que con la llegada de los niños, él pasara más tiempo en casa, pero nada cambió, aducía que su trabajo requería más dedicación y que su sueldo, mayor que el de ella, mantenía la economía familiar. El marido no entendía de visitas al pediatra o de llevar a los niños a clases extraescolares.

Muchas veces se irritó por los continuos retrasos del marido, pero tras el último enfado serio,  llegó a la conclusión de que él no iba a cambiar y lo quería, por encima de todo. Si deseaba mantener su familia, tenía que aceptarlo como era. Lo único que podía hacer, respecto a Gerardo, era dejar de esperar.  Poco a poco aceptó la situación,  el tiempo fue pasando, los hijos crecieron y abandonaron el hogar, y nuevamente  el vacío la amenazaba, pero los amigos, siempre incondicionales, y sus aficiones, completaron su vida.  Después llegaron los nietos y con ellos la ternura.

Ahora, Gerardo estaba continuamente en casa. Los primeros meses estaba ocupado y de buen humor. Cuando ella regresaba del trabajo, le mostraba orgulloso las pequeñas reparaciones que había realizado. Luego, empezó a interesarse por alguna actividad, pero pronto perdía interés y abandonaba.  Paulatinamente fue notándolo más irritable, aunque lo disculpaba pensando, lo difícil que era para él esta situación y que lo estaba pasando mal. Notaba que estaba más susceptible y tenía que cuidar los comentarios que hacía, porque Gerardo se molestaba fácilmente.  Hasta que empezó a cuestionar lo que ella hacía, o se impacientaba si se retrasaba. También comenzó a opinar sobre sus amistades, o se disgustaba por lo que consideraba desapego de los hijos. La tensión crecía entre ellos y la duda asaltaba a Teresa. Se querían, de eso estaba segura, no imaginaba vivir sin él, pero la relación se estaba volviendo muy difícil. Por un lado lo entendía y quería ayudarlo, sin embargo, sus comentarios la irritaban, y no podía evitar los reproches. No toleraba que opinara sobre ella. La comunicación fue enrareciéndose,  y había llegado el momento de plantearse  qué era lo que los unía y si merecía la pena seguir intentándolo.

El nieto

Esa mañana, su hija Sofía llamó angustiada al padre. Tomás, su hijo de cinco años, tenía varicela y no podía ir al colegio. Le rogó que se quedara con el niño, ya que el marido estaba de viaje y ella tenía una reunión de trabajo ineludible, le explicó.

El abuelo consciente del apuro en que se encontraba su hija, no dudó en acudir en su ayuda. Por fortuna, la fiebre del pequeño remitió rápidamente, pero tuvo que permanecer sin salir, varios días. Para sorpresa de Sofía, su padre estaba encantado con el nieto. Después, cuando volvía a casa, no dejaba de hablar del niño, de lo listo que era, de sus ocurrencias y travesuras, hablaba con tanta ternura que sorprendía a Teresa. También hablaba con admiración de  Sofía y de cuánto se parecía a ella.

Gerardo se sintió útil nuevamente, el contacto con el niño fue limando la tensión que sentía y el mal humor desapareció.  Progresivamente se sentía más a gusto con su mujer y ella notaba que estaba más atento. Un día apareció en casa con un cachorro. Había recordado que hacía años, Teresa le había propuesto adoptar uno, pero él se negó.  Ahora en cambio, tenía todo el tiempo para cuidarlo y así  los nietos vendrían encantados a casa de los abuelos. 

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