Autora: Carmen Sánchez
Gerardo
Llegó el
día de la jubilación y se sentía afortunado. Fue emocionante la despedida,
cuando entre felicitaciones, los compañeros recordaron anécdotas de momentos
compartidos.
Tras
cuarenta años, Gerardo estaba satisfecho. Comenzó a trabajar en la empresa cuando
era muy joven y desde el principio su sentido de la responsabilidad lo llevó a
no faltar nunca a su puesto y a
comprometerse con los objetivos que marcaba la Dirección. Quizás, por sus
orígenes humildes y por la precariedad que sus padres padecieron, para él su
trabajo fue muy importante. Tenía que
reconocer además, que siempre le gustó. Los jefes valoraban su gestión y al mismo tiempo se
sentía cómodo en el ambiente distendido de la oficina. Sin embargo, esta etapa finalizaba y aunque creía que
estaba preparado, algo de incertidumbre se ocultaba tras las bromas de los amigos.
Ahora
comenzaba otra etapa de reencuentro con su familia. Admitía que durante estos años, no había dedicado todo el tiempo
que hubiera querido a su mujer y sus hijos y esperaba recuperar los momentos
que el trabajo había postergado. Pero, no fue fácil.
Pasaron los días y al principio disfrutaba
la sensación de “estar de vacaciones”, luego se dedicó a hacer pequeñas reparaciones en casa, que pronto se acabaron. Transcurrieron
las semanas y como había sido su costumbre, siguió despertándose al amanecer,
así que decidió hacer ejercicio y leer el periódico sin prisas mientras
desayunaba. Pero pronto la falta de aficiones se hizo patente en su vida. No le
gustaba leer porque el trabajo le había dejado poco tiempo libre, por el mismo motivo, tampoco disfrutaba de la
música o el cine.
En estos
momentos echaba de menos, más que nunca, a su mujer, pero ella continuaba
trabajando y además tenía múltiples ocupaciones que le restaban tiempo para él.
Por otro lado sus hijos hacía años que se habían independizado y a sus nietos
los veía ocasionalmente.
Empezó a sentirse
ausente y fuera de lugar. Añoraba el
bullicio de la oficina, el ir y venir de los empleados, las consultas y las
decisiones. En casa, en cambio, el silencio era demasiado denso, tampoco
soportaba no saber qué hacer, necesitaba tener la jornada planificada como
antes. Cada día se encontraba en un
hogar desierto en el que era un extraño. Con frecuencia, desconocía donde se
guardaba algo que buscaba, o bien, encontraba objetos cuya existencia había
olvidado. Sin darse cuenta, peregrinaba por las habitaciones, abría cajones y
armarios, buscaba fotos o detalles que le recordaran momentos familiares del
pasado.
Pero lo
que más le preocupaba era el desencuentro que últimamente había entre Teresa,
su mujer, y él. Durante la jornada deseaba que llegara, pero luego, su
presencia se hacía difícil, discrepaban sobre cualquier tema y la tensión entre
ambos era insoportable. Pensaba que ella había cambiado, era más independiente
y según su criterio, excesivamente tolerante con ciertos temas. Por el
contrario, era mucho más crítica respecto a él. Intentaba acercarse a ella, pero toda
aproximación terminaba en reproches. No sabía que estaba pasando pero se
estaban convirtiendo en dos desconocidos.
Teresa
Hacía
tiempo que temía ese momento, pero era inevitable que llegara la jubilación de
su marido. Hacía treinta y cinco años que Teresa y Gerardo se habían casado y se
conocían demasiado bien.
Aunque
eran muy jóvenes cuando se conocieron,
él ya trabajaba. Probablemente, su madurez fue lo que más le atrajo. Provenía
de una familia de pocos recursos y quería progresar y conseguir cierta
estabilidad, esto le dio tranquilidad a ella y al ser un joven tan responsable,
en seguida se comprometieron.
Desde el
principio Gerardo se implicó en la empresa, estudió y aprovechó cuantas
oportunidades se le presentaron para promocionar, pero los retos nunca se
acababan y cada vez estaba más inmerso en su trabajo. Se sentía importante,
estaba orgulloso de los logros conseguidos y el respeto que generaba en la
compañía. Así fue inevitable que le dedicara jornadas interminables que, sin
darse cuenta, lo desligaban de todo lo demás.
Con el
paso del tiempo y en parte por huir de la soledad, Teresa empezó a trabajar. Luego
nacieron los hijos, y esto tampoco cambió
la situación, ya que Gerardo seguía sin horarios. Esperaba que con la llegada de
los niños, él pasara más tiempo en casa, pero nada cambió, aducía que su
trabajo requería más dedicación y que su sueldo, mayor que el de ella, mantenía
la economía familiar. El marido no entendía de visitas al pediatra o de llevar
a los niños a clases extraescolares.
Muchas
veces se irritó por los continuos retrasos del marido, pero tras el último
enfado serio, llegó a la conclusión de
que él no iba a cambiar y lo quería, por encima de todo. Si deseaba mantener su
familia, tenía que aceptarlo como era. Lo único que podía hacer, respecto a
Gerardo, era dejar de esperar. Poco a
poco aceptó la situación, el tiempo fue
pasando, los hijos crecieron y abandonaron el hogar, y nuevamente el vacío la amenazaba, pero los amigos,
siempre incondicionales, y sus aficiones, completaron su vida. Después llegaron los nietos y con ellos la
ternura.
Ahora,
Gerardo estaba continuamente en casa. Los primeros meses estaba ocupado y de
buen humor. Cuando ella regresaba del trabajo, le mostraba orgulloso las pequeñas
reparaciones que había realizado. Luego, empezó a interesarse por alguna
actividad, pero pronto perdía interés y abandonaba. Paulatinamente fue notándolo más irritable, aunque
lo disculpaba pensando, lo difícil que era para él esta situación y que lo estaba
pasando mal. Notaba que estaba más susceptible y
tenía que cuidar los comentarios que hacía, porque Gerardo se molestaba
fácilmente. Hasta que empezó a cuestionar
lo que ella hacía, o se impacientaba si se retrasaba. También comenzó a opinar
sobre sus amistades, o se disgustaba por lo que consideraba desapego de los
hijos. La tensión crecía entre ellos y la duda asaltaba a Teresa. Se querían, de
eso estaba segura, no imaginaba vivir sin él, pero la relación se estaba
volviendo muy difícil. Por un lado lo entendía y quería ayudarlo, sin embargo,
sus comentarios la irritaban, y no podía evitar los reproches. No toleraba que opinara
sobre ella. La comunicación fue enrareciéndose,
y había llegado el momento de plantearse qué era lo que los unía y si merecía la pena
seguir intentándolo.
El nieto
Esa
mañana, su hija Sofía llamó angustiada al padre. Tomás, su hijo de cinco años,
tenía varicela y no podía ir al colegio. Le rogó que se quedara con el niño, ya
que el marido estaba de viaje y ella tenía una reunión de trabajo ineludible,
le explicó.
El abuelo
consciente del apuro en que se encontraba su hija, no dudó en acudir en su ayuda.
Por fortuna, la fiebre del pequeño remitió rápidamente, pero tuvo que permanecer
sin salir, varios días. Para sorpresa de Sofía, su padre estaba encantado
con el nieto. Después, cuando volvía a casa, no dejaba de hablar del niño, de
lo listo que era, de sus ocurrencias y travesuras, hablaba con tanta ternura
que sorprendía a Teresa. También hablaba con admiración de Sofía y de cuánto se parecía a ella.
Gerardo se
sintió útil nuevamente, el contacto con el niño fue limando la tensión que
sentía y el mal humor desapareció. Progresivamente
se sentía más a gusto con su mujer y ella notaba que estaba más atento. Un día
apareció en casa con un cachorro. Había recordado que hacía años, Teresa le
había propuesto adoptar uno, pero él se negó. Ahora en cambio, tenía todo el tiempo para
cuidarlo y así los nietos vendrían
encantados a casa de los abuelos.
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