Autora: Pilar Sanjuán
Amanecía. Cristina
se estiró con pereza sobre la cama y alargó el brazo hacia el sitio que ocupaba
su marido. Estaba vacío. Abrió los ojos con sobresalto pero pronto recordó que
esa noche no había dormido en casa. Últimamente faltaba de vez en cuando
porque, al parecer, su agenda de trabajo estaba a tope. Lo echaba de menos. Lo
quería tanto que al casarse, hacía ya cinco años, había renunciado a un trabajo
que le gustaba mucho, por estar más tiempo con él. No se arrepentía. Él le
demostró con creces que había merecido la pena su decisión. No querían tener
hijos aún, para dedicarse plenamente a gozar de una proximidad que nunca se
saciaba.
Cristina se acordó
de su hermana Carmen, cuya vida era tan distinta. Acababa de separarse y estaba
en horas bajas. ¿Por qué la vida las había tratado de forma tan distinta?
Carmen era una persona valiosísima, que había tenido la mala fortuna de dar con
un maltratador. ¿Qué méritos tenía ella -Cristina- para merecer un hombre como
Vicente, que la colmaba de dicha?
Se asomó a la terraza; desde la 7ª planta el
recinto de la piscina aparecía allá abajo, aún en sombras. El agua transparente
y el césped bien cuidado eran tentadores. Estaban a finales de la primavera,
pero el calor veraniego se había adelantado y la temporada de baños había
comenzado hacía dos semanas.
Las mañanas eran muy tranquilas porque los
niños aún tenían clase, y en la piscina sólo se oían los pájaros que piaban
como locos. Pensó que sería agradable darse un chapuzón antes de desayunar.
Cuando bajó, aún
no había nadie, así que pudo elegir el rincón que más le gustaba: bajo el sauce
llorón, que estaba apartado y cuyas ramas llegaban casi hasta el suelo,
ofreciendo un refugio que la ocultaba de miradas curiosas; allí tenía la costumbre
de leer tranquila gran parte de la mañana. Esta vez salió pronto del agua,
porque a esas horas aún estaba fría. Se sentó en la toalla y contempló el
cuidado jardín. Había una planta, en un lado de la piscina, que la fascinaba:
era una planta de tallos larguísimos y esbeltos con unas flores azuladas que
sobresalían entre sus hojas, muy verdes y muy largas también. Desprendía
elegancia aquella planta.
La urbanización
era como todas: predominaban los matrimonios jóvenes y los niños gritones que
los fines de semana jugaban con el balón en zonas prohibidas, molestando a la
gente; sus padres, demasiado permisivos, hacían la vista gorda cuando alguien
protestaba. Los jovencitos y jovencitas se reunían en círculos, tendidos en el
césped, coqueteando a más y mejor. Los matrimonios jóvenes y de mediana edad se
sentaban agrupados, las mujeres a un lado y los hombres a otro; el grupo de los
hombres era mucho más ruidoso; sus conversaciones subían de tono cuando el tema
elegido era el fútbol (cosa que ocurría casi siempre).
Cristina conocía
de vista a todos los vecinos. En aquella urbanización -como en todas- había una
señora cotilla que se enteraba de las novedades y las aireaba a más y mejor; se
llamaba Remedios.
Dese hacía algo
más de dos meses llegaron dos matrimonios nuevos que no tenían relación entre
sí; uno estaba formado por una joven alta y atractiva y un hombre mucho mayor
que ella, con aire adusto y poco amigable. El otro matrimonio era mayor;
parecían jubilados. Remedios, sin preguntárselo, ya le había dicho que la joven
atractiva se llamaba Verónica, el nombre del marido no lo sabía porque siempre
estaba fuera, y los jubilados eran Andrés y Josefina. Este matrimonio le caía
muy bien a Cristina.
Mientras pensaba en todas esas cosas, otras
personas aparecieron en la piscina: era precisamente el matrimonio mayor. ¿Por
qué le agradaban tanto esas personas? Seguramente porque desprendían ternura.
Ahora que estaban solos, se comportaban como cuando había gente (a Cristina no
la vieron casi, oculta como estaba por las ramas del sauce). El marido le
llevaba la hamaca, se la colocaba en el lugar que ella le indicaba, luego le
extendía la toalla, le acercaba revistas y una botella de agua, y todo lo hacía
con tal amabilidad que a Cristina se le humedecieron los ojos. Recordó a su
padre tan áspero, tan seco, tan falto de afectividad. A sus hijos jamás les dio
un beso y nunca tuvo un gesto cariñoso para su mujer. ¿Cómo había podido
soportar su madre -pensaba Cristina- tantos años al lado de una persona tan árida?
Cuando ella y Vicente fueran viejos
serían una pareja como Andrés y Josefina; en éstos se notaba -vivo aún- el
rescoldo del fuego que sentirían de jóvenes. Esto era hermoso
A Cristina le
recordó su estómago que estaba vacío. Recogió su toalla y se dirigió a la
salida; al pasar junto al matrimonio los saludó y ellos la miraron llenos de
sorpresa, sonriéndole amistosamente.
Como la sesión de
piscina le había sabido a poco, pensó en bajar por la tarde con Vicente. Le
gustaba la admiración que su marido despertaba entre las jovencitas; observaba
cómo se daban codazos cuando él, con sus andares elásticos y su cuerpo de
atleta, se acercaba a la piscina y se lanzaba al agua como los nadadores
profesionales. Todo esto lo hacía además con naturalidad, sin notar la
expectación que despertaba. Si Cristina hubiera visto en él un ápice de
vanidad, le hubiera decepcionado. Ella sentía horror por el exhibicionismo; era
bonita, pero le gustaba pasar desapercibida. Justo lo contrario de algunas
chicas de la urbanización, sobre todo la joven nueva y atractiva, que bajaba
siempre cuando la piscina estaba a tope, se contoneaba hasta encontrar un sitio
libre y tendiendo su toalla con movimientos estudiados de modelo de revista, se
tendía extendiendo sus largas piernas de forma por demás llamativa. Era la
única que nunca miraba a Vicente, seguramente porque quería ser ella el centro
de atracción. Cuando llegaba, se hacía un silencio demasiado ostensible. Los
hombres la miraban de reojo para no despertar la ira de sus esposas, en cuyos
rostros aparecían mohines de desagrado.
Cuando llegó su
marido, casi a la hora de comer, le propuso que lo hicieran fuera; le habían
hablado de un mesón en la Vega que merecía la pena y allí comieron bajo un
emparrado con Sierra Nevada al fondo. Esos detalles de Vicente los valoraba
mucho; se esforzaba siempre en complacerla.
Era miércoles, y
él le anunció que el viernes se tenía que ir a Córdoba en viaje de negocios;
había un asunto importante que le ocuparía todo el fin de semana.
El viernes por la
mañana Cristina amaneció resfriada, y con un poco de fiebre. Él no quiso que se
levantara y le preparó la comida antes de irse, rogándole que se quedara
tranquila en cama todo el fin de semana. La llamaría desde el hotel.
Con remedios caseros,
Cristina se levantó como nueva el sábado y pensó lo maravilloso que sería ir a
Córdoba y darle una sorpresa a su marido; total, en poco más de dos horas
estaría allí.
Dicho y hecho; como sabía en qué hotel solía
hospedarse, y además le había dicho que el cliente iba a ir allí a despachar
con él todo el sábado, se dirigió al hotel y preguntó al recepcionista -que la
conocía de otras veces- cuál era la habitación de su marido. El recepcionista
la miró con expresión desconcertada, le dio el número de habitación y ella, con
el corazón latiéndole de emoción, se dirigió al ascensor; la puerta del
ascensor se abrió en ese momento y la cara de Cristina ofreció todo un panorama
de expresiones: sorpresa, incredulidad, dolor, decepción, espanto; fue retrocediendo
hasta quedar apoyada en un sillón. En la puerta del ascensor aparecieron
Vicente y Verónica cogidos de la cintura y mirándose a los ojos tan
ensimismados que ni notaron la presencia de Cristina. El recepcionista, que
había asistido a toda la escena, corrió hacia ella y la sujetó justo cuando
caía desmayada.
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