lunes, 23 de febrero de 2015

Un banquero

Autora: Pilar Sanjuán


Miguel se sentó delante del ventanal. La verdad es que hacía mucho tiempo que no contemplaba aquel panorama. La ajetreada vida de hombre de finanzas no le permitía ese lujo. Su espacioso despacho ocupaba una planta completa en el decimonoveno piso de un inmueble situado en una buena zona de Madrid. La vista era espléndida y el momento, único: el final de la tarde, cuando empiezan a encenderse las luces de neón y en el horizonte se van apagando los últimos resplandores del sol. Allí, al fondo, muy lejos se veían unas montañas que a él le recordaban las de su pueblo natal.
El aire de Madrid no era precisamente el que pintó Velázquez, transparente y nítido, ahora estaba turbio, contaminado, espeso; hacía ver las cosas como a través de un cristal sucio.
Las dos avenidas que confluían justo frente al edificio que ocupaba su Banco empezaban a brillar con las luces de infinitos coches.
Miguel había ido esa tarde de viernes a su despacho a recoger unos documentos importantes, más bien comprometedores que guardaba en la caja fuerte, pero pensaba para ellos un lugar aún más seguro.
Estaba solo en el edificio y aprovechó aquella inusitada tranquilidad para hacer balance de lo que había sido su vida en los últimos veinte años. Necesitaba serenarse, pensar, dar tregua a tiempos llenos de inquietudes y preocupaciones.
Ahora tenía cincuenta y cinco años, el pelo empezaba a ser gris, pero aún era abundante; la piel bronceada, con pocas arrugas; pero lo que más le satisfacía era que conservaba intacta su buena planta; esa buena planta que tantos éxitos le había reportado entre las mujeres de la aristocracia del dinero. Al llegar a ese punto, su cara se ensombreció. Algo poco agradable pasó por su mente, pero lo apartó rápidamente y volvió a centrarse en sus treinta y cinco años, cuando comenzó su buena estrella.
A esa edad, con los estudios de Economía y Finanzas terminados con brillantez hacía años, fue a EE.UU. de asesor de un Banco y con el apadrinamiento de algunos personajes influyentes de su partido, que estaba entonces en el poder, y que había vuelto tras algunos paréntesis, se sintió muy respaldado. Vuelto a España, esos mismos personajes lo siguieron aupando hasta conseguir para él puestos muy relevantes. Le cogió muy de lleno la época de los llamados “pelotazos” que aprovechó con verdadero talante depredador. El partido al que pertenecía, bien pronto descubrió en él cualidades para llegar muy alto: falta de escrúpulos, ambición, desprecio por los demás, sobre todo si eran débiles, deseo irrefrenable de triunfar, ansia de poder, o sea, un caudal de actitudes para formar parte de aquella jauría de lobos; en él vieron sus superiores al cachorro que prometía. Así fue de triunfo en triunfo, imparable. Aturdido por ganar etapas tan deprisa, no tuvo tiempo de acordarse de algunas advertencias de su madre, que desde el principio de su ascenso meteórico tuvo miedo y quiso frenarlo diciéndole: “Hijo, jamás subas pisando a los demás; camina apoyándote en los valores más éticos”. Pero él era un triunfador, estaba borracho de poder e hizo oídos sordos a estas recomendaciones.
A los treinta y seis años estaba en la cima del éxito: tenía gran aplomo, seguridad en sí mismo y una buena dosis de arrogancia y vanidad. Como físicamente era atractivo, con todas esas armas, pudo conquistar a las mujeres que más brillaban en aquel mundo superficial y vacío. Tuvo numerosas aventuras galantes, pero llegó un momento en que todo esto le cansó y creyó que era tiempo de cambiar de vida. Le apetecía  formar una familia, tener hijos y un rincón donde descansar de sus ajetreos. Otra vez se ensombreció su rostro: este capítulo de su vida le hacía sentirse fracasado. Su matrimonio fue un fiasco; no supo elegir, o mejor dicho, Lucrecia lo eligió e él, y desde el primer momento se hizo dueña de la situación; cuando él le planteó tener hijos ella se negó en redondo porque de ninguna manera pensaba deformar su bonita figura con embarazos. Al poco tiempo, un rencor sordo se fue apoderando de Miguel; el rencor se transformó en odio cuando supo que Lucrecia le era infiel. Él se refugió en una de sus secretarias, la más joven, vistosa y deseosa de medrar. Con ella hacía frecuentes viajes; Miguel los llamaba viajes de negocios para justificar la presencia de su secretaria. Iban, sobre todo, a lugares donde había paraísos fiscales; él tenía en varios, negocios y dinero; aprovechaban para tostarse al sol del Caribe y volvían a Madrid renovados.
Últimamente estaba algo preocupado; cambió el Gobierno y el nuevo tenía un cariz muy distinto al anterior; le gustaba meter la nariz en los capitales sospechosos de fraude. Sabía que habían hecho registros en varias entidades bancarias. Él, desde luego, seguía confiando en sus antiguos protectores, que aún tenían bastante influencia; no le abandonarían.
De pronto, Miguel se dio cuenta de que se había hecho de noche. Se levantó y se acercó a la caja fuerte. Sacó abundante documentación y la guardó en la cartera; apenas pudo cerrarla, por lo abultado de todo aquel papeleo. Luego cogió el abrigo y bajó en el ascensor; al salir por la puerta giratoria, lo que vio en la calle lo dejó perplejo; su primer impulso fue entrar de nuevo en el Banco, pero se repuso. Al pie de la escalinata había cuatro coches de policía con las luces azules destellantes brillando en la noche. Comenzó a bajar los escalones y antes de que se diera cuenta, un policía le había cogido la cartera y otro se apresuró a introducirlo en uno de los coches. De inmediato, los cuatro vehículos se pusieron en marcha haciendo sonar las sirenas.
Un numeroso grupo de curiosos se habían agolpado frente al Banco y presenciaron la escena llenos de asombro.


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