Miguel se sentó
delante del ventanal. La verdad es que hacía mucho tiempo que no contemplaba
aquel panorama. La ajetreada vida de hombre de finanzas no le permitía ese
lujo. Su espacioso despacho ocupaba una planta completa en el decimonoveno piso
de un inmueble situado en una buena zona de Madrid. La vista era espléndida y
el momento, único: el final de la tarde, cuando empiezan a encenderse las luces
de neón y en el horizonte se van apagando los últimos resplandores del sol.
Allí, al fondo, muy lejos se veían unas montañas que a él le recordaban las de
su pueblo natal.
El aire de Madrid
no era precisamente el que pintó Velázquez, transparente y nítido, ahora estaba
turbio, contaminado, espeso; hacía ver las cosas como a través de un cristal
sucio.
Las dos avenidas
que confluían justo frente al edificio que ocupaba su Banco empezaban a brillar
con las luces de infinitos coches.
Miguel había ido
esa tarde de viernes a su despacho a recoger unos documentos importantes, más
bien comprometedores que guardaba en la caja fuerte, pero pensaba para ellos un
lugar aún más seguro.
Estaba solo en el
edificio y aprovechó aquella inusitada tranquilidad para hacer balance de lo
que había sido su vida en los últimos veinte años. Necesitaba serenarse,
pensar, dar tregua a tiempos llenos de inquietudes y preocupaciones.
Ahora tenía
cincuenta y cinco años, el pelo empezaba a ser gris, pero aún era abundante; la
piel bronceada, con pocas arrugas; pero lo que más le satisfacía era que
conservaba intacta su buena planta; esa buena planta que tantos éxitos le había
reportado entre las mujeres de la aristocracia del dinero. Al llegar a ese
punto, su cara se ensombreció. Algo poco agradable pasó por su mente, pero lo
apartó rápidamente y volvió a centrarse en sus treinta y cinco años, cuando
comenzó su buena estrella.
A esa edad, con
los estudios de Economía y Finanzas terminados con brillantez hacía años, fue a
EE.UU. de asesor de un Banco y con el apadrinamiento de algunos personajes
influyentes de su partido, que estaba entonces en el poder, y que había vuelto
tras algunos paréntesis, se sintió muy respaldado. Vuelto a España, esos mismos
personajes lo siguieron aupando hasta conseguir para él puestos muy relevantes.
Le cogió muy de lleno la época de los llamados “pelotazos” que aprovechó con
verdadero talante depredador. El partido al que pertenecía, bien pronto
descubrió en él cualidades para llegar muy alto: falta de escrúpulos, ambición,
desprecio por los demás, sobre todo si eran débiles, deseo irrefrenable de
triunfar, ansia de poder, o sea, un caudal de actitudes para formar
parte de aquella jauría de lobos; en él vieron sus superiores al cachorro que
prometía. Así fue de triunfo en triunfo, imparable. Aturdido por ganar etapas
tan deprisa, no tuvo tiempo de acordarse de algunas advertencias de su madre,
que desde el principio de su ascenso meteórico tuvo miedo y quiso frenarlo
diciéndole: “Hijo, jamás subas pisando a los demás; camina apoyándote en los
valores más éticos”. Pero él era un triunfador, estaba borracho de poder e hizo
oídos sordos a estas recomendaciones.
A los treinta y
seis años estaba en la cima del éxito: tenía gran aplomo, seguridad en sí mismo
y una buena dosis de arrogancia y vanidad. Como físicamente era atractivo, con
todas esas armas, pudo conquistar a las mujeres que más brillaban en aquel
mundo superficial y vacío. Tuvo numerosas aventuras galantes, pero llegó un
momento en que todo esto le cansó y creyó que era tiempo de cambiar de vida. Le
apetecía formar una familia, tener hijos
y un rincón donde descansar de sus ajetreos. Otra vez se ensombreció su rostro:
este capítulo de su vida le hacía sentirse fracasado. Su matrimonio fue un
fiasco; no supo elegir, o mejor dicho, Lucrecia lo eligió e él, y desde el
primer momento se hizo dueña de la situación; cuando él le planteó tener hijos
ella se negó en redondo porque de ninguna manera pensaba deformar su bonita
figura con embarazos. Al poco tiempo, un rencor sordo se fue apoderando de
Miguel; el rencor se transformó en odio cuando supo que Lucrecia le era infiel.
Él se refugió en una de sus secretarias, la más joven, vistosa y deseosa de
medrar. Con ella hacía frecuentes viajes; Miguel los llamaba viajes de negocios
para justificar la presencia de su secretaria. Iban, sobre todo, a lugares
donde había paraísos fiscales; él tenía en varios, negocios y dinero;
aprovechaban para tostarse al sol del Caribe y volvían a Madrid renovados.
Últimamente estaba
algo preocupado; cambió el Gobierno y el nuevo tenía un cariz muy distinto al
anterior; le gustaba meter la nariz en los capitales sospechosos de fraude.
Sabía que habían hecho registros en varias entidades bancarias. Él, desde
luego, seguía confiando en sus antiguos protectores, que aún tenían bastante
influencia; no le abandonarían.
De pronto, Miguel
se dio cuenta de que se había hecho de noche. Se levantó y se acercó a la caja
fuerte. Sacó abundante documentación y la guardó en la cartera; apenas pudo
cerrarla, por lo abultado de todo aquel papeleo. Luego cogió el abrigo y bajó
en el ascensor; al salir por la puerta giratoria, lo que vio en la calle lo
dejó perplejo; su primer impulso fue entrar de nuevo en el Banco, pero se
repuso. Al pie de la escalinata había cuatro coches de policía con las luces
azules destellantes brillando en la noche. Comenzó a bajar los escalones y
antes de que se diera cuenta, un policía le había cogido la cartera y otro se
apresuró a introducirlo en uno de los coches. De inmediato, los cuatro
vehículos se pusieron en marcha haciendo sonar las sirenas.
Un numeroso grupo
de curiosos se habían agolpado frente al Banco y presenciaron la escena llenos
de asombro.
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