viernes, 30 de enero de 2015

El visitante

Autora: Elena Casanova


Frente al espejo del cuarto de baño,  extiende el maquillaje con una brocha por todo su rostro;  con un tono  azulado da color a sus párpados mientras que unos brochazos rosados lo hacen en sus mejillas; con unas pinceladas de rímel logra dar grosor a las pestañas y un rojo intenso llena de vida sus  labios. Se ahueca el pelo, se calza unos zapatos de tacón bajo, alisa su falta, abrocha los botones de la camisa y termina colocándose un collar de abalorios encarnados.  Mira el resultado final en un gran espejo del dormitorio y se siente satisfecha.

Se dirige al comedor y saca de un cajón un fino mantel de hilo y lo coloca con mimo en la mesa baja, frente al sofá. De la vitrina coge dos copas y las coloca junto a las servilletas. En la cocina ya está  colocado primorosamente  el queso  en un plato y en una cesta el pan cortado. Escucha el timbre y antes de abrir la puerta llena las copas con un palo cortado, cuya delicadeza y  finura son celebradas por su invitado y en un viejo tocadiscos coloca un vinilo de tangos.

Abre la puerta y  aparece  un hombre alto, apuesto y bien vestido. Todos los días, al caer la noche, la visita durante un par de horas.  Se repite el mismo ritual: la entrega de una rosa amarilla y un beso en la mejilla.  Se sientan en el sofá y cuentan  historias de otros tiempos, de hace muchos, demasiados años. Recuerdan cuando eran jóvenes, entusiastas, con ganas de comerse el mundo; en multitud de ocasiones se habían hecho la promesa de  recorrer el planeta juntos. A los diecisiete años él  emigró con sus padres a un país donde se prometía un futuro mejor. Durante los primeros meses las cartas eran frecuentes, luego fueron espaciándose hasta que un día dejaron de escribirse.  Ella no perdió la esperanza de volver a verlo pero el tiempo le abrió los ojos y supo que jamás volvería; tuvo miedo de la soledad y un día decidió unir su vida a  la de otro hombre, al que quiso con moderación y templanza. Tuvo tres hijos y hacía un par de años volvió a quedarse sola.

El jamás toca  el vino de su copa ni tampoco prueba el queso que con tanto esmero le prepara, pero a ella no parece importarle y cada noche vuelve a disponer la mesa con el mismo entusiasmo. Casi siempre terminan la velada bailando. Envueltos en el cálido y dinámico sonido  del disco se mueven  con cierta dificultad, cierran los ojos e imaginan qué habría sido de su vida si no se hubieran separado.

Alrededor de las diez de la noche cuando se queda sola, la mujer apaga el tocadiscos, recoge la mesa, se lava la cara y se cepilla los dientes. Lentamente se deshace de los zapatos, falda, camisa y se coloca el pijama. Mira el reloj y descubre que es la hora de tomar su medicación. Entra en la cocina y coge la caja de L-dopa para el Parkinson. Mira el prospecto y vuelve a leer una vez más, como casi todas las noches, que ese medicamento, entre sus efectos secundarios, puede producir alucinaciones. Sonríe, coge una de las cápsulas y, mientras se la mete en la boca, piensa: ‘Algo positivo tendría que tener esta enfermedad, recuperar el amor de mi vida’.

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