Frente al espejo del cuarto de baño, extiende el maquillaje con una brocha por todo
su rostro; con un tono azulado da color a sus párpados mientras que
unos brochazos rosados lo hacen en sus mejillas; con unas pinceladas de rímel
logra dar grosor a las pestañas y un rojo intenso llena de vida sus labios. Se ahueca el pelo, se calza unos
zapatos de tacón bajo, alisa su falta, abrocha los botones de la camisa y
termina colocándose un collar de abalorios encarnados. Mira el resultado final en un gran espejo del
dormitorio y se siente satisfecha.
Se dirige al comedor y saca de un cajón un fino mantel de
hilo y lo coloca con mimo en la mesa baja, frente al sofá. De la vitrina coge
dos copas y las coloca junto a las servilletas. En la cocina ya está colocado primorosamente el queso en un plato y en una cesta el pan cortado.
Escucha el timbre y antes de abrir la puerta llena las copas con un palo
cortado, cuya delicadeza y finura son
celebradas por su invitado y en un viejo tocadiscos coloca un vinilo de tangos.
Abre la puerta y
aparece un hombre alto, apuesto y
bien vestido. Todos los días, al caer la noche, la visita durante un par de
horas. Se repite el mismo ritual: la
entrega de una rosa amarilla y un beso en la mejilla. Se sientan en el sofá y cuentan historias de otros tiempos, de hace muchos,
demasiados años. Recuerdan cuando eran jóvenes, entusiastas, con ganas de
comerse el mundo; en multitud de ocasiones se habían hecho la promesa de recorrer el planeta juntos. A los diecisiete
años él emigró con sus padres a un país
donde se prometía un futuro mejor. Durante los primeros meses las cartas eran
frecuentes, luego fueron espaciándose hasta que un día dejaron de escribirse. Ella no perdió la esperanza de volver a verlo pero
el tiempo le abrió los ojos y supo que jamás volvería; tuvo miedo de la soledad
y un día decidió unir su vida a la de otro
hombre, al que quiso con moderación y templanza. Tuvo tres hijos y hacía un par
de años volvió a quedarse sola.
El jamás toca el
vino de su copa ni tampoco prueba el queso que con tanto esmero le prepara,
pero a ella no parece importarle y cada noche vuelve a disponer la mesa con el
mismo entusiasmo. Casi siempre terminan la velada bailando. Envueltos en el
cálido y dinámico sonido del disco se mueven
con cierta dificultad, cierran los ojos
e imaginan qué habría sido de su vida si no se hubieran separado.
Alrededor de las diez de la noche cuando se queda sola, la mujer
apaga el tocadiscos, recoge la mesa, se lava la cara y se cepilla los dientes.
Lentamente se deshace de los zapatos, falda, camisa y se coloca el pijama. Mira
el reloj y descubre que es la hora de tomar su medicación. Entra en la cocina y
coge la caja de L-dopa para el Parkinson. Mira el prospecto y vuelve a leer una
vez más, como casi todas las noches, que ese medicamento, entre sus efectos
secundarios, puede producir alucinaciones. Sonríe, coge una de las cápsulas y, mientras
se la mete en la boca, piensa: ‘Algo positivo tendría que tener esta enfermedad,
recuperar el amor de mi vida’.
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