jueves, 18 de diciembre de 2014

Cuentan que el mar

Autora: Elena Casanova


De pequeña pasaba los veranos en un pueblecito de la costa gallega.  En él vivían mis tíos y junto a ellos tengo los recuerdos más agradables de mi infancia. No tenían hijos y yo ocupaba ese vacío producido por la falta de descendencia. Estaba encantada en su empeño por mimarme y hacerme sentir el centro del universo.
Siempre quedará en mi memoria aquellas tardes interminables de juegos infantiles, baños matinales en una playa virgen de aglomeraciones, helados enormes de  sabores muy  variados, paseos en barca,  y,  lo mejor de todo, historias increíbles contadas por gentes  sencillas. La afición favorita de mi tío era la pesca y dedicar  parte de su tiempo a larguísimas charlas con los pescadores. A veces yo le acompañaba, era curiosa y siempre tenía preguntas que hacerles. A ellos también parecía divertirles la cara de asombro de una niña que escuchaba aquellos asombrosos relatos de peces gigantescos, de maridos, hijos o novios engullidos por el mar, de seres fantásticos que habitan sus profundidades… siempre me quedaba con ganas de más y terminaba suplicando a mi tío para volver con aquellos narradores de historias al día siguiente.
Una tarde, en una de esas reuniones, me quedé mirando fijamente al mar. Estaba en calma y era agradable estar a su lado, pero no siempre era así y  le pregunté a uno de aquellos hombres.
― ¿Por qué a veces el mar está tan agitado que produce esas olas enormes y tanta espuma que lo cubre casi todo?
― Porque el mar se enfada, se irrita con los hombres y esa es su forma de expresarlo.
― Pero… ¿Por qué? ¿Qué le hemos hecho?― respondí ingenuamente.
― Hace muchos, muchísimos años, el mar era un lugar apacible donde las olas danzaban al ritmo ligero de la brisa y nos daba todo lo mejor que tenía. Un día llegó un hombre desesperado a la playa y se hundió en sus aguas quitándose la vida. A la mañana  siguiente las olas escupieron el cadáver dejándolo a la vista de todos; no lo quería bajo sus entrañas. Pero hubo muchos más, demasiados humanos que no entendieron el mensaje y eligieron mares y océanos para acabar con su existencia. Sus cuerpos siempre eran devueltos a la orilla y, a veces, entre aguas tan crispadas que las  olas podían alcanzar alturas muy elevadas que incluso los barcos desaparecían de la vista. Pero no solo eso. El mar castigó a los hombres por su osadía y decidió quitarles en edad adulta su capacidad para soñar, su capacidad de ilusionarse, sus  deseos… de esta manera no sentirían frustración nunca más y, por lo tanto, ese afán de quitarse la vida. A partir de entonces, los mayores pasaban casi todo su tiempo intentando recuperar aquello que le había sido arrebatado. Algunas  veces había suerte y los pescadores arrastraban entre sus redes los sueños que el mar aguardaba en lo más hondo y se los entregaban a sus dueños. Pero durante la noche y cuando todos dormían, largas lenguas de agua se introducían por debajo de las puertas de sus casas y volvían a arrebatárselos. Años más tarde el mar terminó compadeciéndose, y de las profundidades fueron emergiendo esos trozos fundamentales de la esencia del ser humano.
― Pero el mar sigue agitándose― dije con cierta expectación
― Claro que sí. Aquí no acaba la historia― me dijo muy despacio y casi en silencio el pescador―. El mar no ha hecho las paces con nosotros. Un día decidió devolver lo que no le pertenecía pero el hombre no ha aprendido nada, todo lo contrario. En lugar de agradecer ha decidido maltratar este enorme espacio vital deteriorándolo  poco a poco. Está  furioso y muchas veces su ira es espectacular. Aun así, el mar sigue siendo un aliado, un amigo, nos sigue dando todo lo que tiene pero seguimos estrujándolo de manera salvaje. Puede ocurrir cualquier día, ― y este hombre cargado de años, de experiencia y  de sabiduría se puso muy serio― en cualquier momento descargará toda su cólera  y será demasiado tarde.

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