De pequeña pasaba los veranos en
un pueblecito de la costa gallega. En él
vivían mis tíos y junto a ellos tengo los recuerdos más agradables de mi
infancia. No tenían hijos y yo ocupaba ese vacío producido por la falta de
descendencia. Estaba encantada en su empeño por mimarme y hacerme sentir el
centro del universo.
Siempre quedará en mi memoria
aquellas tardes interminables de juegos infantiles, baños matinales en una
playa virgen de aglomeraciones, helados enormes de sabores muy variados, paseos en barca, y, lo
mejor de todo, historias increíbles contadas por gentes sencillas. La afición favorita de mi tío era
la pesca y dedicar parte de su tiempo a
larguísimas charlas con los pescadores. A veces yo le acompañaba, era curiosa y
siempre tenía preguntas que hacerles. A ellos también parecía divertirles la
cara de asombro de una niña que escuchaba aquellos asombrosos relatos de peces
gigantescos, de maridos, hijos o novios engullidos por el mar, de seres
fantásticos que habitan sus profundidades… siempre me quedaba con ganas de más
y terminaba suplicando a mi tío para volver con aquellos narradores de
historias al día siguiente.
Una tarde, en una de esas
reuniones, me quedé mirando fijamente al mar. Estaba en calma y era agradable
estar a su lado, pero no siempre era así y le pregunté a uno de aquellos hombres.
― ¿Por qué a veces el mar está
tan agitado que produce esas olas enormes y tanta espuma que lo cubre casi
todo?
― Porque el mar se enfada, se
irrita con los hombres y esa es su forma de expresarlo.
― Pero… ¿Por qué? ¿Qué le hemos
hecho?― respondí ingenuamente.
― Hace muchos, muchísimos años,
el mar era un lugar apacible donde las olas danzaban al ritmo ligero de la brisa
y nos daba todo lo mejor que tenía. Un día llegó un hombre desesperado a la
playa y se hundió en sus aguas quitándose la vida. A la mañana siguiente las olas escupieron el cadáver
dejándolo a la vista de todos; no lo quería bajo sus entrañas. Pero hubo muchos
más, demasiados humanos que no entendieron el mensaje y eligieron mares y océanos
para acabar con su existencia. Sus cuerpos siempre eran devueltos a la orilla y,
a veces, entre aguas tan crispadas que las
olas podían alcanzar alturas muy elevadas que incluso los barcos
desaparecían de la vista. Pero no solo eso. El mar castigó a los hombres por su
osadía y decidió quitarles en edad adulta su capacidad para soñar, su capacidad
de ilusionarse, sus deseos… de esta
manera no sentirían frustración nunca más y, por lo tanto, ese afán de quitarse
la vida. A partir de entonces, los mayores pasaban casi todo su tiempo intentando
recuperar aquello que le había sido arrebatado. Algunas veces había suerte y los pescadores
arrastraban entre sus redes los sueños que el mar aguardaba en lo más hondo y
se los entregaban a sus dueños. Pero durante la noche y cuando todos dormían, largas
lenguas de agua se introducían por debajo de las puertas de sus casas y volvían
a arrebatárselos. Años más tarde el mar terminó compadeciéndose, y de las
profundidades fueron emergiendo esos trozos fundamentales de la esencia del ser
humano.
― Pero el mar sigue agitándose―
dije con cierta expectación
― Claro que sí. Aquí no acaba la
historia― me dijo muy despacio y casi en silencio el pescador―. El mar no ha
hecho las paces con nosotros. Un día decidió devolver lo que no le pertenecía
pero el hombre no ha aprendido nada, todo lo contrario. En lugar de agradecer ha
decidido maltratar este enorme espacio vital deteriorándolo poco a poco. Está furioso y muchas veces su ira es espectacular.
Aun así, el mar sigue siendo un aliado, un amigo, nos sigue dando todo lo
que tiene pero seguimos estrujándolo de manera salvaje. Puede ocurrir cualquier
día, ― y este hombre cargado de años, de experiencia y de sabiduría se
puso muy serio― en cualquier momento descargará toda su cólera y será demasiado tarde.
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