Autora: Amalia López
Desde siempre la palabra duende nos ha sonado a un alma extraña y
peligrosa, muy molesta, que aparece en muchas ocasiones pero no la puedes ver,
creyendo que se dedica a esconder lo que estás
buscando.
Muchas veces hemos ido a coger una prenda de ropa, o
calzado, que siempre guardamos en el mismo sitio… y
allí no está. Después aparece donde menos creíamos
y entonces piensas; ¡si parece que hay duendes!
Esa palabra también la utilizaban
para asustar a los niños cuando hacían algo que no estaba bien, lo
mismo la madre que la abuela los atemorizaban diciendo que
llamarían al duende, o al “tío del saco”,
o al Camuñas, para que se callaran y no hicieran mucho ruido.
Además, hay personas muy interesadas en saber lo que pasa en la casa de la
vecina, y aprovechan el menor descuido para
meter las narices y enterarse de lo que ganas, de lo que estás guisando, de la
hora que el marido llega a casa… y lo hacen con tanta maestría, que
nadie sabe cómo se han enterado de tantas cosas sin ni siquiera verlas. Creo, que
esa clase de personas bien podrían ser verdaderos duendes.
El Duende, visto
de otra manera, es la persona que tiene una gracia
especial para hablar, cantar, bailar o recitar poemas, como por ejemplo le
pasaba a Lola Flores, ella no tenía una gran voz ni era una gran bailaora, pero
tenía una enorme voluntad por hacer las cosas distintas a como las hacían los demás, pero con
gracia y mucho, pero que mucho duende.
Hace ya bastante tiempo, una
tarde sentí la necesidad de
salir a la calle para que me diera el aire, y no sé por qué, subí la Cuesta de
la Alhacaba y fui al Mirador de San Nicolás, allí estuve un buen
rato mirando las vistas…, la Alhambra… al poco, empezó
a ponerse el Sol y ¡no sé por qué!, pero me di cuenta que estaba llorando.
Hoy me pregunto ¿será ese sitio el Duende de Granada?
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