― Eso
es una patraña- dijo mi abuela rotunda.
En
casa, como en el resto del mundo, aquel 22 de julio de 1969, no había nada
mejor que, ver por televisión, la llegada del hombre a la Luna. Estas imágenes
fueron las causantes de que mi abuela, siendo una mujer prudente y cuyos ojos
habían visto demasiadas cosas, expresara su opinión de forma tan categórica, y
por más que su hijo, mi padre, intentara convencerla que aquello estaba
ocurriendo de verdad, ella nunca lo aceptó.
Mi familia
vivía en un barrio obrero, que había crecido vertiginosamente, por el abandono
del medio rural, en el que la modernidad llegó de la mano de la televisión. La
economía estaba cambiando y la prosperidad asomaba a nuestras vidas.
Circunstancia que aprovecharon los bancos para introducir el pago a plazos, lo
que motivó que hasta el hogar más humilde pudiera comprar uno. Fue así como
llegó a casa el ansiado aparato, porque además, tener uno era señal de “distinción”.
Mi
padre presumía contando el último partido de la Liga, exagerando los detalles
de una falta o el penalti decisivo del encuentro, ante aquel otro vecino que
aún no era afortunado. Mi madre por su parte, se emocionaba cuando la
representante española participaba en Eurovisión, o sufría durante la
retransmisión de una corrida de toros y el diestro recibía una cogida. Mi
hermana descubría la minifalda y seguía los
patrones caprichosos de la moda del momento, mientras que mi hermano
jugaba a indios y vaqueros inspirado en “Bonanza” y otras series americanas.
Por mi parte, y siendo la más pequeña, no consentía irme a dormir hasta que la
familia “Telerín” no me enviaba a la cama.
Sin
darnos cuenta, la programación televisiva organizaba nuestra vida y relajaba
nuestra mente. Ante tamaño descubrimiento, la publicidad invadió nuestros
deseos, y así, nos tomábamos una coca-cola porque era “la chispa de la vida”, o
determinado coñac, porque era “cosa de hombres”. Algunos artículos se hicieron
imprescindibles y nos convencieron de que era imposible vivir sin ellos. De
este modo, para que las familias fueran felices necesitaban comprar un coche.
Los hombres debían fumar una marca de cigarros, las mujeres usar determinado
producto para que las amigas las envidiaran y los niños pedían aquel juguete
que prometía la diversión absoluta.
Es
cierto que también había documentales, programas culturales o de divulgación,
pero sometidos a un estricto control de la censura que limitaba los temas a
desarrollar.
Nuestras
opiniones estaban delimitadas por las noticias que interesaban que
viéramos, por ende, lo que no salía en televisión no
existía. El eco de las calles, las manifestaciones pro-amnistía o las represiones estudiantiles
eran algo muy lejano, casi ajeno.
Ha
pasado mucho tiempo, transcurre el año
2014. Pongo la televisión y veo al político
de turno afirmar que España está
saliendo de la crisis y, pienso: “Qué sabia era mi abuela”.
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