sábado, 28 de junio de 2014

Mi abuela y la televisión

Autora: Carmen Sánchez
 
― Eso es una patraña- dijo mi abuela rotunda.

En casa, como en el resto del mundo, aquel 22 de julio de 1969, no había nada mejor que, ver por televisión, la llegada del hombre a la Luna. Estas imágenes fueron las causantes de que mi abuela, siendo una mujer prudente y cuyos ojos habían visto demasiadas cosas, expresara su opinión de forma tan categórica, y por más que su hijo, mi padre, intentara convencerla que aquello estaba ocurriendo de verdad, ella nunca lo aceptó.

Mi familia vivía en un barrio obrero, que había crecido vertiginosamente, por el abandono del medio rural, en el que la modernidad llegó de la mano de la televisión. La economía estaba cambiando y la prosperidad asomaba a nuestras vidas. Circunstancia que aprovecharon los bancos para introducir el pago a plazos, lo que motivó que hasta el hogar más humilde pudiera comprar uno. Fue así como llegó a casa el ansiado aparato, porque además,  tener uno era señal de “distinción”.

Mi padre presumía contando el último partido de la Liga, exagerando los detalles de una falta o el penalti decisivo del encuentro, ante aquel otro vecino que aún no era afortunado. Mi madre por su parte, se emocionaba cuando la representante española participaba en Eurovisión, o sufría durante la retransmisión de una corrida de toros y el diestro recibía una cogida. Mi hermana descubría la minifalda y seguía los  patrones caprichosos de la moda del momento, mientras que mi hermano jugaba a indios y vaqueros inspirado en “Bonanza” y otras series americanas. Por mi parte, y siendo la más pequeña, no consentía irme a dormir hasta que la familia “Telerín” no me enviaba a la cama.

Sin darnos cuenta, la programación televisiva organizaba nuestra vida y relajaba nuestra mente. Ante tamaño descubrimiento, la publicidad invadió nuestros deseos, y así, nos tomábamos una coca-cola porque era “la chispa de la vida”, o determinado coñac, porque era “cosa de hombres”. Algunos artículos se hicieron imprescindibles y nos convencieron de que era imposible vivir sin ellos. De este modo, para que las familias fueran felices necesitaban comprar un coche. Los hombres debían fumar una marca de cigarros, las mujeres usar determinado producto para que las amigas las envidiaran y los niños pedían aquel juguete que prometía la diversión absoluta.

Es cierto que también había documentales, programas culturales o de divulgación, pero sometidos a un estricto control de la censura que limitaba los temas a desarrollar.

Nuestras opiniones estaban delimitadas por las noticias que interesaban que viéramos,  por ende,  lo que no salía en televisión no existía.  El eco de las calles,  las manifestaciones   pro-amnistía o las represiones estudiantiles eran algo muy lejano, casi ajeno.

Ha pasado mucho tiempo,  transcurre el año 2014.  Pongo la televisión y veo al político de turno afirmar que  España está saliendo de la crisis y, pienso: “Qué sabia era mi abuela”.

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