Echó
a correr monte arriba con toda la
celeridad que le permitían sus piernas, como si la persiguieran, y en efecto, a
lo lejos, los aullidos de un perro se dejaron oír cada más cerca: un mastín de
grandes dimensiones corría veloz tras la joven; aún estaba lejos, pero la
distancia entre ambos se iba acortando, porque el perro era ágil y parecía
poseído de un afán de venganza que le ponía alas en los pies. La chica seguía
avanzando a gran velocidad por el monte, mirando hacia atrás con temor porque
ya distinguía las fauces abiertas y la mirada fiera del mastín, ansioso de
alcanzar su presa.
La
casa no se veía aún y la joven se iba agotando por momentos; no así el perro,
que se acercaba peligrosamente. Por fin, tras un recodo, apareció la casa con
la verja abierta; sólo tuvo tiempo de entrar y cerrar de golpe, apartándose
rápida; aún así, el mastín pudo agarrar con los dientes un pico de la falda,
que desgarró con fiereza. Entonces ella, ya a salvo y a cierta distancia, metió
la mano en el bolsillo del blusón y sacó un cachorrillo que mostró con aire
triunfal; los aullidos de la desdichada madre se redoblaron, así como los
empellones tremendos a la verja. La chica volvió la espalda desdeñosamente y se
dirigió a la casa; entró y cerró la puerta; se dirigió a la cocina y depositó
el cachorrillo en una gran cesta de mimbre donde, otros cuatro, dormían
apaciblemente.
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