sábado, 31 de mayo de 2014

Echó a correr

Autora: Rafaela Castro


Echó a correr, le puso toda la voluntad y fuerzas del mundo a aquella carrera que parecía de competición. De pronto se paró en seco, se cogía las manos con fuerza, se tapaba la cara, se acariciaba el vientre, recorría su cuerpo llorando y sin dejar de exclamar: ¡los he perdido a los dos! La angustia le atenazaba el pecho, no dejaba de exclamar me persigue la mala suerte, ¡los acabo de perder a los dos!

Con los ojos desencajados histérica perdida así la vieron las personas que se iban arremolinando junto a ella, alguien inducido por los demás llamó a urgencias. La información que dio fue que una señora estaba gritando en la calle fuera de sí. No dejaba de exclamar ¡los he perdido a los dos! La gente llegó a la conclusión que era un aborto múltiple.

Cuando llegó al hospital ya estaban preparados para recibirla enfermeras, ginecólogos y demás. Al llegar a la camilla se dirigieron a ella diciéndole: vamos señora tranquilícese y deje de llorar. Le vamos a practicar todas las pruebas pertinentes, por lo pronto le administraremos un tranquilizante. Este le iba haciendo efecto, cuando el médico volvió la encontró más tranquila viendo que ya podía informarla de la exploración que le habían hecho. El médico le dijo: señora en los análisis de orina y sangre no ha salido nada anormal, y en la ecografía que le hemos realizado no se ve ningún rastro de embarazo, ni síntoma de pérdida de ningún bebé y menos de dos.

María, que así se llamaba esta mujer, se incorporó con expresión de extrañeza, y le dijo: ¿quién le ha dicho que yo he tenido un aborto?, ni múltiple ni sencillo. El doctor contestó: “usted señora aquí llegó histérica perdida gritando, ¡los he perdido a los dos! Y dice ella: no señor no era eso, lo que no me extraña es que no dijera en mi enajenación mental que había perdido tres. Señora esto aumenta ¿me habla de trillizos? No no, le hablo de perder el autobús, perder el trabajo que al no ir a tiempo se lo adjudicaron a otra persona, no me dieron otra opción. También perdí a mi marido, que se fue con otra dejándome con dos hijos adolescentes. Dígame doctor ¿tengo motivos para que se me vaya la pinza? Yo pienso señora que tiene razones suficientes para eso y para más. Y dice María: lo raro es que no haya dicho  que eran cinco pérdidas. ¡Señora no siga! Pues sí, cuando les diga a mis hijos que no tengo dinero ni sueldo se van con su padre.

viernes, 30 de mayo de 2014

El abuelo no puede morir

Autora: Elena Casanova


Echó a correr  desesperadamente buscando a su madre. Se dirigió a la cocina, miró en los  dormitorios, en el cuarto de baño, hasta que por fin la encontró en el patio tendiendo unos trapos.
― Mamá, mamá… ven corriendo. El abuelo está… creo que no respira.
― ¡Ay Magda, no digas tonterías! Hace un par de  horas que se ha tomado la merienda: un vaso de leche y cinco galletas ¡ni más ni menos!
― Pero ahora está muy tieso mamá. He ido a darle un beso y no se ha movido. También  su piel… está muy fría.
― ¡Maldita sea! ― dijo la madre tirando al suelo la camisa que estaba a punto de colgar en la cuerda. ― No puede morirse todavía. Ahora no, no es el momento.

Madre e hija se dirigieron al comedor donde el abuelo yacía en su sillón de toda la vida.
― Papá, papá, ahora no. No te puedes morir todavía ― dijo la madre zarandeando el cuerpo inerte. — Magda, ve a buscar a tu padre. Está en la esquina hablando con Pepe, el cartero. Tu hermano se fue a  casa de Marta, avísale a él también. ¡Venga, venga deprisa, y no le digas a nadie lo que ha pasado!

Una vez que estuvieron todos en la casa, la madre, el padre y los dos hijos. Se sentaron alrededor de la mesa para resolver la situación en que les dejaba la ausencia del abuelo.

― ¡Ay papá! ¿Por qué nos has hecho esto? Nosotros no nos podemos permitir que mueras tan pronto ― soltó la madre con gran tristeza.
― No te preocupes Pepa― dijo el padre ― ya se nos ocurrirá algo. Hay una cosa que debe quedar clara: oficialmente el abuelo no ha muerto. Nadie notará que ya no está entre nosotros, apenas salía de casa ni para ir al médico; su salud ha sido siempre excelente.
― Pero papá, cuando mis amigas vienen a casa, siempre lo ven ahí, sentado en su sillón viendo la televisión, durmiendo o leyendo algún libro de esos que tanto le gustaban.
― Es cierto Miguel― asevera la madre. ―Y los vecinos, cuando pasan por delante de la ventana del comedor casi siempre lo saludan con la mano. Están acostumbrados a verlo, aunque solo sea a través de los cristales. ¡Ay señor, señor, que va a ser de nosotros!― suspira con enorme angustia.
― No os preocupéis, ya se nos ocurrirá algo ― vuelve a repetir el padre.

Y entre tanto, el abuelo continúa sentado en su sillón.  De no ser por  la palidez y el color céreo de la piel, se diría que escucha tranquilamente, hasta casi divertido, lo que se está hablando en esta habitación. Ya  no es solo la tonalidad de su rostro, también la incipiente rigidez evidencian que la pequeña parcela de vida que se refugiaba en su cuerpo ha desaparecido para siempre. Mientras la familia sigue discutiendo acerca de  su penosa situación,  Miguelón desaparece unos minutos y vuelve con algo entre sus manos.
 
― ¿Qué traes ahí?― le pregunta su madre.
― Es toti, mi ratón, ¿te acuerdas?
― Pero si murió hace muchos años. El abuelo quería disecarlo y yo se lo prohibí…― exclamó la madre comprendiendo que no fue así.
― Creo que tengo la solución, mamá― le dijo mientras le extendía el cadáver de toti.
― ¿Me estás diciendo que disequemos al abuelo?
― Si mamá, eso mismo. Lo dejaremos por algún tiempo en su sillón. Nuestra situación es muy jodida. Papá en paro, tú ganando una miseria fregando escaleras, y nosotros dos. La paga del abuelo sigue siendo indispensable y no podemos, por ahora, renunciar a ella, la necesitamos. Además,  el abuelo ha sido toda su vida muy práctico, él estaría de acuerdo… no hay otra.
― ¿Pero cómo lo vamos a hacer? Nosotros no tenemos ni idea. Era tu abuelo el aficionado a estas cosas…
― Mamá― trató de calmarla Miguelón ―él me enseñó  un poco y hay algunos manuales por ahí guardados. No creo que hacerlo con un humano sea muy diferente.

El padre y la hermana no daban crédito a lo que  escuchaban; para ellos hubiera sido más sencillo dar sepultura al abuelo en el pequeño jardín del patio. Si alguien lo echaba de menos, ya se inventarían alguna historia.
 
― Sé que estáis pensando que es una locura ―insistió Miguelón― pero me parece lo más lógico. Lo arreglamos y volvemos a poner al abuelo en su sillón, así nadie lo echará de menos. Cuando nuestra situación mejore, lo enterraremos y  simularemos una desaparición.

Hubo un tremendo silencio cuando todos  se quedaron mirando hacia el sillón  esperando una señal que confirmara que el abuelo daba su aprobación.

jueves, 22 de mayo de 2014

Dolor maternal

Autora: Pilar Sanjuán Nájera
 
Echó a correr  monte arriba con toda la celeridad que le permitían sus piernas, como si la persiguieran, y en efecto, a lo lejos, los aullidos de un perro se dejaron oír cada más cerca: un mastín de grandes dimensiones corría veloz tras la joven; aún estaba lejos, pero la distancia entre ambos se iba acortando, porque el perro era ágil y parecía poseído de un afán de venganza que le ponía alas en los pies. La chica seguía avanzando a gran velocidad por el monte, mirando hacia atrás con temor porque ya distinguía las fauces abiertas y la mirada fiera del mastín, ansioso de alcanzar su presa.
 
La casa no se veía aún y la joven se iba agotando por momentos; no así el perro, que se acercaba peligrosamente. Por fin, tras un recodo, apareció la casa con la verja abierta; sólo tuvo tiempo de entrar y cerrar de golpe, apartándose rápida; aún así, el mastín pudo agarrar con los dientes un pico de la falda, que desgarró con fiereza. Entonces ella, ya a salvo y a cierta distancia, metió la mano en el bolsillo del blusón y sacó un cachorrillo que mostró con aire triunfal; los aullidos de la desdichada madre se redoblaron, así como los empellones tremendos a la verja. La chica volvió la espalda desdeñosamente y se dirigió a la casa; entró y cerró la puerta; se dirigió a la cocina y depositó el cachorrillo en una gran cesta de mimbre donde, otros cuatro, dormían apaciblemente.
 
 
 

Difícil de aceptar

Autor: Antonio Cobos
 
Echó a correr desesperadamente, escaleras abajo, cruzó el pasillo hasta la cocina y salió al jardín dando un portazo. Atravesó el huerto por medio de los tomates y pimientos sembrados por su padre y salió al exterior por aquella estrechez que sólo ella conocía. Una vez en el campo abierto corrió hacia el bosque, aspirando todo el aire de que era capaz e intentando mirar de soslayo, de vez en cuando, para ver la distancia que le separaba de la persona que le perseguía. Al introducirse entre los árboles se paró jadeante, miró hacia atrás y no pudo ver a nadie. Al girarse de nuevo, la vio allí, muy cerca, frente a ella, con un cuchillo en su mano y un rostro desencajado y feo, con una boca abierta en la que faltaban dientes y una cara de no muy buenos amigos. Despertó de golpe, desconcertada por la pesadilla, y al abrir bien los ojos la descubrió en su habitación, a los pies de su cama, con un brazo oculto detrás de su espalda. Era su madrastra, la nueva esposa de su padre y ¡estaba allí! Con un movimiento brusco aquella mujer adulta descubrió su brazo y mostró lo que ocultaba: un cuchillo de enormes proporciones.

Echó a correr desesperadamente, escaleras abajo, cruzó el pasillo hasta la cocina y salió al jardín. Atravesó el huerto por medio de los sembrados y salió por aquella estrechez que ella conocía. Una vez en el campo abierto corrió hacia el bosque, aspirando todo el aire de que era capaz e intentando mirar para atrás, de vez en cuando, para ver la distancia que le separaba de la persona que le perseguía. Al introducirse entre los árboles se paró jadeante, miró hacia atrás y no vio a nadie. Al girarse de nuevo, la vio allí, cerca, frente a ella, con un cuchillo en su mano y una cara de no muy buenos amigos. Despertó de golpe, desconcertada por la pesadilla y a los pies de la cama la encontró de nuevo, con un brazo oculto tras su espalda. ¡Estaba allí! Era su madrastra. En un movimiento brusco descubrió su brazo y mostró lo que ocultaba: un hacha de leñador.

Echó a correr desesperadamente y volvió a soñar el sueño, una y otra vez. Su madrastra se  presentaba en su habitación, a los pies de la cama, con un instrumento de matar distinto. Era un bucle que pudo haber durado indefinidamente hasta que oyó un ruido distinto. Alguien llamó a su puerta. Se despertó y estaba a punto de echar a correr desesperadamente, cuando oyó un ‘Buenos días’ alegre y se colaba en la habitación la nueva compañera de su padre, que volvió a desearle un buen día con una sonrisa y una cara amables. Portaba una bandeja con un zumo de naranja, tostadas con mantequilla y mermelada, y un vaso de leche con cacao, lo mismo que solía llevarle su madre.

Probó el zumo, mientras aquella mujer que quería suplantar a su mamá abría la ventana y dejaba entrar la luz del sol. Intentó descubrir algún sabor extraño. ¿La querría envenenar?
 
 

El alma le pedía correr hacia su casa

Autora: Carmen Sánchez

Echó a correr. Después del miedo inicial y el desconcierto, el silencio le confirmó que el peligro había pasado. No había muerto, el dolor de sus miembros entumecidos así lo indicaba. Con desesperación, apartó los cuerpos que lo aplastaban y alcanzó la superficie. Agazapado sobre el borde de la fosa, respiró entrecortadamente y escudriñó los alrededores. Nada se movía.

Echó a correr. Cuando pensó que las tapias del cementerio estaban lo bastante lejos, se detuvo. Comprobó que estaba herido. Un hilo de sangre seca surcaba su cara desde la sien, manchando también sus manos y su ropa.

La penumbra de la noche empezó a desvanecerse, el amanecer estaba próximo. Decidió que lo mejor era ocultarse durante el día. Bajo un chaparro y al amparo de unos matojos, se tendió sobre la tierra dura. Entonces una angustia que los asfixiaba se apoderó de él y lloró otra el suelo, como un niño. El día lo pasó en duermevela y entre un momento y otro de vigilia, ideó el plan que iba a seguir.

El alma le pedía correr hacia su casa, pero era demasiado expuesto y sólo podría proteger a su familia si se alejaba. Se escondería unos días en las cortijadas, ahora desiertas, la mayoría de ellas abandonadas por el azote atroz de las milicias, después encontraría la ocasión para pasar al otro bando. Sobre todo debía ser cauto. Sabía quién le podría ayudar y luego vería la forma de contactar con su mujer.

Una mañana estival, en un cortijo más que humilde, la mujer manda al menor de sus hijos a recoger los huevos al gallinero. Desde bien temprano los tiene preparados, porque ese día viene el panadero, y se los dará en pago por las seis hogazas que necesita para alimentar a sus hijos. La tahona está en el pueblo de al lado y cada semana le trae las hogazas, que le durarán hasta la semana siguiente. “Menos mal que las gallinas ponen bien – piensa la madre – porque son el sustento de tantas bocas…” Los huevos valen por el pan, leche, garbanzos o lo que haga falta.

Pero ese día, el panadero además de las hogazas trae un mensaje.
 
 
 

... y echaron a correr

Autora: Amalia Conde
 
Como ya saben ustedes he pasado la vida cosiendo para señoras, he trabajado en lo que me gustaba, pero eso no quiere decir que todo fuera gloria, ha habido bueno y malo, pero a mi me gusta recordar lo bueno y agradable y por ese motivo les contaré una especie de locura que ocurrió un día en el taller con las niñas que iban a coser: 
 
Eran cinco chicas, empezábamos a las siete de la mañana y estábamos cosiendo hasta las tres de la tarde. Un día a una de ellas se le ocurrió llevarme un regalo, era una caja de cartón blanca y alargada que puso encima de la mesa de corte, cuando me acerqué al tablero para empezar la tarea, la caja empezó a moverse de una manera rara, rara, tanto que pegué un grito y le pregunté a la que trajo el regalo que si había en la caja ¿una rata o lagartijas... por qué la caja se mueve? 
 
No terminé de hacer la pegunta. Desaparecieron las niñas del cuarto de costura en segundos, como si les hubieran puesto un cohete en el culo se escondieron en el dormitorio, en el cuarto de baño, en la cocina, pero con las puertas cerradas, y ahí estaba yo, sin saber qué hacer, con las niñas encerradas y la caja en la mesa. 
 
Cogí una regla de madera larga, me subí en una silla y empecé a pegarle a la caja, que parecía estar muy bien cerrada y no se abría ni por casualidad.  
 
Le pregunté a la que había traído el regalo que me dijera qué había dentro y que saliera para ayudarme a abrirla, me dijo que había pedido una pastilla de jabón pero sin salir de la habitación. 
 
Después de darle golpes a la caja se rompió y salió una pastilla de jabón redonda igual que un huevo, como la caja era más grande de lo que necesitaba, el “huevo” se movía de un sitio para otro. Todo esto se lo estuve explicando a las encerradas que después de pensárselo mucho salieron, pero no muy conformes. 
 
Me di cuenta de que faltaba una niña y les pregunté por Estrella, que era la aprendiza, tendría unos trece años, ninguna la había visto. Miramos debajo de la cama, en el armario, y nada.  
 
Al poco rato llamaron a la puerta y era Estrella con la cara blanca como el papel. Por más que le preguntaba no decía nada, pero entró a la cocina y salió con la fregona y el cubo yéndose para la puerta de la calle. Le pregunté qué tenía que hacer más de una vez y no decía nada, hasta que la agarré por un brazo para que me dijera lo que iba a hacer, me dijo que iba a limpiar el ascensor... porque se había orinado. 
 
Ya podrán darse cuenta de lo poquito que se cosió ese día, ¡pero nos estuvimos riendo toda la semana!