miércoles, 19 de marzo de 2014

Mi tierra...

Autor: Antonio Pérez

Tierra, polvo y agua. Trozos de caminos paralelos y perpendiculares, carteles indicadores que me llevan y me marcan un mismo sitio, como esa brújula iracunda de mi corazón dando vueltas una y otra vez, cada vez que me pierdo, volviendo encabezonada a marcar el mismo camino.
Mi tierra, virgen y espectacular como ninguna, ese trozo dónde desembocan todos mis caminos, como una encrucijada convergente de mi alma. Y, allí, altiva como ninguna, mi Cortijo, mi casa y mi masía, rodeada de olivos fuertes y vigorosos.
Tierra de labrío, roja o amarilla, con sus zorzales volando y sus abejas zumbando. Aire fresco con cierto toque a madera ardiendo. Chimeneas con humo de plata y ocre a media tarde escupiendo.
Tierra mía, plácida como un domingo soleado a las tres de la tarde cualquier día de mayo, con los mulos la tierra arando, sus gentes felizes trabajando, altivos temporeros de manos cayadas y semblante cansado.
Sus gentes, tan vulnerables y fuertes como la vida misma. Ancianos sentados en los pasatiempos de asientos llamados bancos, viendo a los niños crecer y sus antaños años recordando. 
Sus fiestas…. Tan immensas como piedras y montañas tiene mi tierra, danzando, cantando o la guitarra tocando, dando vida a las ánimas, descansando las manos deterioradas por el trabajo, el tiempo y los llantos. Así es mi tierra tan bella, como sus átomos, verde, azul y tierra de esperanto. Sus animales nos calientan, nos alimentan, y nos entretienen, aunque desgraciadamente también hay otros que nos estorcepen y molestan, y lo más curioso, es que suelen ser bípedos, con bigote y trajeados.
Y así es mi tierra de esa que huyo y a la vez amo, esa que en mi corazón está clavada y de la que me obligo muchas veces a alvidar por mi bienestar. Y tanto la amo, como Miró describió su Masía: “Mientras voy trabajando una tela la voy amando, con amor hijo de la lenta comprensión. Comprensión lenta de la gran riqueza de matices -concentrada- que da el sol. Fruición de llegar a comprender en un paisaje a una pequeña hierba -¿por qué despreciarla?-, hierba tan graciosa como un árbol o una montaña. A excepción de los primitivos y de los japoneses, casi nadie se acuerda de esto tan divino. Todos buscan y pintan sólo las grandes masas de árboles o montañas, sin escuchar la música que desprenden las diminutas flores y las pequeñas hierbas y sin hacer caso a las pequeñas piedras del barranco”.

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