Fue una mañana de un sábado cualquiera, en la que el sol calentaba
un poquito más que en semanas anteriores, como suele pasar a finales del
invierno, cuando sintió un impulso irrefrenable de visitar uno de los museos
ciudadanos. Miró la lista de exposiciones en la agenda de la ciudad y decidió
acudir a una exposición recién estrenada en el museo municipal. De vez en cuando, solía visitar
algún museo y se quedaba horas y horas observando los cuadros expuestos. Le
entusiasmaba la pintura y él mismo era un regular pintor aficionado, con toda
su obra almacenada en el cuarto grande de su piso chico. No había expuesto aún,
pero no descartaba el poderlo hacer algún día.
Aquel sábado, en el que estorbaban el abrigo y la bufanda, dirigió
sus pasos hasta la puerta del museo y dejó sus prendas contra el frío en el
guardarropa. Inició sin demora su visita a la exposición temporal, que incluía
una miscelánea de cuadros de diversos autores, todos relacionados con la vida
en las granjas.
Siempre dedicaba muchos minutos a observar una obra. Intentaba
meterse dentro del cuadro, convivir con sus personajes, escuchar sus historias…
Una de las pinturas de la exposición era “La granjera” de Joan Miró,
perteneciente a una colección privada.
Cuando se puso delante del cuadro y buscaba un espacio en el que
situarse para vivir unos minutos en su interior, le pareció que la agraciada
granjera movió sus ojos para mirarle. Pero no, la mirada de la joven mujer del
cuadro estaba dirigida hacia el vacío y no hacia él, como le pareció por un
instante.
Siguió mirando la escena y observó a la liebre y al gato con su
plato de leche. Percibió como los anchos pies de la granjera la anclaban al
suelo de esas cuatro paredes de la cocina, de donde probablemente salía poco, y
en donde casi siempre estaría trabajando, pensaba él. Seguramente no conocía
otro mundo que la granja y sus aledaños. Estaba seria y parecía sentirse
cansada y aburrida, harta de repetir las mismas acciones un día tras otro. Su
expresión era serena, pero triste. Tenía la cara tiznada por los roces del
trabajo. No obstante, no debía de haber perdido la ilusión de escapar de esa
clausura y por eso miraba lejos, pensando que algún día podría salir de su monótono
y reducido mundo.
La granjera, pensaba el visitante, no podía entretenerse más
mirando, pues en la granja solían comer temprano y tenía tiempo justo para
preparar la liebre que le acababan de traer para guisar. Nuestro pintor oyó un
maullido y se volvió hacia la sala, pero no pudo observar gato alguno. Otros
visitantes y el vigilante estaban en la sala y no parecían haber oído nada.
Siguió observando el cuadro y se preguntó por qué había pensado
todo lo anterior.
Le pareció observar de nuevo un ligero y fugaz movimiento de ojos
en la granjera. Y sin poderlo evitar, le parecía escuchar unas palabras, que él
no se inventaba.
-
¡Sácame de aquí! Enséñame el
mundo de fuera.
-
¡Ayúdame a salir! – le
pareció escuchar.
-
¿Y dónde está escondida la
granjera?
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