miércoles, 19 de marzo de 2014

La granjera de Miró

Autor: Antonio Cobos

Fue una mañana de un sábado cualquiera, en la que el sol calentaba un poquito más que en semanas anteriores, como suele pasar a finales del invierno, cuando sintió un impulso irrefrenable de visitar uno de los museos ciudadanos. Miró la lista de exposiciones en la agenda de la ciudad y decidió acudir a una exposición recién estrenada en el museo  municipal. De vez en cuando, solía visitar algún museo y se quedaba horas y horas observando los cuadros expuestos. Le entusiasmaba la pintura y él mismo era un regular pintor aficionado, con toda su obra almacenada en el cuarto grande de su piso chico. No había expuesto aún, pero no descartaba el poderlo hacer algún día.
 
Aquel sábado, en el que estorbaban el abrigo y la bufanda, dirigió sus pasos hasta la puerta del museo y dejó sus prendas contra el frío en el guardarropa. Inició sin demora su visita a la exposición temporal, que incluía una miscelánea de cuadros de diversos autores, todos relacionados con la vida en las granjas.
 
Siempre dedicaba muchos minutos a observar una obra. Intentaba meterse dentro del cuadro, convivir con sus personajes, escuchar sus historias… Una de las pinturas de la exposición era “La granjera” de Joan Miró, perteneciente a una colección privada.
 
Cuando se puso delante del cuadro y buscaba un espacio en el que situarse para vivir unos minutos en su interior, le pareció que la agraciada granjera movió sus ojos para mirarle. Pero no, la mirada de la joven mujer del cuadro estaba dirigida hacia el vacío y no hacia él, como le pareció por un instante.
 
Siguió mirando la escena y observó a la liebre y al gato con su plato de leche. Percibió como los anchos pies de la granjera la anclaban al suelo de esas cuatro paredes de la cocina, de donde probablemente salía poco, y en donde casi siempre estaría trabajando, pensaba él. Seguramente no conocía otro mundo que la granja y sus aledaños. Estaba seria y parecía sentirse cansada y aburrida, harta de repetir las mismas acciones un día tras otro. Su expresión era serena, pero triste. Tenía la cara tiznada por los roces del trabajo. No obstante, no debía de haber perdido la ilusión de escapar de esa clausura y por eso miraba lejos, pensando que algún día podría salir de su monótono y reducido mundo.
 
La granjera, pensaba el visitante, no podía entretenerse más mirando, pues en la granja solían comer temprano y tenía tiempo justo para preparar la liebre que le acababan de traer para guisar. Nuestro pintor oyó un maullido y se volvió hacia la sala, pero no pudo observar gato alguno. Otros visitantes y el vigilante estaban en la sala y no parecían haber oído nada.
 
Siguió observando el cuadro y se preguntó por qué había pensado todo lo anterior.
 
Le pareció observar de nuevo un ligero y fugaz movimiento de ojos en la granjera. Y sin poderlo evitar, le parecía escuchar unas palabras, que él no se inventaba.

-          ¡Sácame de aquí! Enséñame el mundo de fuera.

 Observó detenidamente la figura inmóvil de la mujer joven del cuadro y las líneas redondeadas de sus insinuantes senos captaron su atención, experimentando una atracción que antes no había sentido. La mano derecha de la joven, mientras sostenía en su brazo el cesto de mimbre, parecía querer salir del cuadro, parecía querer acercársele para tocarle, para asirse a él  y escapar de la pintura.

-          ¡Ayúdame a salir! – le pareció escuchar.

 Siguió observando el cuadro y se pasó toda la mañana ante él. Al vigilante no le pasó desapercibido que aquel visitante no se moviese de allí durante tanto rato y, extrañándole ese hecho, se mantuvo  especialmente pendiente del extraño observador y continuamente  volvía a vigilar la sala.

 A la mañana siguiente se abrió la exposición de nuevo y transcurrió media mañana hasta que un visitante comentó en voz alta, de una manera perfectamente audible para el vigilante:

-          ¿Y dónde está escondida la granjera?

 Cuando el vigilante miró el cuadro, no vio la figura femenina que había visto multitud de veces durante el día anterior. Avisó a sus jefes, acudió la encargada de la exposición y todo el personal de mantenimiento y vigilancia. Todos pensaron que alguien había cambiado un cuadro por otro. El vigilante recordó a la persona que estuvo tanto tiempo mirando la pintura, parado delante de la misma. Quizás en un descuido…

 Hicieron un retrato robot de aquel pertinaz y extraño visitante y avisaron a la policía para denunciar la sustitución de una pintura por otra. Alguien dijo que los trazos del retrato del ladrón se parecían a los rasgos de un pintor aficionado, residente en la ciudad y asiduo visitante del museo. Lo buscaron, pero no pudieron encontrarle.

 El lunes por la mañana, día de cierre del museo, como si fuera a modo de regodeo, el autor o los autores del cambio, habían sustituido de nuevo el cuadro en la exposición y volvía a aparecer la granjera, pero esta vez, al lado de la misma, aparecía un joven granjero, con la cara del presunto y nunca hallado ladrón de imágenes. Ambos mostraban caras felices y sus labios reflejaban una ligera y socarrona sonrisa.

 La pintura fue retirada de la exposición, ya que sin explicación alguna, unos días las figuras masculina y femenina estaban en el cuadro y otros no.

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