viernes, 21 de febrero de 2014

El tropiezo

Autora: Carmen Sánchez


        Hacia las cinco de la tarde, Amparo entró en el salón. Hacía varios años que este acontecimiento se había establecido en su rutina. Todos los días, tras una breve siesta, elegía la ropa según la luminosidad de la tarde o el brillo de sus ojos, se maquillaba y se colocaba el mechón rebelde que se escapaba de la melena perfectamente arreglada. Tras ponerse su collar de cuentas y tomar su bolso, se dirigía con aire distinguido a la sala. Cuando llegaba a la entrada, detenía levemente su paso decidido, para saludar a los ocupantes, masculinos principalmente, de los sillones contiguos.

Rosario, su acompañante habitual, solía retrasarse unos minutos.  Momento que Amparo aprovechaba para lanzarle una mirada atenta a Vicente, sentado en la mesa próxima. Esta era la señal para que él la agasajara respecto a su formidable aspecto y terminara la conversación refiriéndose a la exquisitez de la merienda, o al buen tiempo de esa tarde.

Instantes después aparecía Rosario, con paso vacilante y ligeramente encorvada. Su rostro, sin ser tan refinado como el de su amiga, mostraba una piel aún tersa y como contraposición, su sonrisa sincera le daba un aspecto afable. Además, era muy buena conversadora, porque escuchaba mucho más que hablaba, lo que hacía de ella una compañía inestimable.

La cita de esa tarde, seguía el ritual de todos los días hasta que entró en el salón Ignacio. Mientras escuchaba la charla entretenida de su amiga, Rosario descubrió la mirada inteligente, pero reservada y triste del nuevo huésped. No comentó su impresión con su compañera, que estaba distraída relatándole los últimos acontecimientos de la jornada, pero no dejó de observarlo disimuladamente.

Los días siguientes transcurrieron sin novedad. Ignacio se incorporaba con retraso a la sala y ocupaba una mesa apartada. Entre los vecinos, ya se había extendido la noticia de la llegada del nuevo, pero su actitud distante, mantenía alejados a los más curiosos.

Y mientras éstos hacían cábalas, acerca de su vida, él se planteaba si no se habría equivocado al tomar la decisión. Se afirmaba en no querer vivir con su hija, aunque ella no lo entendiera. Precisamente, por cuanto la quería, no podía tolerar que ella tuviera que decidir. Adela y él ya lo habían resuelto hacía tiempo, pero la muerte de su mujer, lo había precipitado todo.

En esos momentos su empeño era no ceder ante la tristeza. Los días eran interminablemente largos sin oír su voz y las noches infinitas sin la suavidad y la calidez de Adela. Leer no tenía sentido y pasear era no encontrar el camino. Cuando le faltaban las fuerzas, evitaba salir de la habitación, haciéndolo únicamente en la comidas y siempre buscando el lugar más retirado, para evitar miradas y conversaciones banales, que en esos momentos no podría soportar. Todas sus energías las reservaba para los encuentros con su familia, ya que, pese a su ánimo apesadumbrado, necesitaba transmitirles tranquilidad para que aceptaran su determinación.

Estaba perdido en estos pensamientos, cuando una señora tropezó al pasar a su lado. Instintivamente, se incorporó y la sostuvo, evitando así que cayera.

- Muchísimas gracias. Pero que torpe estoy. – dijo ella, y continuó:- Gracias a Dios que estaba usted para ayudarme.

- Ha sido un placer. – contestó él y añadió: - Pero, ¿se ha hecho daño?

- No, no se preocupe. No ha sido nada. Creo que he tropezado con la silla.

- A veces uno va distraído, nos pasa a todos. ¿De verdad no se ha hecho daño? - Insistió él.

- No, de verdad no ha sido nada. - Y exclamó a  continuación: - ¡Uy, pero que desconsiderada soy, no me he presentado! – añadiendo: - Mi nombre es Rosario, y ¿usted cómo se llama?

- Soy Ignacio. Pero mejor, tutéame. ¡Encantado de conocerte! – Luego añadió: - Perdona que no me haya presentado antes, pero es que llevo pocos días en la residencia y todavía estoy un poco ajeno a todo esto.

- No hace falta que te disculpes, todos hemos pasado por eso, pero verás que pronto todo te resultará familiar.

En ese momento una auxiliar cruzaba el salón  y mientras guiñaba disimuladamente a la anciana, le decía:

-  Doña Rosario ¿se ha hecho daño?

- No, no te preocupes, cariño, D. Ignacio ha sido tan amable de sujetarme, que no he llegado a caer.

- Bueno, pues entonces ahora mismo les traigo la merienda – dijo la joven.

Rosario se giró hacia él y le preguntó: - ¿Quieres acompañarme y te presento a mis amigos?

- Sí, por supuesto – contestó Ignacio.

          Esa tarde compartieron mesa y velada con Amparo y también con Vicente, que se sumó a la reunión. Mientras los cuatro charlaban animadamente, al fondo del comedor, las asistentas comentaban la astucia de Doña Rosario, que con su “ardid” había conectado con Don Ignacio y al mismo tiempo había integrado en el grupo a Don Vicente, lo que Doña Amparo, pese a su glamour, no había conseguido en tantos años.

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