Tenía
quince años cuando me cambiaron de colegio. El primer día de clase, estábamos
en el salón de actos para la presentación del curso y allí mismo dio lugar toda
la pesadilla que me quedaba por vivir. Los chicos que estaban sentados en la
fila de atrás empezaron a tirarme del pelo sin esperarlo y ese sería el
principio de otros muchos abusos que
caerían sobre mí. Cada vez que podían me molestaban y me dejaban atemorizado.
Nunca llegaron a pegarme pero todo lo que me hacían me producía un tremendo
terror.
Me sentía
muy triste y agobiado, solo tenía ganas de llegar a casa y encerrarme en mi
habitación a cal y canto. Me pasaba parte de la noche llorando siendo incapaz
de concentrarme en los estudios. El hecho de tener que ir a clase se había
convertido en un infierno, procuraba llegar con la hora justa para que
estuviera ya el profesor y así evitar las molestias y humillaciones que me
encontraba a diario.Mis padres me veían triste, pero como yo no les contaba nada de nada, ellos no sospechaban qué me podía estar ocurriendo. Llegué con el tiempo a negarme a ir a clase, entonces decidieron hablar con los profesores y esto supuso un gran alivio para mí ya que gracias al apoyo que encontré tanto de unos como de otros, pude poner en práctica una serie de estrategias que me ayudaron para aprender a defenderme y conseguir que no me molestaran más los típicos macarras de turno.
Después de
una larga lucha, conseguí que me dejaran en paz, llegando a conseguir ser alguien muy respetado. Con el tiempo me hice
de un grupo de buenos amigos para salir y pasármelo bien. Creo que no me ha
quedado trauma, al contrario he abierto las ventanas a la vida de par en par
como dice la canción de Roberto Carlos,
dejando que entre su luz y el aire fresco y renovado.
Ahora todo
lo veo de otro color, vuelvo a tener ganas de vivir y de sonreír.
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