Son las siete de la mañana y
Nacho se levanta de la cama para dirigirse al balcón. Desde los seis años
acostumbra a asomarse al gran ventanal de su dormitorio para disfrutar del
nacimiento de un nuevo día. Se siente atraído
por estas primeras horas cuando aún se
respira quietud en las calles, cuando el
sol se deja ver tímidamente por el horizonte y los primeros cantos de
los petirrojos, ruiseñores, herrerillos… escondidos entre la espesura de los árboles, comienzan su concierto matutino.
Pero hace aproximadamente un mes que su interés hacia toda esta manifestación
de vida ha pasado a un segundo plano desde que un día apareció la figura de un
niño detrás de la ventana de un viejo edificio, al otro lado de la placeta que tiene
justamente delante de su dormitorio. Desde allí puede observarlo y se saludan con
la mano. Este encuentro solo dura unos minutos, tiempo suficiente para que Nacho
se sienta muy unido a ese niño del que desconoce
todo, jamás se ha comunicado con él salvo
por los gestos que se hacen. Nacho es
capaz de adivinar, a pesar de la distancia, un cabello rubio, una piel oscura y
sus edades deben ser muy parecidas. Le
llama poderosamente la atención un detalle: siempre lleva una sudadera roja.
Intentó varias veces explicar a
sus padres que tenía un nuevo amigo,
algo peculiar. A pesar de la negativa de los dos adultos a creerlo, él persistía en la existencia de
ese niño al que saludaba todas las mañanas. Pero su padre terminó demasiado serio
y Nacho creyó conveniente que no merecía la pena seguir insistiendo. Su madre
habló con él a solas explicándole que era imposible que en aquel sitio pudiera
haber nadie. Se trataba de una antigua casa señorial del siglo XVIII y llevaba
casi un siglo deshabitada por lo que su deterioro era importante y necesitaba
algunas reformas. Hacía poco tiempo que el ayuntamiento la había comprado para
restaurarla y convertirla en un museo, mientras tanto permanecía cerrada.
Terminó por recriminarle su fantasiosa imaginación. Desde ese momento Nacho
tomó una determinación: no volvería hablar del asunto con nadie, sería su
secreto.
Una mañana en la que Nacho
esperaba en el balcón para saludar al amigo, este no apareció. ‘Estará
enfermo’, pensó. Desayunó y se preparó para ir al colegio. A la hora de
vestirse le pidió a su madre su nuevo chándal con el que quería impresionar a
sus amigos.
- Mamá, hoy vamos a jugar un partido de fútbol y
me gustaría ponerme mi chándal de la selección.
-
Nacho, había que hacerle un arreglo ¿no te acuerdas?
-
Venga mamá, es que me hace mucha ilusión, anda
por favor, por favor… ya me lo arreglarás luego.
-
Vale… como quieras, cuando te pones tan formal
es difícil negarte nada.
- Gracias mamá-
Nacho salió disparado para vestirse, no sin antes propinarle un beso de
gratitud a la madre.
Horas más tarde Nacho murió. Fue una caída estúpida en el patio del colegio pero con tan mala suerte que el golpe fue mortal, causándole daños irreparables en la parte más vulnerable de su cuerpo.
Desde entonces, la madre entra todas
las mañanas en la habitación de Nacho con una gran ansiedad, siempre espera ver
a su hijo al otro lado de la puerta dispuesto a llenar ese gran vacío que siente
desde su partida. Esa habitación que pertenece al pasado, en la que un día la
vida se paralizó, ahora se ha convertido en el refugio atemporal donde descargar todo el dolor y la rabia
contenidos. Se dirige al balcón, lo abre y se queda mirando ese paisaje
desolado, sin esperanza. Está abstraída
en el movimiento lento del agua de una fuente cuando sus ojos se fijan,
repentinamente, hacia un punto al otro lado de la placeta. En una de las
ventanas, la segunda a la izquierda en la parte más alta del viejo edificio, se
adivina la figura de un niño que le saluda con la mano. ‘No puede ser, no pude
ser’ piensa la madre al mismo tiempo que se frota los ojos como si pudiera, con
este gesto, borrar todo aquello que no tiene sentido. ‘Tiene que ser el mismo
que veía Nacho’, pensó de nuevo. Fijó la
vista una vez más hasta que diferenció una cabellera rubia, una piel oscura y
una sudadera, la misma que llevaba Nacho el día de su muerte. Alzó la mano y
con un gran estremecimiento saludó a su propio hijo.
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