Juan regresó a su casa y cuando abrió la puerta percibió el mismo
y familiar olor en el que había crecido y se había desenvuelto durante tantos
años. Ese olor hogareño y peculiar que no había impregnado sus papilas
olfativas desde que se marchó a una universidad extranjera para realizar una
estancia. Cada casa tiene su propio y particular olor.
Pero olía mucho. Era un olor muy concentrado, casi apestaba. Y a
medida que fue entrando en el piso el hedor era más fuerte, más profundo. Llegó
a pensar en la posibilidad de que alguien hubiera muerto en la casa y llevara
varios días sin ser localizado. Pero no, en el salón, como usualmente ocurría
antes de ausentarse, su hermano, el que no era muy listo, jugaba a los vídeo
juegos que siempre le habían encantado. Le dijo ‘hola’ y siguió atento a su
aparato para alcanzar un nivel de juego más alto. No trabajaba y cobraba el
paro. Su otro hermano, el inspector de hacienda, se lo había arreglado. Sus
tíos y al mismo tiempo vecinos, le daban de alta y de baja, obviamente sin que
tuviera que ir, en su oficina de asesoría fiscal, en aquella en la que
gestionaban la fortuna familiar, y la de ciertos amigos con los que
intercambiaban favores, para vivir de subvenciones y no pagar impuestos.
Más al interior, su hermana mayor le explicó que durante el tiempo
en el que había estado fuera, su familia y amigos se habían hecho con un buen
bocado de la sanidad pública, que ahora explotaban y que les dejaba pingües
beneficios. Habían fundado colegios que subvencionaba el estado y transmitían
la ideología del dueño, es decir, de ellos. Con las inversiones en las
petroleras y en las compañías eléctricas todo seguía igual. Seguían siendo
rentables.
Continuó recorriendo estancias y todo lo encontró normal, como
siempre, pero en el gran salón de la esquina, en el que daba a la avenida, había
un encuentro multitudinario. Se reunían políticos de distinto signo, jueces, banqueros,
algunos funcionarios, empresarios conocidos, y curiosamente, también había
algún representante de una iglesia e incluso un miembro de la familia real y, ¡sorpresa
mayúscula!, había un representante de un sindicato significativo. Hablaban de
acciones e intereses inconfesables y no se privaban de hacerlo delante de Juan,
pues él era un miembro más de la familia. El hedor era ya insoportable. No
sabía a que círculo acercarse sin sentirse escandalizado y apestado. No sabía a
donde mirar, ni qué escuchar, ni qué podía oler.
Se tapó la nariz y se fue hacia el gran balcón central de la
estancia. Las contracciones de su estómago anunciaban inminentes e
incontrolables vómitos. Puso su manos en las manivelas de apertura del ventanal
grande y las conversaciones cesaron. El salón se inundó de un sepulcral silencio. Todos
gritaron: “Nooo”, mientras las manos de Juan abrían de par en par, y sin que nadie pudiera evitarlo, las dos
hojas de la enorme ventana palaciega .
Una fuerte corriente de viento frío y vivificante inundó la sala y
todos corrieron a protegerse para no exponerse a un resfriado. Un aire nuevo removió
todo el ambiente putrefacto del salón y se llevó los malos y penetrantes olores
de la casa hacia lejanos círculos de la estratosfera.
Ese aire fresco renovó el ambiente de todo el edificio España,
sito en el número uno de la Avenida de España, de una ciudad y de un país de
cuyos nombres no quiero acordarme.
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