lunes, 27 de enero de 2014

Olores

Autor: Antonio Cobos


Juan regresó a su casa y cuando abrió la puerta percibió el mismo y familiar olor en el que había crecido y se había desenvuelto durante tantos años. Ese olor hogareño y peculiar que no había impregnado sus papilas olfativas desde que se marchó a una universidad extranjera para realizar una estancia. Cada casa tiene su propio y particular olor.

Pero olía mucho. Era un olor muy concentrado, casi apestaba. Y a medida que fue entrando en el piso el hedor era más fuerte, más profundo. Llegó a pensar en la posibilidad de que alguien hubiera muerto en la casa y llevara varios días sin ser localizado. Pero no, en el salón, como usualmente ocurría antes de ausentarse, su hermano, el que no era muy listo, jugaba a los vídeo juegos que siempre le habían encantado. Le dijo ‘hola’ y siguió atento a su aparato para alcanzar un nivel de juego más alto. No trabajaba y cobraba el paro. Su otro hermano, el inspector de hacienda, se lo había arreglado. Sus tíos y al mismo tiempo vecinos, le daban de alta y de baja, obviamente sin que tuviera que ir, en su oficina de asesoría fiscal, en aquella en la que gestionaban la fortuna familiar, y la de ciertos amigos con los que intercambiaban favores, para vivir de subvenciones y no pagar impuestos.

Más al interior, su hermana mayor le explicó que durante el tiempo en el que había estado fuera, su familia y amigos se habían hecho con un buen bocado de la sanidad pública, que ahora explotaban y que les dejaba pingües beneficios. Habían fundado colegios que subvencionaba el estado y transmitían la ideología del dueño, es decir, de ellos. Con las inversiones en las petroleras y en las compañías eléctricas todo seguía igual. Seguían siendo rentables.

Continuó recorriendo estancias y todo lo encontró normal, como siempre, pero en el gran salón de la esquina, en el que daba a la avenida, había un encuentro multitudinario. Se reunían políticos de distinto signo, jueces, banqueros, algunos funcionarios, empresarios conocidos, y curiosamente, también había algún representante de una iglesia e incluso un miembro de la familia real y, ¡sorpresa mayúscula!, había un representante de un sindicato significativo. Hablaban de acciones e intereses inconfesables y no se privaban de hacerlo delante de Juan, pues él era un miembro más de la familia. El hedor era ya insoportable. No sabía a que círculo acercarse sin sentirse escandalizado y apestado. No sabía a donde mirar, ni qué escuchar, ni qué podía oler.

Se tapó la nariz y se fue hacia el gran balcón central de la estancia. Las contracciones de su estómago anunciaban inminentes e incontrolables vómitos. Puso su manos en las manivelas de apertura del ventanal grande y las conversaciones cesaron. El salón se  inundó de un sepulcral silencio. Todos gritaron: “Nooo”, mientras las manos de Juan abrían de par en par,  y sin que nadie pudiera evitarlo, las dos hojas de la enorme ventana palaciega .

Una fuerte corriente de viento frío y vivificante inundó la sala y todos corrieron a protegerse para no exponerse a un resfriado. Un aire nuevo removió todo el ambiente putrefacto del salón y se llevó los malos y penetrantes olores de la casa hacia lejanos círculos de la estratosfera.

Ese aire fresco renovó el ambiente de todo el edificio España, sito en el número uno de la Avenida de España, de una ciudad y de un país de cuyos nombres no quiero acordarme.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario