Pese a mi nombre, Felicidad González, fui una mujer desdichada. Si bien mi
nacimiento fue celebrado por todos, quiso el devenir de los acontecimientos
trastocar estos buenos augurios.
Nací, hija de un jornalero y de una abnegada muchacha de pueblo, a la que se le pasó la juventud antes de
tiempo. Siendo, aún, una niña, alegre y despierta, descubrí que mi vida estaba
marcada por las circunstancias de cada momento y la pesadumbre que ellas
imprimían en el ánimo de mi madre. Los sucesivos nacimientos que siguieron al
mío, hicieron necesaria mi presencia en el hogar, por lo que sin considerar mi
interés por aprender, no dudaron en apartarme de la escuela, para que ayudara
en casa. Este hecho, marcó profundamente mi infancia y en mi memoria todavía
permanece la envidia que me producía ver a las otras niñas jugando en la plaza,
mientras yo cuidaba de mis hermanos.
Recuerdo que, a pesar del empeño que ponía en hacer las tareas que me
encomendaban, alguna vez se me quemó la comida y en otra ocasión se me cayó el
cántaro lleno de agua, que traía de la fuente y mi madre se disgustó tanto, que
pensé que había ocasionado una
desgracia. Era frecuente que me dijera frases como “Es que no tienes cuidado”,
o “Es que no haces caso”, y que sin darme cuenta, hacían que me sintiera cada
vez más insignificante.
Al mismo tiempo, su carácter taciturno, le impedía disfrutar de los buenos
momentos y siempre temía por todo lo que sucedía o lo que estaba por suceder.
Así, si mi padre llegaba a casa contento porque traía un buen jornal, ella
recelaba pensando que al día siguiente no tendría la misma suerte. Si llovía,
se lamentaba de que él, no podría ir a trabajar al campo, pero en cambio, si el
buen tiempo duraba algún día de más, sufría porque la tierra necesitaba agua y
la sequía traía malos presagios.
Ahora, desde la distancia que aporta el tiempo, entiendo que mis padres,
por aquel tiempo, rozaban la escasez como algo cotidiano, moldeando la
desesperanza como parte de nuestras vidas.
Fue por aquella época, cuando yo estaba dejando atrás la niñez y me había
convertido en una muchacha espigada y tímida, que entré a servir en la Casa
Grande, para la familia rica del pueblo. Hasta entonces la miseria, era algo normal
en nuestra vida, pero no sufría por ello, porque no conocía otra cosa. Sin
embargo, en la Casa Grande, conocí la mezquindad. En invierno, la mansión
estaba caldeada y había comida en abundancia, pero por la noche en mi cuarto,
yo estaba aterida y mi plato siempre era escaso. Mis manos todavía tiernas,
preparaban los baños de agua caliente y perfumada para la señora, pero se
llenaban dolorosamente de callos y sabañones mientras lavaba la ropa o fregaba
el suelo con el agua helada. Pese a todo no me quejaba, hasta que cierto día
sufrí tal humillación que, como gota que colma el vaso, desbordó mi alma,
rebelándome contra el destino que me esperaba. Ese día decidí que iba a ser
feliz. Abandoné la seguridad incierta de cuanto me rodeaba y me marché en busca
de lo desconocido, a la ciudad.
Y, por fin, entendí el significado de mi nombre, y dejé de ser “Feli”, para
convertirme en “Felicidad González”. Desde entonces, ha pasado mucho tiempo y
no sin esfuerzo y superando mil dificultades, he logrado un trabajo que me
satisface, los estudios que me propuse, y una familia maravillosa, que sigue
creciendo. Durante estos años, he
aprendido a valorar a las personas que me rodean, a disfrutar con las cosas
sencillas del día a día y quizás lo más importante, a transmitir mis emociones
y vivencias.
Más, cuando la felicidad anida en
nuestras vidas y se confunde con la rutina, nos da una sorpresa, para que no
dejemos de apreciarla. Así, tras una revisión, me han diagnosticado un cáncer.
Sin embargo, la enfermedad lo tiene muy difícil conmigo, porque cuento con una
familia estupenda, un equipo médico magnífico, y sobre todo, porque soy una luchadora incansable que
persigue la Felicidad. Firmado: Felicidad González.
Aurora cerró un momento
la revista. El testimonio que acababa de leer, la había conmovido. Esa era la
actitud- pensó- que necesitaba para afrontar la enfermedad.
Minutos después, la
enfermera la llamó y pasó a la consulta del oncólogo.
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