Estaba ya Sherezade hasta el copetín de tanto y tanto cuento. La
verdad es que, después de las primeras mil y una, le cogió gustillo al asunto y
relatar una historia cada noche, se convirtió en una tarea cotidiana que
realizaba con deleite.
Estaba harta del sultán, de la madre que lo parió, de su propio
padre el visir, ya difunto, que la casó con el sultán para salvar su puesto de
trabajo, de las paredes de aquel hermosos palacio, de sus viejas alfombras, de
los mismos criados de siempre. En definitiva, estaba hasta las narices de
aquella vida repetitiva.
Así que, en resumidas cuentas, decidió acabar de una vez con
aquella historia interminable. ¡Quería dormir por las noches, como todo hijo de
vecino!¡ Y si el dichoso sultán no podía dormirse, que se tomara algo!¡Lo que
fuera!¿Lo que fuera?
Llevaba más de sesenta y ocho años contándole historias y
sirviéndole el té nocturno de diferentes tipos al señor sultán. ¡Casi
veinticinco mil noches! El viejo andaba ya por los noventa y ella iba a cumplir
83. ¡Ya estaba bien!
El pertinaz anciano ya no recordaba las historias de la noche anterior, sólo recordaba las más antiguas. Y cuando decía: “Pero esa, ya me la has contado”. Ella contestaba con desparpajo: “Es que hay dos versiones y te conté la otra”.
Pues bien, tras diez mil noches de dudas, una noche cualquiera de un
mes cualquiera, exactamente la noche veinticinco mil una, tumbados al fresquito,
Sherezade le ofreció a su incansable oyente, un té muy azucarado, como a él le
gustaba, y le zambucó entero, el “elixir eterno” que le facilitó un mago local,
al que avisó insistentemente del riesgo de perder la cabeza si se iba de la
lengua.
Cuando el anciano sultán se acomodó para escuchar el nuevo cuento, Sherezade comenzó: “Esta es la historia de un rey insaciable que falleció de ‘muerte natural’ a los casi noventa años, con veinticinco mil y una historias a sus espaldas. Érase una vez…”
original y muy ingenioso, como siempre Antonio
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