viernes, 21 de junio de 2013

¿Se puede estar enamorado de un lugar?

Autora: Carmen Sánchez Pasadas


         ¿Se puede estar enamorado de un lugar? Yo lo estaba y cuando lo conozcáis, desde el corazón, lo entenderéis.

Cada mañana, cuando me dirigía hacia aquel paraje, la brisa fresca saludaba mi rostro con una caricia y a veces, el aire inquieto jugaba con mi pelo.

La mayoría de los días el agua serena transcurría apacible corriente abajo, deslizándose por el cauce que le daba nombre. Otros, venía alegre y como niño travieso, brincaba sobre las piedras y salpicaba por doquier.

Advertía que el río no era siempre el mismo. En ocasiones, el agua no era cristalina, sino que brillaba como la plata, otras en cambio, se convertía en lapislázuli y era envidiado por el cielo, incluso algunos decían que había perlas de oro en el fondo y por ello el agua adquiría un tono dorado como la miel.

En la orilla, las ramas de los árboles jugaban al escondite con los rayos templados del sol, las más vetustas se retraían ocultándose en la sombra, mientras las jóvenes se estiraban luciendo sus hojas brillantes.

Cierto día, mientras caminaba observando el ir y venir de las golondrinas desde el alero de una torre cercana, oí un susurro. Era un elfo diminuto que requería mi atención para que me escondiera junto a él. Sin dudarlo, me agaché tras la maleza. En seguida, un enorme estruendo llenó  el ambiente y de pronto un grupo numeroso de jinetes galopaba a través de la rambla. Transcurridos unos minutos, que me parecieron interminables, el silencio ocupó nuevamente el espacio.  Momento que aprovechó el insólito personaje para contarme la historia de la ninfa Áurea. Era la hija del río Darro y era conocida por su belleza, pero para su desdicha, había sido víctima de un hechizo y cuando lloraba, sus lágrimas se convertían en diminutas gotas de oro, que le producían heridas en los ojos. En esta tierra, Áurea era muy feliz y casi nunca lloraba, pero su maldición era conocida en otros parajes y los gobernantes, cegados por la avaricia, deseaban su captura para atormentarla y así enriquecerse con el oro de sus lágrimas. Por este motivo, fue raptada por unos mercenarios. Afortunadamente, los centauros, defensores del lugar, alertaron con sus cornetas al padre, quien aliándose con el viento y la tormenta, provocaron una tempestad jamás conocida. La ira de Darro creció hasta formar gigantescas turbulencias. Sus aguas, habitualmente sosegadas, se transformaron en enormes olas que devoraban cuanto encontraban a su paso. La mayoría de los jinetes perdieron la vida por la inundación, pero Áurea fue rescatada por los centauros y desde entonces trasladó su residencia a una hermosa gruta, oculta a la vista por el vasto puente  que cruzaba a la otra orilla y desde entonces los centauros vigilaban la zona noche y día. Observé con detenimiento y descubrí varios de ellos parapetados en los muros y escondidos entre los árboles. Tras todo aquello, muy de tarde en tarde, había incursiones de jinetes que pasaban de largo,  como la que acababa de presenciar, y a los que era mejor evitar.

En un instante, la melodía de un violín llegó hasta mí y mis ojos buscaron  al intérprete de tan deliciosa música, instante que aprovechó el elfo para escabullirse sin ser visto. Miré alrededor, pero no apareció, tampoco logré ver a los centauros, ni encontré la gruta del puente. Todo el paisaje estaba como de costumbre, soleado y plácido. Esperé a que el músico dejara de tocar para preguntarle si había visto u oído el galope de los caballos y me aseguró que llevaba mucho tiempo allí y no había visto nada. Otros transeúntes pasaban por la calle, como si no hubiera sucedido nada extraordinario y esto me hizo dudar acerca de lo que acababa de ocurrir.

 Metí la mano en el bolsillo para sacar alguna moneda y  entregársela al violinista, cuando descubrí que entre las monedas tenía una pequeña bolita de oro.

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