Esta vez la campana de la iglesia no
suena. El silencio, sólo interrumpido por sus pasos, habita a su alrededor.
Santiago, después de muchos años, ha
vuelto a Villarroya de la Encina. El resentimiento que sentía ante esta tierra
ingrata y que lo ha mantenido alejado tanto tiempo, se convierte en pesar
cuando contempla este paisaje desolador. El abandono aparece por todas partes.
Hasta donde su vista alcanza, el color pajizo lo inunda todo.
El arroyo que cada verano era motivo de
diversión entre los chavales, ahora viene seco y el encinar que bordea la loma
cercana se ve bastante diezmado, incluso hasta el nido, que las cigüeñas
perpetuaban en el campanario, ya no existe.
Los matorrales han devorado tapias y
techumbres, aniquilando tejados y muros firmes. Las casas, aunque siempre
humildes, eran hogares que rezumaban vida, pero ahora son montones de piedras,
morada de lagartos y alimañas.
Ante esta soledad, a Santiago le cuesta evocar el bullicio que
había los días de mercado, la fiesta que generaban los puestos ambulantes y el
vocerío que se multiplicaba por todo el pueblo. Ciertamente, el silencio lo
aplasta todo, piensa mientras advierte la ausencia del agua, no oye los chorros
continuos del pilar de la plaza, ni el tintineo de las ovejas, cuando al
atardecer volvían de pastar en el monte, ni oye los balidos que llenaban el
aire.
Santiago tampoco huele el estiércol que
dejaban los rebaños a su paso y que impregnaba continuamente el ambiente, hasta
ser cotidiano. Ni siquiera hay rastro del olor espeso que el humo destilaba por
las chimeneas en las frías tardes de invierno.
Apesadumbrado camina entre los hierbajos.
Entretanto, los recuerdos, que el olvido no ha conseguido borrar, lo conducen a
la escuela. Ya no hay chiquillos que
alboroten con sus risas y juegos, ni está D. Anselmo, el maestro, esperando en
la puerta con su rostro grave. El panorama que encuentra es lamentable. La
puerta ha desaparecido, y parte del techo se ha derrumbado sobre los escasos
pupitres. Inexplicablemente, un mapa descolorido resiste colgado de la pared
junto a la pizarra agrietada.
Ante esta visión, acude a su mente la
afirmación del maestro, cuando se despidió de él: - “Tú también te marchas,
este pueblo se muere, es un pueblo de viejos”.
Con el regusto amargo de estas palabras,
Santiago continúa hacia lo que queda de su casa, mientras piensa que en estos
años no ha dejado de arrepentirse de su huida. Sólo era un muchacho cuando su
madre falleció y de repente, piensa, el padre y él se convirtieron en dos
extraños que apenas hablaban. Al mismo tiempo, la vida era cada vez más
miserable y después de varios años de sequía, apenas conseguían sobrevivir como
jornaleros.
Por aquel entonces, llegó al pueblo el
primo Antonio, que venía de permiso desde Barcelona, y fue muy fácil convencerlo
para que se marchara con él. No lo dudó,
deseaba volar y allí se ahogaba; sin embargo, no reparó en la soledad
absoluta del padre.
El sonido de la campana suena en su
interior, como tantas otras veces que recuerda su regreso al pueblo, para asistir al funeral del padre. Fue un día
gris, de llovizna, bajo el eco lúgubre
de la campana que le recordaba una y otra vez su ausencia. Ese eco, que lo
acompañó siempre, lo ha ligado al pueblo, al mismo tiempo que lo ha espoleado
para alejarse, hasta este día.
Ya frente a la casa, siente que ha
dejado de oír la campana y entra en el hogar, confiado. Es más reducido de lo
que recordaba, pero por suerte, la techumbre aún aguanta. Entre los pocos
enseres que quedan, busca instintivamente un retrato, el de sus padres el día
de la boda. Caído al suelo y oculto entre polvo y cenizas aparece el rostro
sereno de su madre, muy joven, sentada con un vestido blanco y detrás su padre
con traje oscuro y gesto digno.
Su ánimo se recompone y decide examinar
el patio trasero. Sorprendentemente el
pozo no se ha secado y aún más, la higuera que plantó su padre, siendo él
todavía un niño, tiene brotes nuevos. Santiago reflexiona y decide que mañana volverá con su mujer y sus
hijos.
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