viernes, 8 de febrero de 2013

Los titiriteros

Autora: Pilar Sanjuán Nájera


En un país imaginario, al sur del sur en los confines de la tierra, donde ésta se acaba y comienza un mar infinito que se extiende hasta el horizonte, había un pueblecito en el que ocurrían verdaderos prodigios: para empezar, allí todo el mundo vivía feliz y estaba contento. Por su latitud, el clima de aquel lugar tenía que ser forzosamente inhóspito y gélido y, sin embargo, gozaba todo el año de una temperatura suave que hacía que sus campos estuvieran siempre verdes, como si la primavera se hubiera asentado allí sin querer marcharse. Fuera del pueblo y de su término todo estaba helado la mayor parte del año. 

Las casas de este sitio privilegiado eran de vivos colores y los tejados, de tejas brillantes, tenían en lo más alto unas veletas en forma de gallo. Pero no eran unas veletas normales, no, los gallos cobraban vida al amanecer y cantaban todos a la vez aunque el ki-kiri-ki estridente y molesto lo habían sustituido por un sonido melodioso para que los vecinos despertaran con ánimo alegre y fueran a trabajar al campo llenos de buenas energías. También cantaban estos gallos al anochecer para avisar a los niños que jugaban en parques, calles y plazuelas  de que era hora de recogerse; esto lo sabían bien los niños y ni uno se quedaba rezagado o remoloneando.

La gente menuda de este pueblo era sumamente feliz. En la escuela no les ponían deberes, así que tenían tiempo de jugar a placer, que es lo más recomendable durante la niñez, además ellos mismos inventaban sus juegos, en los que participaban todos de manera amigable y divertida afortunadamente, hasta allí no habían llegado los móviles en sus infinitas variedades).

En una de las casas del pueblo, con aire oriental debido a sus pequeños minaretes, celosías y terrazas, vivía un matrimonio joven con dos hijas: Angélica de cinco años y Violeta de ocho. Como veis, tenían nombres de flores; una característica de estas niñas es que exhalaban el perfume que correspondía a su nombre, por lo cual, la madre nunca les ponía colonia. Además toda la casa estaba perfumada, muebles, paredes, suelos, etc. Pero estas dos niñas, no solo gozaban de ese privilegio, tenían otro aún más especial: de su cuerpo se desprendía un halo luminoso que solo se apagaba cuando dormían. Esta cualidad de resplandecer tenía a los padres bastante soliviantados, porque cuando las sacaban de paseo se creaban para ellos situaciones bastante incómodas al observar que la gente se volvía a mirar a las niñas. 

En la casa también ocurrían fenómenos prodigiosos, por ejemplo, en el salón de grandes dimensiones, había una cantidad ingente de libros: en estanterías, repisas, armarios, vitrinas y hasta en las mesas y sillas. Lo prodigioso es que a las doce de la noche, cuando todo estaba en silencio y los habitantes dormían, de pronto los libros empezaban a moverse; los armarios y vitrinas abrían sus puertas, vomitaban libros y todos ellos, más los que había en librerías, repisas, mesas, etc, comenzaban unas carreras enloquecidas sin tropezar unos con otros, eso era lo asombroso; cambiaban de lugar dando vueltas vertiginosas por el aire, y cuando los gallos cantaban al amanecer se tranquilizaban, ocupando lugares distintos a los que habían tenido. Se cerraban armarios y vitrinas y todo quedaba quieto y sosegado.

La vida en aquel pueblo era plácida. Un día, esa placidez se vio interrumpida por la llegada de unos titiriteros. -¡Qué alegría, titiriteros!- dijeron los niños. Rara vez llegaban hasta allí. Se habilitó un descampado a las afueras del pueblo. Ese atardecer los gallos no cantaron porque los niños se acostarian tarde. En el descampado, los visitante hicieron una especie de escenario y como se había hecho de noche, se alumbraron de una forma rudimentaria con luces de carburo, faroles y teas. Los niños trajeron cada uno su sillita y se acomodaron frente al escenario. Bien pronto se dieron cuenta los titiriteros de que sus pobres luces eran ridículas al lado del resplandor que emitían dos niñas, a las que miraban fascinados. Toda la función la hicieron con la mirada fija en esas dos niñas, como hipnotizados. Cuando acabaron, mientras la niñas cogían su sillita y se iban marchando, un titiritero bajó del escenario y cogió de la mano a Angélica y a Violeta, llevándolas a donde estaban sus compañeros; todos ellos las miraban con una mezcla de curiosidad y asombro. 

Los padres de las dos niñas, al ver que no habían llegado, preguntaron a otros niños por el paradero de sus hijas, pero ninguno supo decir lo que había sido de ellas. Cada vez más alarmados, preguntaron por el pueblo y nadie les dio noticias. Fueron al descampado, pero allí no quedaba ni rastro de los titiriteros, ¿cómo se habían podido ir con tal rapidez? Por fin, un vecino que vivía en las afueras les dijo que había visto los carromatos irse por la carretera. Añadió un detalle que lo había dejado muy intrigado, el primer carromato desprendía una luz en la que iba envuelto y que sería de guía a los demás.


No hay comentarios:

Publicar un comentario