viernes, 11 de enero de 2013

La soledad

Autora: Pilar Sanjuán Nájera


La soledad se puede entender de muchas maneras; tiene muchas lecturas. Cuando es una soledad elegida es algo placentero, puede ser creativa, necesaria, aporta serenidad al que  la siente, da energía y transmite sensaciones de calma; luego hay  otra soledad, la que no se busca, la que se impone y esta puede llegar a ser muy triste.

No me he sentido nunca sola. Cuando éramos pequeños los seis hermanos estábamos muy unidos (así seguimos después de tantos años). Las tremendas dificultades por las que tuvimos que pasar de pequeños en la posguerra, con unos padres maestros de la República, represaliados por el régimen de Franco, mi padre preso y condenado a muerte, salvado a última hora por el alcalde de un pueblo que conocía su bondad y su entrega a la escuela, una madre con tremendas depresiones, desterrados a un pueblo de Jaén, sin sueldo ninguno de los dos y tachados de rojos, nosotros sin amigos… todo esto hizo que nos uniéramos mucho más. Carecíamos de todo menos de cariño. Esto no reconfortaba, no estábamos solos, sabíamos que mi padre lucharía por mi madre y por nosotros. Ya de mayor, con mi carrera de maestra, trabajando desde los 19 años en una escuela, siempre rodeada de niños en pueblos pequeños sobre todo, jugando con ellos fuera de las horas de clase, buscando níscalos por los pinares, mis alumnos enseñando a la maestra a encontrarlos, ¿cómo me iba a encontrar sola?

Me casé, tuve seis hijos, seguía además con la escuela y más de una vez hubiera querido saborear la soledad porque vivía aturdida por aquel ritmo frenético de tareas dentro y fuera de la casa.

Mis hijos se fueron haciendo mayores, formaron sus propias familias, y yo ¡al fin! me quedé sola, o mejor dicho, casi sola, porque con frecuencia recibo la visita de algún hijo con los nietos. La vida transcurrida se me ha hecho cortísima, el tiempo pasa tan rápido, tan vertiginoso que me parece que no hace mucho, yo era una niña ágil como mis nietos. Ahora disfruto con mi soledad porque sé que no estoy sola, que tengo seis hijos que piensan en mí y ocho nietos a los que adoro.

La otra soledad, la impuesta, debe ser terrible. Pienso en la soledad de la gente en los suburbios de las grandes ciudades; cuanto más grandes, mayor es la sensación de soledad en ellas ¡qué paradoja! Miles y miles de personas viven en la mayor miseria, solas, sin que la gran ciudad perciba su angustia; las prisas, el ajetreo, las dificultades de la vida hacen que la gente se vuelva insolidaria. Nadie se para a ver al indigente que vive entre cartones y harapos, absolutamente desamparado, homeless, se les llama en inglés, o sea vagabundos, la última escoria de la humanidad. En Tokio, Nueva York, Calcuta, Madrid, Londres, en todas las grandes urbes que deslumbran por la noche con sus escaparates de cosas carísimas, su ir y venir de gente como enloquecida por el ritmo de la vida, hay también, fuera del resplandor de las luces del centro, en los barrios más pobres, masas ingentes de personas que sobreviven de milagro, rumiando su soledad, su abandono y su desesperanza. Esta es la soledad más temible, la que experimentan los seres entre miles de seres como ellos.

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