viernes, 18 de enero de 2013

El ermitaño

Autora: María Gutiérrez


Diego era uno de los empresarios más fuertes de la ciudad. Cuando lo conocí, hace casi veinte años, ya lo tenía casi todo. Era un hombre fuerte, dispuesto a trabajar de sol a sol sin reparos, para alcanzar el éxito y la fama deseada, convencido de que este era su destino.Venía de buena familia y había nacido con el virus de la grandeza, por lo que sus  expectativas  tenían  que ser a lo grande.

Trabajar con él no era nada fácil ya que había que hacer las cosas a su modo o te ponía de patitas en la calle. Diego nunca podía equivocarse, pero bajo aquella irritable envoltura, había una persona dispuesta  a dar siempre la vida por los demás. Era capaz de entregarte el alma si lo consideraba necesario. Le gustaba ser implacable, pero jamás dejó de lado a ningún amigo.

Su mayor vicio seguía siendo el trabajo, justificando su dilatado horario por el bien de la empresa, a costa de tener desatendida  a su familia. De vez en cuando, comentaba que iba a tomarse un descanso para disfrutar de unas vacaciones merecidas, pero ese día nunca llegaba ya que el tiempo pasaba y el trabajo aumentaba cada vez más.

Me di cuenta  que Diego estaba enfermo de ambición, ya no podía parar su gloria, quería más y más dinero. Llegó a conseguir todo lo que había deseado a cambio de ser un esclavo del  Rolex que portaba siempre en la muñeca izquierda, encerrado  a cal y canto en su despacho, mientras la gente normal  disfrutaba tranquilamente en casa con la familia.

Cuanto más tiempo pasaba con él, más cuenta me daba de cómo se iba hundiendo como persona. Su matrimonio como era de esperar  se vino a pique. Perdió el sentido del humor que tanto le caracterizaba, la chispa había empezado a fallarle, se sentía cada vez más vacío, lo tenía todo y nada a la vez. Llegó a tocar fondo y a temer por su vida. Poco a poco fue disminuyendo el ritmo trepidante que había llevado tanto tiempo, llegando a confesarme que ya no podía con el trabajo, que se le hacía cuesta arriba y no podía con él.

No había trascurrido mucho tiempo, cuando tomó una decisión firme y contundente, abandonar la empresa. Repartió sus bienes entre sus familiares y lo dejó todo. Necesitaba  darle un cambio a su vida y empezar a sentirse de nuevo vivo. Se echó al monte y eligió como hogar una ermita  perdida  en medio de las montañas, llevando lo poco que necesitaba  en una mochila  que sería por mucho tiempo, su única compañía. Para él era el lugar perfecto en donde poder descargar una mente sobrecargada e irse llenando de nuevo de energía y vitalidad.

Lo volví a ver al cabo de los años y lo encontré muy sereno. Me contó que tan pronto prescindió de grandes placeres, empezó a disfrutar de las cosas más sencillas, como ver  el cielo estrellado o tomar tranquilamente el cálido sol. Mira Juan, allí llevo una vida totalmente austera, pero muy gratificante. Cuido de la ermita y comparto mi alegría con las personas que  se acercan por allí para rezar y respirar a pleno pulmón.

  Hay quien se atreve a preguntarme cual ha sido el motivo que me ha llevado a tomar este estilo de vida, a lo que les contento que estoy en el lugar perfecto en donde mi alma puede empezar a sanar y en donde encuentro una inmensa paz -. Lo encontré mucho más alegre y espontáneo, su obeso cuerpo se había transformado en fuerte y delgado. En su rostro relucía la salud y el bienestar. Me dijo que desde que había cambiado sus hábitos, la felicidad había entrado plenamente  en su vida. Practicaba el yoga todas las mañanas y andaba a diario por aquellos senderos  que le permitían respirar el aire puro y limpio de las montañas.

“Me alimento de lo que  da la madre naturaleza y mira que bien me sienta” me dijo. Vivo cada día como si fuera el último. Recuerda  Juan el problema que tenía –por  más dinero que tuviera nunca estaba satisfecho, no era feliz. En el fondo no era  yo era nada más que codicia, como le ocurría al rey  Midas, que quería  que todo lo que tocara se convirtiera en oro. Ya no me alimento del pasado, mi meta es vivir con más significado, realizando mis sueños y hacer con mi vida, mucho más de lo que había hecho hasta ahora. Me considero un ermitaño del siglo XXI, eso si, hago lo posible por ver a mi familia por Navidad. Es el camino que libremente he elegido y en el que me siento crecer cada día como persona. Me considero un ermitaño del siglo XXI. Hago por ver a mi familia por Navidad.

¿Soledad o impotencia?

Autor: Antonio Pérez García


Soledad inmensa de océanos de tristeza, desamparo, divagando hasta los confines de un cielo inerte de esperanza, podrido y pestilente, dónde la misma amargura es utópica por su existencia. 

No paro de pensar cómo ha podido suceder esto, cómo no se han dado cuenta, incluso llegando a  pensar que no han querido darse cuenta, como un mal gesto provocado con fines como ya sabemos en estos casos, poco lícitos.

Realmente es duro ver a más gente de lo que se pudiera llegar a pensar, que pasean con cabezas cabizbajas, pasos lentos como “procesionados”, zigzagueando levemente, con una postura de decaimiento de hombros casi en el suelo, haciendo arrastrar las uñas por el suelo puliéndolas febrilmente. Realmente es duro ver como comerciantes ahogados con complejos de bombillas, se encienden ante la llegada de un cliente y se apagan ante su ida sin compra. El ver como las personas recorren cohabitando esas plazas y parques dónde al menos siguen siendo públicos, aunque eso sí…¿Por cuánto tiempo? Total al fin y al cabo en la tabla de ajedrez los peones somos los menos importantes aunque necesarios.

Las calles están abarrotadas de gente que va y viene, sin pensar, sin reaccionar, ¡Sin rechistar! Solo andar imitando a los zombis.

La paradoja de todo esto es la distancia desde la distancia de la punta a la base de este iceberg, la distancia entre el cielo y la tierra…juntos y revueltos pero tan solos…

Al fin y al cabo somos soledades vagabundas de mundos independientes y hermetizados como esclavo de su yugo, de unas realidades casi esquizofrénicas, de unas realidades de terror y miedo, dónde el ánimo, la valentía y la fuerza han sido consumidas.A veces estas personas parecen abducidos por la diosa soledad e indiferentes, en un sueño eterno como Morfeo.

Realmente es triste como España sufre esta depresión colectiva que ni el fútbol ni la ilusión de la lotería nos saca del pozo, ni siquiera otros muchos estupefacientes sociales colectivos hacen su efecto en esta Gran Soledad común del pueblo soberano español, donde sus dirigentes, gobernantes, políticos o por qué no decir opresores, torturadores, esclavistas; no hacen sino más que agravar el hoyo donde caer como antiguamente hacían a pobres moribundos, acostándolos colectivamente,  arropándolos con inmensas capas y deseándoles su ultimo y gran sueño terrenal. 

miércoles, 16 de enero de 2013

Doce campanadas

Autor: Antonio Cobos


Tirabuzones de colores brillantes serpentean entre las ramas del enorme y artificial abeto navideño. Luces intermitentes guiñan sus ojos parpadeantes, entre las agujas verdosas de sus hojas de plástico y una profusión de figuritas diversas, bolas reflectantes y adornos varios sobrecargan ese elemento nórdico que anuncia a propios y extraños, a través de las ventanas, que la Navidad es celebrada en la casa grande de la colina.

Una mesa preparada para varios comensales se halla dispuesta y adornada en el centro de una habitación profusamente iluminada. En una mesa auxiliar, están en orden riguroso, la sopera, el pavo trufado, una amalgama de trozos de frutas peladas variadas, doce uvas sin piel y una botellita de cava. También hay unos dulces y turrones.

Un hombre está sentado a la mesa. Es un adulto entrado en años, con chaqueta oscura y corbata azul con motitas rojas. Ya se ha tomado la sopa, el pavo y la macedonia de frutas. Se levanta, se aproxima a la mesita auxiliar, coge las doce uvas y la botella pequeña de cava. Las coloca en su lado de la mesa. Mira el reloj, se acerca al fuego, lo atiza y vuelve a sentarse.

Abre el cava, y mira al gran reloj de pared. Unos instantes más tarde comienzan las doce campanadas. Toma sus uvas. Y tras hacerlo, brinda consigo mismo para seguir aumentando sus beneficios en los mercados.

No hay nadie más en la casa. No se oye nada en la calle. Nieva.

domingo, 13 de enero de 2013

¿Ves, Emilia? ¡No estoy solo!

Autora: Carmen Sánchez Pasadas


- ¿Ves, Emilia? ¡No estoy solo!- Dice el anciano a su esposa, y añade –no tengo hambre ni paso frío, no me falta nada.

Está sentado en un banco, acariciado por la cálida luz del mediodía, mientras algunos gorriones saltan aquí y allá capturando pequeñas migajas, los más atrevidos incluso se posan sobre su hombro.

- Muchos días –continúa – viene D. Antonio y D. Enrique con el ajedrez y echamos una partida. A mí me gusta la estrategia de D. Enrique, es más cauto y sus jugadas inteligentes. D. Antonio, aunque no lo reconoce, se disgusta cuando pierde, que suele ser la mayoría de las veces, pero D. Enrique se lo toma a broma y se divierte.

- A mí me gusta su compañía- repite.

- Otros días –sigue diciendo –se sientan junto a mí y conversamos sobre los últimos acontecimientos. Todos coincidimos en que es preocupante la marcha del país. La nuestra es una conversación reposada. Si, ya ves –prosigue- ahora soy mucho más mesurado en mis opiniones y evito acalorarme cuando discrepo, además nos conocemos demasiado bien para molestarnos con nuestros comentarios.

- A veces –reanuda la conversación- me acompaña Teresa, la vecina del segundo y sus chiquillos. Al pequeño, el más travieso, le encanta trepar sobre mi pierna cruzada mientras la madre insiste para que tomen la merienda. Me preocupa Teresa- reflexiona- en ocasiones está ensimismada y triste, de suerte que los niños con sus juegos no lo notan.

- Algunas tardes- prosigue- observo con disimulo a una pareja de enamorados que comparten sus afectos y pienso: -¡Cuánto te echo de menos! Tu recuerdo está siempre conmigo, entre mis manos, este libro que no me abandona y releo con gozo infinito eres tú misma.

Poco después, al tiempo que el anciano divaga distraído entre sus recuerdos, llega una joven y comienza a leer a su lado, al marcharse le regala una rosa depositándola sobre el libro abierto.
Al día siguiente, el barrendero retira con la escoba las pequeñas partículas que permanecen al pie de la escultura, de no sabe bien que hombre ilustre, porque el tiempo ha borrado la inscripción de la base y como tantas veces, recoge la flor que algún romántico le confió sobre el libro de bronce.


La soledad

Autora: Amalia Conde


Cuando hablamos de la soledad lo primero que nos viene a la cabeza son las personas mayores que están enfermas y solas, esta soledad es mala; pero hay muchos motivos de soledad y no son precisamente de personas mayores. Están los matrimonios que el marido no cuenta con la esposa en ningún sentido, están las madres que no saben dónde están sus hijos, y niños menores de edad que tienen que estar con familiares porque los padres no pueden atenderlos.

También existe otra soledad que la creamos nosotros mismos queriendo demostrar que somos los mas listos, los mas inteligentes, creemos que todo el mundo tiene la obligación de hacer lo que digamos porque tenemos más cultura y estamos mas preparados para dominar a las personas que están a nuestro servicio ¡Qué equivocación! Con el tiempo nos vemos mas solos que nadie, y en nuestra soledad lo único que queda al descubierto es envidia, soberbia y mala educación.

Aunque estoy acostumbrada a la soledad, hay días que la casa se queda estrecha, hasta el punto que termino llorando, me da por pensar en cosas desagradables que me han pasado y cojo una llantera de padre y muy señor mio, que si viniera alguien en esos momentos me seria imposible contarle el porqué estoy llorando.
Cualquier día me da un arrebato y me voy a Juan y Medio, así no lloraré sola.

Creo que estos sofocos que me dan de verme sola me darían igual si estuviera acompañada, porque no hay quien me quite setenta años que me están sobrando, y eso que ahora hay más interés del que nunca ha habido por los mayores, tenemos un servicio técnico durante las 24 horas que solo con tocar un botón que llevamos al cuello colgado ya nos están atendiendo. También nos mandan de Clece a una persona para que nos lleve a los "Centros de Día" o nos ayude en casa. De todas formas la soledad ¡Es tan desagradable!

viernes, 11 de enero de 2013

Soledad, compañera.

Autora: Elena Casanova


Apareces y desapareces cuando te viene en gana. A veces avisas y te invito estar a mi lado. Las hay que también proclamo tu presencia. Otras, llegas impuesta como una enorme losa que no deja lugar a la huida.

Te conozco y me conoces, ya no hay sorpresas ni miedos y, con la timidez que te caracteriza, asomas la cabeza por el quicio de la puerta y te digo amablemente: ¨pasa¨. Es posible que, de vez en cuando, pases demasiado tiempo conmigo convirtiéndote en rutina, pero los años han resuelto este hastío y en tu compañía encuentro la calma necesaria para replantearme todas esas gestiones íntimas y vitales, arrinconadas en los cajones de mi indiferencia. Cuando estás cerca me gusta analizar la estructura que forja mi conciencia y experimento con cierto placer la simbiosis de pilares, vigas y muros que cimentan la edificación de mi naturaleza. Cuando tu semblante se muestra amable y cortés, descubro un edificio de belleza, de armonías, cálido y luminoso, pletórico de sueños y de color, pero solo cuando expresas complacencia.

Otras tantas, cada vez menos, tu rostro es turbio, oscuro, mezquino, lleno de dudas y todo el esplendor de la construcción se tambalea, pierde su solidez y se desploma para desvanecerse seguidamente en el más oscuro rincón de mi alma.

Acuérdate también de los millones de personas que habitan el universo y no te aproveches de sus circunstancias y cuando vayas a pisar su morada entra de puntillas, analiza sus caras, observa sus ojos, estudia su mirada, y si se hallan taciturnos y con las pupilas perdidas, sal como entraste, sin hacer ruido, hasta que tu visita sea una bienvenida. Y si vuelves, no los maltrates, no te impliques en todo esto que llaman desolación, aislamiento, incomunicación o abandono. Cuando estés a su lado, enséñales a desnudarse sin precipitaciones, con el cuidado de ir deslizando cada fragmento de su vestimenta de forma apacible, para observarse sin miedo las arrugas del tiempo, las manchas de una piel inteligente, las canas que cubren toda una vida, los alardes de una ternura encubierta, descúbreles el sabor dulce de un saber estar con el orgullo y la vanidad de su propia existencia.

Pero ahora no te vayas, nárrame historias fabulosas, ésas que solo tú y yo conocemos. Háblame, porque cuando lo haces, marcas, con la lucidez que te caracteriza, las directrices de un camino colmado de contradicciones, y cuando no quiera saber más, te cogeré de la mano y te invitaré a marcharte.

Pero ahora no te vayas, porque aún no he terminado de encajar las piezas irregulares de mi espacio, y mientras calculo la geometría de mi existencia, SOLEDAD… sigue conmigo.


La soledad

Autora: Pilar Sanjuán Nájera


La soledad se puede entender de muchas maneras; tiene muchas lecturas. Cuando es una soledad elegida es algo placentero, puede ser creativa, necesaria, aporta serenidad al que  la siente, da energía y transmite sensaciones de calma; luego hay  otra soledad, la que no se busca, la que se impone y esta puede llegar a ser muy triste.

No me he sentido nunca sola. Cuando éramos pequeños los seis hermanos estábamos muy unidos (así seguimos después de tantos años). Las tremendas dificultades por las que tuvimos que pasar de pequeños en la posguerra, con unos padres maestros de la República, represaliados por el régimen de Franco, mi padre preso y condenado a muerte, salvado a última hora por el alcalde de un pueblo que conocía su bondad y su entrega a la escuela, una madre con tremendas depresiones, desterrados a un pueblo de Jaén, sin sueldo ninguno de los dos y tachados de rojos, nosotros sin amigos… todo esto hizo que nos uniéramos mucho más. Carecíamos de todo menos de cariño. Esto no reconfortaba, no estábamos solos, sabíamos que mi padre lucharía por mi madre y por nosotros. Ya de mayor, con mi carrera de maestra, trabajando desde los 19 años en una escuela, siempre rodeada de niños en pueblos pequeños sobre todo, jugando con ellos fuera de las horas de clase, buscando níscalos por los pinares, mis alumnos enseñando a la maestra a encontrarlos, ¿cómo me iba a encontrar sola?

Me casé, tuve seis hijos, seguía además con la escuela y más de una vez hubiera querido saborear la soledad porque vivía aturdida por aquel ritmo frenético de tareas dentro y fuera de la casa.

Mis hijos se fueron haciendo mayores, formaron sus propias familias, y yo ¡al fin! me quedé sola, o mejor dicho, casi sola, porque con frecuencia recibo la visita de algún hijo con los nietos. La vida transcurrida se me ha hecho cortísima, el tiempo pasa tan rápido, tan vertiginoso que me parece que no hace mucho, yo era una niña ágil como mis nietos. Ahora disfruto con mi soledad porque sé que no estoy sola, que tengo seis hijos que piensan en mí y ocho nietos a los que adoro.

La otra soledad, la impuesta, debe ser terrible. Pienso en la soledad de la gente en los suburbios de las grandes ciudades; cuanto más grandes, mayor es la sensación de soledad en ellas ¡qué paradoja! Miles y miles de personas viven en la mayor miseria, solas, sin que la gran ciudad perciba su angustia; las prisas, el ajetreo, las dificultades de la vida hacen que la gente se vuelva insolidaria. Nadie se para a ver al indigente que vive entre cartones y harapos, absolutamente desamparado, homeless, se les llama en inglés, o sea vagabundos, la última escoria de la humanidad. En Tokio, Nueva York, Calcuta, Madrid, Londres, en todas las grandes urbes que deslumbran por la noche con sus escaparates de cosas carísimas, su ir y venir de gente como enloquecida por el ritmo de la vida, hay también, fuera del resplandor de las luces del centro, en los barrios más pobres, masas ingentes de personas que sobreviven de milagro, rumiando su soledad, su abandono y su desesperanza. Esta es la soledad más temible, la que experimentan los seres entre miles de seres como ellos.

Proyectos, ilusiones

Autora: Rafaela Castro

Mis proyectos e ilusiones
un día se realizaron
vestido blanco azahar,
y después mi desengaño.

Todo se me vino abajo,
me perdiste el respeto
pisaste mi dignidad.

Entonces yo me perdí cuando
al levantar tu mano
esto lo dejé pasar.

Volvías a repetirlo y te volvía a perdonar,
para ti era rutina
yo me hundía más y más.

Hasta que un día dije basta
y armándome de valor
cogí mis cosas con fuerza
y la puerta atravesé.

Adiós dije a mi pasado
y otra vida comencé.

A mi soledad hice mi amiga
es imprescindible para mi
tengo miedo que esta me abandone
y de nuevo tener que sufrir.