miércoles, 21 de noviembre de 2012

La pareja

Autora: Carmen Sánchez Pasadas

Algo ha cambiado. La pareja triste va conversando animadamente.

Día tras día, en su trayecto hacia el trabajo, Amalia se cruza con ellos. Van uno junto al otro compartiendo sólo el espacio. Le llama la atención los ojos tristísimos de ella, la mirada gris, sin brillo, enmarcada en un rostro pálido y bajo una melena que tímidamente empieza a ser canosa. La vista al frente, pero perdida, sin detenerse en nada, reflejo de una vida ausente.

Por otra parte, el acompañante, deber estar cercano a los cuarenta. Tiene aire distinguido, el corte de pelo adecuado y siendo elegante en el vestir no pierde su discreción natural. Su rostro también revela cierto desasosiego, que no logra identificar.

Han sido tantas las mañanas que la pareja y ella coinciden que su imaginación no ha dejado de tejer una maraña de historias alrededor de ellos. Así, por ejemplo, piensa que ella trabaja en alguna oficina, pero hace tiempo que su cometido dejó de importarle. Él seguramente será profesor de instituto y su mente, habitualmente también está alejada de la realidad cotidiana.

Amalia fantasea acerca de la tristeza que los envuelve y se imagina que recientemente han perdido a un hijo en un accidente. Que ella no ha conseguido sobreponerse. Que la vida ha dejado de interesarle y el vacío que la invade es infinito y está lleno de soledad y silencio. Que se siente hundida en el abismo y nadie, ni siquiera su marido puede acceder hasta ella.

Mientras tanto, él ha sumergido las noches de insomnio y abandono entre botellas de whisky. Ambos están rotos y extraviados.

Amalia recupera las riendas de su mente y piensa en lo mucho que se ha excedido en la tragedia que sus pensamientos han elaborado tan precipitadamente. Aunque sus años de experiencia como trabajadora social colaborando con familias desfavorecidas la han puesto en contacto con situaciones extremas demasiadas veces. Por este motivo principalmente aceptó el puesto que desempeña actualmente al frente del Programa de Adopción.

Sin embargo, esa mañana la visión de la pareja la trae a la realidad, porque además hoy es diferente. Amalia lo percibió nada más distinguirlos en la distancia. Ella a diferencia de otros días, no dejaba de mirarlo y sonreír, mientras se apretaba contra su brazo. Al mismo tiempo él le va comentando algo con entusiasmo. Se les veía felices.

Al final de una jornada agotadora, ya tiene listos todos los informes para una próxima adopción, Amalia recibe a la familia que citó ayer para una reunión antes de la entrega del niño. Le gusta repasar todos los detalles y hacerles la entrevista personalmente.

Cuando entran en su despacho, la sorpresa es mayúscula. Son Manuel y Pilar, la pareja que ve todas las mañanas. En un instante entiende la fisonomía de sus gestos durante tanto tiempo y la alegría desbordante de esta mañana. Tras leer el expediente de adopción sabe que son una pareja estable, que ambos trabajan y que Pilar ha sufrido varios abortos, el último hace pocos meses. Ahora todo encaja. Y para su asombro, ellos le confiesan que también la reconocen como la señora con la que se cruzan cada mañana y cuyo rostro transmite confianza a la vez que se ve resuelta.


viernes, 16 de noviembre de 2012

Aquello no dicho

Autor: Antonio Pérez

Hola nena, ¿cuánto tiempo?

Quizás te extrañe esta carta, a mí también. Quizás rehúses leerla, yo poco más y rehúso escribirla. Quizás no te importe en absoluto lo que aquí ponga, realmente tú ya no me importas.

Sólo era un par de cosas que necesitaba decirte y que sí te agradecería por última vez que me escucharas detenidamente.
Realmente hay cosas que rompen la paz de cada día, rompen la rutina de lo mismo en cada momento, ese ritual  que aunque nos adormece poco a poco, lo echamos en falta cuando no lo tenemos. Es fascinante como una pequeña cosa imperceptible al ser humano, algo subjetivo, puede llegar a trastornar tantas cosas dentro de un mismo ser, o varios.

No hago más que pensar en ese día, en que no nos dijimos adiós, pero simplemente volamos.  Es como alguna especie de tormento imaginario pero físico a la vez, que trastorna cada segundo de reloj impidiendo que el cuco salga alegre a cantarle a la hora, ni por bulerías.

Es fascinante como lo que olvidado estaba y sepultado, no ha hecho sino en este momento  aflorar con más fuerza y ahínco. A veces creo, que realmente es veneno, espinas hincadas llenas de veneno con algún tipo de radiofrecuencia  que se activa con determinados estímulos, con diferentes lenguajes subjetivos, extralingüísticos y retroalimentado por cada gota de pensamiento, de recuerdo de aquello que jamás supe borrar.

Tu amiga, la tal Cristina no sé si lo hizo a posta o no, pero realmente creo que apretó el botón. Con lo chico que es el mundo y tuve que encontrármela una noche en el pub que suelo frecuentar. Esa noche, además era especial, celebraba algo, y realmente quería que hubiese sido perfecta, pero no… Imposible. Cristina estaba allí me vio, sin yo verla a ella, y vino a saludarme. Realmente no sé porqué, porque si  todas tus amigas dejaron de hablarme, sinceramente me molestó y mucho esa determinación que tuvo. Se me acercó saludándome. Yo me hice el desentendido, como si no la conociese, diciéndole en todo momento, perdone creo que se ha equivocado… no creo que fuese yo. Le di mil datos erróneos para que creyera que no era yo. Y con la tontería estuve casi dos horas hablando con ella, la cual al final no sé si por seguirme educadamente la corriente,  o por verdadera ignorancia de lo que le estaba contando habiéndola trastornado y convencido, se despidió prometiéndome que iría al restaurante donde trabajaba, que era uno de los datos que le di.

Realmente, quizás alivio o no,  si llegué a convencerla, pero realmente lo que sí es molestia que por culpa de ese encuentro el veneno haya resurgido de nuevo otra vez, y otra vez estés en mí cada segundo de la vida, como un ídolo venerado, como un fiel creyente en su dios.

Realmente, esta carta es porque necesitaba decirte lo que no me dejaste un día, realmente esta carta es para decirte lo que pensaba, lo que necesitaba decir.

No sé si llegaré a mandártela, pero si así lo hago, no te pongas en contacto conmigo, no quiero más espinas ni más veneno, sólo el antídoto para de una vez definitivamente volar sin cadenas.

Un beso, el triste pirata de barco hundido…

jueves, 15 de noviembre de 2012

¿Quién será esa persona?

Autora: María Gutiérrez


Hacia un calor tremendo propio del mes de Julio por lo que Mely no se atrevía a salir de casa hasta bien caída la tarde que el ambiente se hacia un poco más soportable e invitaba a salir a dar un paseo.

Durante varios días coincidió en el camino con una señora de unos cuarenta y pocos años más bien metidita en carnes que al pasar junto a ella le daba unas buenas noches con bastante amabilidad. No recordaba haberla visto antes por la zona, y así noche tras noche hasta que llegó a preguntarse ¿Quién será esa persona?. La semana pasada coincidí con ella en el autobús pero era una hora punta y venía repleto de gente por lo que no pudimos saludarnos. La observé lo poco que la falta de espacio me dejó y la noté seria y como bastante preocupada, iba en su mundo pensando en sus cosas…..

He vuelto a coincidir con ella en la terraza de un bar, esta vez era lejos de la zona, estaba acompañada de un chico al parecer más joven que ella, charlaban tranquilamente mientras tomaban algo. Desde mi mesa los veía muy contentos y animados.

Con el paso del tiempo, hemos llegado a conocernos y a hacernos amigas aparte de vecinas. Creo que hay buena empatía entre las dos ya que ha llegado a confesarme sus más íntimas confidencias.

Su marido y ella llevan vidas muy independientes. Para Marta, su trabajo representa un gran aliciente profesional y él, aunque trabaja en algo menos brillante, gana un sueldo que con el suyo les permite vivir bien. Se conocen desde niños y se casaron muy jóvenes (de penalti), ahora tienen dos hijas que son la alegría de la casa.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

¿Quién será esa persona?

Autor: Antonio Cobos

Ayer, dándonos un paseo por el campo, cogimos un camino que cada vez se hacía más estrecho y escondido y al que se le veía muy poco o ningún uso. A los lados del camino, la tierra estaba removida de una manera peculiar, como cuando los jabalíes escarban el terreno para buscar bulbos. El sol comenzaba a ponerse por el oeste y queríamos ver la puesta desde los acantilados. Tanto uno como otro pensábamos en volvernos y emprender otro camino que habíamos dejado, algo más atrás, a la izquierda. Ya tuvimos una vez un encuentro con un gruñido de jabalí en un lugar no muy lejano a donde estábamos y no nos gustaría repetirlo.

Fue María quién lo expresó primero en voz alta

– Nos deberíamos volver.

Me subí al borde del camino para ver si se divisaba algo y efectivamente, a unos doscientos o trescientos metros de allí, entre las matas, las rocas  y los árboles, había unas ruinas de una casa y delante de ella, en lo que parecía una especie de plaza por la parte que daba al mar, había un hombre desnudo, mirando al mar. Llamé a María y subió adonde estaba. También ella lo vio. El hombre se sentó,  mirando al mar, pendiente de la puesta de sol, ajeno a nuestra presencia. El camino parecía que llegaba hasta allí dando un rodeo a unas piedras grandes que había más adelante.

Propuse a María seguir unos metros más y volvimos a subir al borde del camino en un lugar que era accesible. El hombre seguía sentado, se levantó cogió algo y se volvió a sentar. Parecía que bebía de una lata  o una botella pequeña. A la izquierda había un pantalón y una camiseta tendidos al sol. Junto a la casa se veía una alberca o una piscina, pero no se distinguía si tenía agua o no. Llena no estaba, eso era seguro. Un poco más lejos, junto a un árbol, salía un humo débil, de lo que debía ser un fuego. Nos volvimos.

Más tarde pensé en quién sería esa persona, que estaba aparentemente sola, desnuda y ajena a que alguien pudiera observar su desnudez, su soledad, su aislamiento del mundanal ruido. No parecía que fuera a moverse de aquel montón de piedras que recordaban lo que fue una casa. ¿Cómo era posible que alguien pudiera pasar la noche allí, sin miedo a la oscuridad, a posibles alimañas, al ataque de algún desaprensivo?
No podía ser un inmigrante ilegal, porque era rubio. Así que me inventé una historia.

Su nombre era Harold Helmdat, noruego de 24 años. Natural de Stavanger. Había estudiado una ingeniería relacionada con el petróleo y había trabajado durante dos años en una plataforma petrolífera. Siendo niño, había venido tres veces a España, y una vez casado volvió una vez más a la zona de Maro y Nerja. Tenía idealizada esta parte del mundo. Se casó joven con una chica con la que salía desde el instituto. Tuvo un desengaño amoroso (su mujer encontró otro compañero mientras él estaba en la plataforma) y decidió cambiar totalmente de vida. Regresó a España para instalarse aquí, si era posible, en ese mundo feliz que él recordaba. Decidió empezar desde cero. Pero se concedió un día de duelo, de llanto por la pérdida de la amada, un día de recuerdos asociados a lugares y se marchó allí, a aquel lugar deshabitado en el que habían estado de excursión, buscando playas solitarias y en el que habían soñado ambos con ser Robinson Crusoe y en vivir en aquellas ruinas aventuras extraordinarias.

¿Qué le pasó esa noche despejada de un mes de agosto en aquellas ruinas de aquel promontorio sobre los acantilados de Maro? ¿Cómo le amanecería?..Pero bueno, eso forma parte de otra historia.

domingo, 11 de noviembre de 2012

Elisa

 Autora: Elena Casanova


Una tarde se sentó en el mismo banco del parque que Elisa ocupaba. A partir de entonces y todos los días, repetía el mismo ritual. Sacaba unas galletas de su bolsillo, las desmenuzaba y se las echaba a las palomas. La miraba, sonreía, abría un libro, y se concentraba en su lectura durante una hora aproximadamente. Se levantaba, volvía a sonreírle y se marchaba. Nunca dijo nada. Al principio, a ella le molestó su presencia, pero con el paso de los días se fue acostumbrando a su silenciosa compañía.

La vida de Elisa se había convertido en pura rutina. Hasta mediodía trabajaba en un almacén de ropa y gran parte de las tardes las ocupaba en un largo paseo que terminaba en un parque cercano a su casa. Se sentaba siempre en el mismo banco y observaba el juego de los niños hasta que los columpios quedaban vacíos. Volvía a casa, cenaba y se metía en la cama. Desde hacía tiempo, meses o quizás años, no deseaba hacer otra cosa.

Desde que este individuo llegó a su banco, porque lo consideró suyo por la fuerza de la costumbre, imaginó una vida basada en la soledad, el aislamiento, un pequeño apartamento amueblado escuetamente, sin amigos y, posiblemente, sin familia también. Por la edad que aparentaba lo suponía jubilado y con una sólida formación a sus espaldas, porque eso de leer tan a menudo, para Elisa implicaba cierto nivel intelectual. Era alto, algo robusto, bien vestido, con una incipiente barba y con el pelo largo cargado de canas y recogido en una coleta. De semblante serio pero agradable, mirada condescendiente y cuando sonreía era capaz de quebrantar a cualquiera. Rozaría los setenta años y su porte era elegante pero sencillo al mismo tiempo. A menudo, Elisa se preguntaba por qué visitaba aquel parque a diario. Una vida vacía, pensó sin dudarlo.

Un día,  después de regalarle su sonrisa habitual,  él le dejó un libro a su lado. Con curiosidad lo cogió, abrió la primera página y comenzó a  ojearlo. Al levantarse del banco para marcharse, Elisa intentó devolvérselo pero él negó con la cabeza. Terminó de leerlo una semana después y lo dejó a su lado. Al día siguiente apareció con otro volumen. De esta manera, y sin decirse nada, Elisa fue descubriendo el alma humana a través de aquellos autores de los que apenas sabía nada. Junto con el libro, le dejaba un papel manuscrito, donde le explicaba de un modo sencillo la esencia de cada texto. Así, palabra tras palabra, Elisa fue descubriendo la soledad con García Márquez, con Orwell la libertad, la sobrecogió la perversión y el desarraigo descrito por Truman Capote, con Dostoievski vislumbró las contradicciones y luchas internas del hombre, el cinismo, la codicia y la vacua búsqueda del placer con Scott Fitzgerald, la miseria, el desencanto, la muerte con Juan Rulfo….

Según pasaba el tiempo Elisa sentía cierta necesidad de acercamiento, de un contacto verbal con su patrocinador literario y, aunque todos los días lo intentaba, al final solo quedaba la discreción. Algo la retraía y le aconsejaba no perturbar esta relación tan singular. Pero un día llegó decidida a romper la barrera del silencio y a pesar de  su nerviosismo, nada le impediría hablar con él. Cuando se sentó en el banco, él no había llegado aún, pero pronto –pensó-  lo haría. Casi anocheció y nadie ocupó la otra parte. Se sucedieron los días y seguía vacío el otro extremo del banco,  hasta que finalmente llegó a comprender que no volvería a aparecer. Lo echó de menos.

Elisa siguió con su misma rutina, hasta que un mes más tarde, encontró algo en su banco. Descubrió que se trataba de un libro y un par de folios donde aparecía una larga lista de obras recomendadas, y pensó que su dueño estaría cerca. Abrió el libro y leyó la siguiente dedicatoria:

Nunca dejes de soñar sin olvidar dar un salto más allá y rescatar la vida que aún te mereces. Te dejo este libro por si deseas compartir las reflexiones de un buen amigo.”

Elisa, conforme pasaba las páginas, se dejó  llevar por la nostalgia del  tiempo, la muerte, la renuncia, la soledad, la esperanza, el amor, la amistad… Ahora, por fin, disponía de un nombre para una cara. Se sintió afortunada por toda esa generosidad que de forma  tan extraordinaria había sido destinataria.

Volvió tarde a su casa, casi de noche, el tiempo había pasado deprisa. Soltó el libro en una mesa, cogió el móvil y marcó el primer número que aparecía en su escueta lista de teléfonos.


sábado, 10 de noviembre de 2012

Vidas anónimas

Autora: Pilar Sanjuán Nájera


Hace días, me senté en un parque y cerca de mí, tomaron asiento tres personas: un matrimonio mayor y un jovencito que a juzgar por las muestras de cariño que le prodigaban, supuse que sería nieto. El marido llevaba en la mano uno de esos sobres grandes que dan en los hospitales para guardar radiografías. Estuve un rato observándolos y de pronto pensé: ¿No pueden ser estos los personajes sobre los cuales he de construir una historia? Y he aquí lo que se me ocurrió:

"Carmen y Marcelino son un matrimonio de setenta y cuatro y ochenta años respectivamente, que viven en Otura desde hace treinta y cuatro, cuando volvieron de Francia. Se fueron allí a trabajar en los años sesenta desde un pueblecito de La Alpujarra. Permanecieron quince años en los suburbios de París, trabajando y ahorrando como tantos miles de españoles acuciados por la necesidad.

Carmen es de carácter apacible, callada y trabajadora, de manos suaves, nunca se enfada, nunca levanta la voz. Vive entregada a los suyos, lo ha hecho desde pequeña. A sus setenta y cuatro años, aún conserva vestigios de su belleza juvenil, en su pelo lustroso con pocas canas y en la suavidad de sus mejilla, que milagrosamente, no tienen demasiadas arrugas. Son sus ojos, de mirada triste, los que delatan una vida con más penalidades que momentos felices. De Francia se trajo, además de una artrosis por el frío pasado, unas varices en las piernas por tantas horas de pie, lavando en la pila ropa de siete personas.

Marcelino tiene un carácter muy distinto: es vivaracho, inquieto, hablador y un poco atolondrado, Tal vez por ser tan distintos, su matrimonio ha durado más de cincuenta años. Quiere a su mujer, pero de manera un poco ruda; le da vergüenza mostrar su cariño con arrumacos, se lo muestra más bien con hechos. Ella también lo quiero,  pero de manera sosegada, como es su carácter.

En los primeros años sesenta, Marcelino se fue solo a Francia a buscar trabajo dejando en el pueblo a Carmen, muy joven ala cargo de dos hijos de corta edad. Su padre viudo y dos hermanos solteros mayores que ella, pero incapaces de vivir solos desde que murió la madre.

Marcelino, al principio, no tuvo mucha suerte en Francia. Encontró un trabajo precario que no le daba más que para pagar una mala pensión sin poder ahorrar nada. Así aguantó tres meses. En la pensión, los fines de semana tenían la costumbre de hacer unos jueguecitos, parece ser muy normales en la Francia de aquella época y en casa de huéspedes que llamaban “el magreo”. Consistían en que las criadas, en plan condescendiente, se dejaban tocar y dar achuchones, pero sin llegar a más. Marcelino tomaba parte en estos juegos, pero como español y andaluz, tenía la sangre caliente y se disparaba, queriendo llegar a mayores, cosa que no estaba permitida, así que se quedaba desazonado, nervioso y de mal humor. Comprendió que necesitaba a Carmen a su lado y se puso a buscar con ahínco un trabajo mejor y además, otros para su suegro y sus cuñados. Encontró, afortunadamente lo que quería en una fábrica de coches. Mandó dinero a su familia para el viaje, buscó alojamiento para todos y en una semana estaban alojados en una casa incómoda pero barata. En la misma casa vivían otras dos familias españolas y la compañía de estos compatriotas, alegró a Carmen, que veía una gran problema en el idioma. La casa sólo tenía un servicio en el pasillo para todos los vecinos y una sola pila para lavar la ropa. Había grandes colas para acceder a ella. Además estaba casi a la intemperie y pasaban mucho frío lavando.Tuvieron que acomodarse los siete en tres dormitorios; el salón era pequeño y la mesa insuficiente; tenían que sentarse de lado, pero lo peor para Carmen era la cocina, pequeñísima y con poca luz.

Los niños, María y Carlos fueron escolarizados sin problemas. Los cuatro hombres comenzaron a trabajar de inmediato y Carmen, como siempre, era la más sacrificada, teniendo que hacer las compras sin conocer el idioma, poniendo orden en una casa pequeña sin saber dónde colocar la ropa de siete personas, haciendo la comida en aquella incómoda cocina, etc, etc, pero se guardaba bien de quejarse. Cuando acudían todos a la hora de la comida, los recibía con buen semblante. ¿Para qué aumentar las penurias de aquella vida tan poco gratificante?

Pasados quince años, y con ahorros que creyeron suficientes, volvieron a España. Marcelino compró en  Otura un terrenito y con sus conocimientos de albañilería construyó una casa grande, cómoda y sencilla, con una cocina espaciosa y bien iluminada que hiciera olvidar a su mujer la de Francia; el salón amplio y con grandes ventanales, cuatro dormitorios porque sabía que sus hijos se casarían y vendrían con los nietos a visitarlos. También se hizo un huerto y a a la entrada de la casa, dejó un espacio para jardín donde Carmen pudiera tener flores y plantas a su gusto. Con ventanas y puertas acristaladas que le daban los vecinos, le hizo a su mujer una especie de invernadero que ella llenó de macetas con flores dedicadas. Pero lo que más entusiasmó a Carmen fue un horno de leña que Marcelino le construyó detrás de la casa, al abrigo de los vientos. Ella hace allí pan, bizcochos y asados cuando va la familia. A veces, está trajinando junto al horno, con las mejillas arreboladas y su marido, en cuyo corazón aún quedan rescoldos de tiempos pasados quiere pellizcarla. Ella huye hacia la casa diciendo: ¡Quita, quita….!

Han pasados los años. Carmen y Marcelino se sientan en el salón frente a la chimenea y rememoran las penalidades, trabajos y fatigas de lo que ha sido su vida. Les parece mentira haber llegados hasta este momento de sosiego. El gobierno de Francia le envía a Marcelino una paga de jubilado muy aceptable, por los servicios prestados, con menos cicaterías que las que dan en España. El huerto les ayuda con los productos que cosechan y aunque ambos se resienten físicamente de algunas dolencias, el presente es bastante optimista."

La vida de Carmen y Marcelino es idéntica a otras miles de vidas de lucha, entrega y sacrificio; vidas anónimas pero heroicas, nunca han tenido un momento de gloria y, sin embargo, sus merecimientos son muy superiores a los de los ronaldos, alonsos, nadales o pedrosas. Yo quiero ofrecerles con este humilde escrito, un reconocimiento, un testimonio de respeto y admiración.




viernes, 9 de noviembre de 2012

¿Será María?

Autora: Rafaela Castro

Por mis achaques –que son más de los que quisiera tener- voy con mucha frecuencia al médico y, la verdad, aunque me cuesta reconocerlo soy de las que, si fuera muda, reventaba: cuando no hablo con una lo hago con otra, y con eso e que este barrio, de vista, como que nos suena todo el mundo.

Aunque es cierto que hablo, también soy de las que observo. Llevo algún tiempo coincidiendo en las consultas médicas con una señora mayor. Yo le echo unos setenta y tantos año. Una de las ocasiones en las que hablamos, ella me dijo que tenía cinco hijos, pero que por las circunstancias laborales estaban todos fuera de Granada Hacia años que vivía sola porque era viuda.

Llevo unas semanas en las que María no se me va del pensamiento. Me he fijado que siempre dice que tiene uno de los últimos números de la consulta. Son pocas las veces en las que la he visto entrar al médico.

¿Saben por qué pienso tanto en ella? Pues es porque hace unos días vi un reportaje en la televisión en el que hablaban de hombres y mujeres de este país nuestro que se llama España: contaban que después de estar toda una vida trabajando y luchando por salir adelante, no sobrepasaban apenas los 400 euros de pensión.

Estos mayores son los que están en silencio, viendo pasar los días, y son los que se sientan en las salas de espera de las consultas para estar calentitos y sentirse acompañados. Son de los que, a veces, compran un pollo y hacen milagros con él, haciendo que les dure toda una semana. O piden unos caparazones para “el perro o el gatito”, aunque lo mismo ni existen y es para hacer ellos y ellas una sopica.

También suelen tener una vecina muy “apañá” que les suele arreglar la ropa para meterle cuando le está grande, o sacarle cuando se ha quedado pequeña, aunque para lo que comen más bien tienen que meterle.

Habrá quien diga ¿y los hijos, qué? Pero es que, en muchas ocasiones, los hijos los ignoran. Tal vez porque se sientan avergonzados de tener que reconocer la situación de sus padres, y prefieren callar y mirar para otro lado, y que la gente no lo sepa. Esto me recuerda a muchas mujeres maltratadas, que suelen decir que “mi marido es rarillo, pero en el fondo es bueno”. Hay que tapar: está la vergüenza y la conformidad con lo que les pasa, que tiene que ser así, que siempre hubo ricos y pobres, y gente más feliz y otra menos. Este tipo de actitudes de conformismo es la que me matan.

Vergüenza deberían sentir, pero no las víctimas, sino nuestra propia administración, que consiente que haya sueldos desmesurados para los gobernantes, antes, durante y después del mandato y que tantos españoles estemos trabajando –muchos desde niños, y que ahora, en la vejez estemos malviviendo.

Bueno, también te dicen que están los albergues públicos gratis, o que cuestan poco dinero. Y yo me pregunto ¿por qué tiene que salir de su casa una persona mayor para llenar el estómago? Con lo “agustico” que se está en la casa de uno, tranquilo y viendo la tele.

Yo no entiendo de leyes, pero sí de dignidad, derechos y obligaciones, y si tienen que reformar las leyes pues ¡que lo hagan! Credo que un país que cuida a sus mayores tiene una sociedad más próspera, con más futuro.

Vuelvo a María, y me pregunto: ¿Será María la que se va a las consultas de los médicos para estar calentita y ahorrarse el brasero? ¿Será María la que cuando ve a sus hijos les dice “Por mí no os preocupéis, que yo estoy muy “agustico”? Y encima junta unos euros y se los da a sus nietos para que compren chucherías.

¡Dios! me pregunto…… ¿Será María?