jueves, 21 de junio de 2012

Mi querido cerezo

Autora: María Gutiérrez

Como venía ocurriendo todos los años, después del frio invierno, aferrado a la tierra con uñas y dientes, el jardín presentaba un aspecto triste y descuidado. Las bajas temperaturas habían impedido mantenerlo al día y por lo tanto, llegaba de nuevo el momento de ponerse manos a la obra.

Para ello contaba con todos los artilugios necesarios para dichas labores. La primera tarea era la poda de todos los rosales y de los cipreses y así poder conseguir un muro vegetal limpio y consistente. También los arriates reclamaban emplearse con ellos a fondo ya que la mayoría, se encontraban helados y asilvestrados.

Para estas tareas no tenía más remedio que contar con las manos expertas de un buen jardinero y, cómo no, con la colaboración de mis hijos. Sin ellos hubiera sido y es imposible sacarlo adelante.

Una vez todo despejado me tocaba a mi ir cavando para airear y renovar la tierra, abonándola y preparándola para la nueva estación. Por fin la escarcha se había alejado y llegaba el tiempo clemente, donde podríamos empezar a disfrutar del olor a tierra húmeda y vegetación naciente.

El jardín iba adquiriendo una suave tonalidad verde y amarilla de los narcisos, el rojo de los tulipanes se mezclaba con el morado intenso de los lirios, pero sin lugar a dudas, el blanco del cerezo, esas flores pequeñas y delicadas con aroma a miel, cubriendo sus ramas con un tupido manto que aparentaba estar nevado o ser de algodón, nos recordaba año tras año la llegada de la primavera.

Para mi era uno de los mejores regalos que la naturaleza me podía ofrecer. Ver cómo iban cayendo los pétalos empujados por el viento y aparecían en su lugar las pequeñitas cerezas empezando a cuajar.

Llegado el verano ya estaban las cerezas para mi tristeza, como dice la canción, a punto de caramelo. Los pajarillos daban buena cuenta de ellas ¡Cómo les gustaban picotearlas y comérselas!

No tenía la costumbre de cogerlas del cerezo, me hacía más ilusión cortarlas en el momento en que te las iba a comer y animaba a los que les gustaban a que ellos mismos se sirvieran y escogieran las que más les apetecía. Así todos disfrutábamos a la vez.

El cerezo estaba verdaderamente hermoso, lleno de vida…¡Dios mío! Y de la noche a la mañana su aspecto cambió de forma radical. El tórrido verano fue el causante de que sus ramas se llenaran de pulgón. Fue perdiendo vigor y su empaque y belleza quedarían reducidos a nada.

Sólo me quedó el recuerdo de cómo destacaba sobre el fondo del jardín, cuya pared cubierta de ampelosis y rosales formaban un bonito tapiz natural.

La única solución era plantar otro en su lugar ya que a él no se le podía pedir explicaciones ni acusarlo de nada. Todo ello quedaba fuera de mi alcance.

sábado, 16 de junio de 2012

Entre limoneros y naranjos

Autor: Antonio Cobos

Entre limoneros y naranjos transcurrieron los mejores años de mi infancia, En la casa del abuelo Miguel y de la abuela Luisa, los padres de mi madre, en el Albaicín profundo, en aquella calle a la que no tenían acceso los coches y donde vivía Angelita, la niña de los ojos grandes, que tenía mi misma edad.

La separación de mis padres, maestros los dos, no la viví con demasiado problema cuando ocurrió. Me lo explicaron y lo encontré normal. Fue después, en la adolescencia cuando comencé a sufrir las consecuencias. De todas maneras, nueve de cada diez cosas hubieran sido igual, si mis padres no se hubieran separado.

Mi madre con su plaza de maestra en la Alpujarra y mi padre con la suya en la provincia de Málaga, pagando cada uno un alquiler, no disponían de mucho dinero más para comprar una casa propia en Granada. Ni siquiera sabían donde se podrían reunir. Recurrieron a mis abuelos y decidieron dejarme aquí, con ellos, para no tener que viajar, tan pequeño, todas las semanas. Veía a mis padres los fines de semana y, a veces, ni eso. Se iban de viaje con amigos y no siempre me llevaban con ellos.

Pero crecí feliz. Angelita se venía al patio de mi abuelo, cuando salíamos de la escuela. Cogíamos semillas y las sembrábamos. A veces, mi abuelo nos regañaba cuando le pisábamos su trabajo recién hecho en el huerto, otras veces, nos contaba historias y nos enseñaba a cuidar las plantas, a saber cómo y cuándo se sembraba, cómo se podaba, que plagas atacaban a cada árbol y a cada flor.

Cuando mi madre, ya separada, decidió que yo era ya lo suficientemente mayor para irme a vivir con ella, más que alegrarme, lo sentí. Mis abuelos no salían mucho y yo, Angelita aparte, no tenía otros amigos. Así que, de la escuela a mi casa y de mi casa a la escuela, era la actividad que más se repetía. Monotonía, que se hizo parte de mi mismo. A veces, los domingos por la tarde, estaba deseoso de que llegara el lunes para ir a la escuela. Allí había más variedad, dentro de lo cotidiano. A la escuela lo llevaba todo preparado y hecho, y me iba muy bien. Era una forma de hacerme notar entre los compañeros, que a la hora de los juegos no contaban mucho conmigo, pero me buscaban, eso sí, para copiar los deberes.

Mi madre cuando estaba separándose de mi padre tampoco tenía muchas ganas de sacarme a pasear y se pasaba todo el fin de semana en la casa, durmiendo o hablando con mi abuela. Con el abuelo, en cambio, recuerdo que hablaba poco.

A veces pensaba que me hubiera gustado tener un hermano. No sabía que era eso, pero los veía jugar en el parque o en la plaza y me hubiera gustado tener hermanos, al menos uno. Angelita tenía hermanos y se lo pasaba muy bien.

Recuerdo el rincón de la parra, el que había junto a la casetilla de las herramientas. Me gustaba meterme allí en las primeras lluvias del otoño, cuando todavía no hacía mucho frío y se podía estar en el patio. Recuerdo el olor a la tierra mojada. Aún hoy, siempre que percibo ese olor, me acuerdo del patio de mi abuelo. Cuando la parra dejaba de ofrecerme protección, me colaba en aquel cuarto ridículo, en el que apenas cabía una persona y en el que había tiestos, herramientas, sacos de tierra, insecticidas, fertilizantes, algo de leña, cubos, botellas vacías, cuerdas y un sin fin de cosas que mi abuela siempre quería tirar y que mi abuelo conservaba por si acaso sirvieran para algo. Del invierno, recuerdo un día que hubo una gran nevada y que me dediqué a pisar sobre la nieve y a seguir mis propias huellas, hasta que le pisoteé todo el huerto a mi abuelo.

Donde tenía prohibido estar era dentro de la valla de la alberca. En un extremo del patio o de la huerta, según lo quieras ver, había una alberca que a mí me parecía enorme y que hoy encuentro pequeña. La utilizábamos como piscina en verano y a mi abuelo le servía para regar. Hubo un invierno en que se heló y mi abuelo me encontró de pie, dentro de la alberca, con las manos en el poyete y dando patadas al hielo para romperlo. Al día siguiente le puso la valla de alambre.

Cuando regaba, me gustaba seguir el curso del agua por las acequias que mi abuelo creaba con su azada, el ‘azaón’ como él decía. Ya estaban hechas, pero él las retocaba y arreglaba los desperfectos que encontraba. La mayoría de las veces eran huellas de pies pequeños. El momento cumbre del riego era cuando mi abuelo consideraba que una parte del huerto ya había recibido su ración suficiente de líquido y rápidamente cortaba un canal para abrir otro, por el que se empezaba a colar el agua. Yo estaba preparado con una pala de la playa para ese momento. Atento a mi abuelo, me incorporaba a la tarea, apenas él iniciaba el primer movimiento. A veces, la tierra que movía con la pala le llegaba a su cara o a la mía, pero eso no le importaba. Sí me regañaba, si me ponía de rodillas e intentaba tapar con mis manos el agua, o empujaba la tierra manualmente justo al lado de donde él trabajaba con la azada. Ahora entiendo que evitaba darme un golpe en las manos. Otras veces, mientras él regaba, yo soltaba hojas en la salida del agua de la alberca y hacía carreras con ellas. Ganaba la que más lejos llegaba. Me imaginaba que eran barcas que bajaban aguas bravas y que yo las conducía. Con un palito les daba un toque cuando quedaban embarrancadas en una orilla.

Y las hormigas. Creo que conocía todos los hormigueros del huerto. Las hormigas anunciaban el buen tiempo, la primavera. Para mí, había hormigas buenas y malas. Las hormigas buenas eran las negras, de regular tamaño. Luego estaban las pequeñas que se movían muy rápido y me resultaban antipáticas, y las grandes, las de las mandíbulas enormes, que eran las más malas, las peores de todas. A veces las echaba a pelear, a dos de las grandes, y se soltaban o una terminaba con la otra. También solía meter a una de las grandes en el hormiguero de las negras, con la esperanza de que la hicieran prisionera, pero no era tarea fácil. Aunque cojeando, las hormigas grandes se escapaban del hormiguero de las negras y éstas solían apartarse cuando se topaban con ellas.

Con los grillos llegaba el verano. Me gustaba coger grillos y meterlos en un bote, al que mi abuelo le había hecho unos agujeros en la tapa para que pudieran respirar. Los tuve que dejar siempre en el patio, desde el día en que abrí el bote en la cocina y se metieron los grillos por todos lados. En el verano nos acostábamos más tarde y mi abuelo sacaba sillas al patio. Cenábamos allí. Por la mañana las sillas no estaban en el patio porque se las ‘comía’ el sol. Aquello me extrañaba. Un día saqué una silla y me puse a mirar como se la podía comer el sol. Mi abuela me regañó, pero cuando le dije el por qué la había sacado, se rió mucho y se lo contó a los vecinos entre risas. A veces ponían las sillas en la calle y charlaban con los vecinos y conocidos. Otros días, se quedaban de tertulia en el patio.

Yo prefería que salieran a sentarse a la calle porque me dejaban irme con Angelita y sus hermanos, siempre que no nos alejáramos. Angelita y yo, nos solíamos poner justo en los límites que teníamos permitidos y mientras uno de nosotros hacía ver como que hablaba con el otro, ese otro transgredía los límites por unos instantes, se alejaba un poco y volvía al territorio permitido. Cada vez intentábamos llegar más lejos, pero siempre, uno quedaba a la vista de los mayores.

En aquellos años, si veía poco a mi madre, a mi padre lo veía aún menos. No entendía que prefiriese vivir con otra mujer en lugar de con mi madre, pero el que mis padres se separaran no me supuso un gran cambio en mi vida. Yo ya vivía con mis abuelos antes de la separación y seguí viviendo con ellos cuando se separaron. Lo que encontraba más raro, al principio, era bajar con mi madre hasta Plaza Nueva, encontrarme allí a mi padre y que mi madre se volviese sola hacia el Albaicín. Luego lo encontré normal.

Mientras que a mi madre la veía triste, a mi padre lo encontraba alegre. La verdad era que, un domingo cada dos semanas, lo pasaba muy bien con él,. Ese debió de ser el acuerdo al que llegaron. Más adelante había domingos en que no podía venir y si mi madre ya lo tenía organizado para salir, me quedaba con mis abuelos. Con mi padre solía ir al cine y comíamos fuera, en pizzerías, hamburgueserías o chiringuitos en las afueras de Granada. Al principio venía solo. Después venía con Charo y nos lo pasábamos muy bien los tres. Me subían a la Sierra, o íbamos de excursión con bocadillos, o a la Alhambra. Las primeras veces yo no quería ser muy cariñoso con ella, pero poco a poco, supo ganarse mi confianza y empecé a encontrar normal que mi padre quisiera estar con ella. Era más alegre que mi madre y tan guapa como ella.

A los nueve años mi madre me llevó a vivir con ella. Tuve que cambiar de escuela y no me agradaba hacerlo. Sobre todo, lo que no quería era dejar de ver a Angelita. A ella también le afectó que me marchase y siempre recordé el abrazo y el beso que me dio, cuando le dije que me marcharía con mi madre y que iría a su escuela. Mi madre se decidió a llevarme con ella tras una discusión con la abuela, por mi causa. Creo que su reacción fue ‘me lo llevo porque es mío’ o al menos eso me pareció escuchar. Para ella, la abuela me malcriaba y me dejaba hacer todo lo que quería y así no se educaba a un niño. La verdad, ahora lo entiendo mejor, es que era así. La abuela nunca se enfadaba, e incluso cuando me regañaba, yo sabía como hacer para que al cabo de un momento se le hubiera olvidado. Con el abuelo tenía más tropiezos, pero curiosamente me sentía más unido a él.

viernes, 15 de junio de 2012

La hoja de roble

Autora: Carmen Sánchez Pasadas

Increíble. ¿Cómo era posible que una hoja de roble seca se hallara intacta entre las páginas del manuscrito que estaba en sus manos?

Era Ramón el que se hacía esta pregunta. Trabajaba en la Biblioteca Nacional desde hacía varios años y había tenido oportunidad de contemplar algún tesoro bibliográfico, pero el que ahora tenía ante sí era realmente asombroso. Se trataba de un Códice medieval del siglo XVI, que recopilaba Autos de Fe emprendidos por la Inquisición en territorio castellano. El texto escrito con una caligrafía impecable narraba los procesos llevados a cabo por herejía, detallando fechas, testimonios, tormentos a los que eran sometidos los reos y finalmente la condena, que en la mayoría de los casos significaba la hoguera. Además iba acompañado de grabados muy valiosos por los detalles que mostraban. Pero lo que verdaderamente llamó la atención del bibliotecario fue el legajo que había a continuación, separado del resto del documento por la hoja de roble. Se advertía sin dificultad que los pliegos añadidos tenían un gramaje menor, la textura, grosor y tono más ocre del papel indicaban una calidad inferior. Se apreciaba también que estas páginas se habían cosido al resto del tomo con posterioridad y cabía pensar que no formaban parte inicialmente del Códice. Sin embargo, parecía que el copista-ilustrador era el mismo porque mantenía idéntico estilo.

En la carátula del documento adjunto aparecía un grabado y al pie de éste la leyenda: “Villa de Tudela de Duero, año de 1545”. El título estaba en la página siguiente y decía así: Hechos acaecidos en la Villa de Tudela. El Escribano General del Santo Oficio relataba como el Alto Tribunal se había trasladado a la Villa para esclarecer los hechos acontecidos, tras recibir de D. Alonso de Villabáñez una denuncia por brujería contra Ela García. Se la acusaba de haber provocado la muerte de Dña. Ana de la Cruz, esposa de D. Alonso, durante el parto. Otros testigos declararon que la susodicha era bruja y la habían visto maldecir a Tudela y sus vecinos, y tras esto, afirmaban, el Duero se agotó y una gran sequía devastó los campos. Otros declarantes confirmaron que la habían visto entre infectados y moribundos cuando la peste asoló la población, pero ella nunca enfermó.

A la Audiencia llegaron otros testimonios, pero fueron ocultados y sus defensores acusados y encarcelados por herejía. Accidentalmente el Escribano encontró esos textos y los registró. Así descubrió que Ela García vivía junto a un robledal en una aldea próxima a Tudela. Era conocedora de remedios para los males del cuerpo y el alma y se afanaba en recolectar plantas sanadoras que luego suministraba mediante pócimas y ungüentos. Con frecuencia era requerida para curar heridas, tratar torceduras o asistir a parturientas. Era compasiva con los débiles, pero al mismo tiempo su carácter indómito la mantenía alejada del sometimiento de cualquier hombre. Vivía sola y esto unido a su atractivo hacía que las demás mujeres la repudiaran tanto como la estimaban quienes la conocían. Cuando aún no había perdido la juventud, dio a luz a su hija Sara, que desde entonces siempre la acompañó. Nadie sabía con certeza quien era el padre, pero en el pueblo se comentaba que la muchacha había pasado mucho tiempo atendiendo de fiebres a la mujer del alguacil, hasta que sanó.

En otra declaración afirmaban que la curandera se desvivió atendiendo a los enfermos cuando la epidemia de peste arrasó la comarca y sólo habían oído a la mujer maldecir a la vida misma, cuando su hija también enfermó, pero no con maledicencia como algunos habían asegurado, sino con desesperación. Pero aquellos que perdieron a alguien, no perdonaron que la hija sanase. Otro documento recogía el manifiesto de una sirvienta de la casa de Villabáñez. En él aseveraba que Dña. Ana tenía una salud delicada y la preñez la había obligado a permanecer postrada sin encontrar remedio que la aliviara. Llegado el momento del parto, y viéndose extenuada, la señora solicitó la presencia de Ela, pues su oficio era conocido. Pese a la presteza de la sanadora, poco pudo hacer pues la criatura venía mal y la parturienta se encontraba demasiado débil, falleciendo ambos momentos después. D. Alonso loco de ira maldijo a la curandera, acusándola de hechicera ante el Santo Oficio.

Ela sabía que no podría eludir la hoguera, pero tenía que salvar a su hija. La niña aunque asustada siguió las instrucciones de la madre y se adentró en el robledal, donde nadie podría encontrarla. Ella por su parte, fue juzgada y condenada y cuando se dirigía hacia la plaza para su ejecución, la compasión del alguacil permitió que escapara. El robledal nuevamente había sido su refugio y desde aquel día nadie había vuelto a ver a madre e hija.

El cronista añadía que este suceso probablemente fue el inicio de una leyenda que corría por Tudela, en la que se hablaba de un robledal encantado, donde podía oírse una risa infantil.

Finalizado el texto, Ramón el bibliotecario, contempla absorto la última ilustración. Antes sus ojos surge un robledal espeso bordeado por un río y otra vez entre las páginas aparece una pequeña hoja de roble.

El árbol de la vida destila muerte

Autora: Elena Casanova Dengra

Volví siete años después a la aldea en la que un día desemboqué por pura casualidad y me gustó tanto que permanecí alrededor de un mes. Aprovechando los últimos días de un viaje por tierras aragonesas quise pasar a saludar a una treintena de vecinos que, tiempo atrás, me habían tratado de una forma exquisita.

Conforme iba llegando, percibía una atmósfera rara, no parecía el mismo lugar. Una quietud amenazadora rodeaba todo aquello que mi vista era capaz de alcanzar. Las casas de piedra, antaño bien cuidadas, apenas se mantenían en pie. Las puertas y ventanas permanecían selladas y la torre de la iglesia había desaparecido completamente; una capa de de vegetación invadía gran parte de los muros, tejados, aceras... Me encontraba en un pueblo fantasma. Al llegar a la plaza me sentí completamente desamparado, solo un árbol impresionante aparentaba darme la bienvenida.

Deambulé por sus escasas callejuelas tratando de localizar algún atisbo de vida. Nada. La sensación de soledad iba en aumento y cuando me disponía a dar la vuelta para marcharme, una voz desde lo alto de una colina se dirigió a mí.

– ¡Eh! ¿Quién anda por ahí?

A pesar de los años, reconocí de inmediato esa voz. Pertenecía a Eduardo, un hombre de complexión fuerte y modales muy correctos. Un solitario que se había refugiado en estos parajes huyendo de su pasado. Eduardo había aprendido a vivir de la tierra y en sus ratos libres escribía novelas de dudosa calidad, aún así leí un par de volúmenes que me regaló, por pura solidaridad. Le respondí por mi nombre y no tardó en reconocerme a mí también.

Me saludó efusivamente, alegrándose de verme.

-Pero ¿Qué le ha pasado a este pueblo?- le pregunté. -¿Dónde está la gente?

Con una expresión entre la resignación y el miedo, me dijo: -Todos están allí- y me señaló un lago que apenas distaba un centenar de metros desde donde nos hallábamos.

-¿Cómo?- dije incrédulo.

- Bueno… es una larga historia. Si te apetece comer conmigo te cuento lo que ha ocurrido, pero tienes que prometerme que te marcharás cuando yo te lo pida. No quiero que pases demasiado tiempo aquí.

Le seguí intrigado, pero no quise hacer más preguntas. Sentado en la cocina de su casa, preparó una ensalada, sirvió unas lentejas que parecían estar hechas del día anterior y abrió una botella de vino. Charlamos de temas banales, y en mi mal disimulada inquietud por conocer qué había ocurrido, a la tercera copa decidió sacarme de mi turbación. Me preguntó:

-¿Cuánto tiempo hace que pasaste por aquí? Fue al poco tiempo de tu partida, cuando trajeron ese árbol que has visto en la plaza.

Le contesté que alrededor de siete años.

-Pues bien. Hace siete años, Manuel, no sé si te acuerdas de él; aquel cascarrabias que nos preparaba el pan todos los días. Fue a un vivero a comprar plántulas de hortalizas para su huerto y, de paso, trajo un abeto para sustituirlo por aquel árbol centenario que siempre había estado en la plaza y que murió de viejo. Se le ocurrió también que serviría para adornarlo en Navidad; a los niños les haría mucha ilusión. Y acertó, porque no pararon de colocarle todo lo que encontraron por ahí las primeras navidades que tuvimos este árbol. Según pasaba el tiempo el abeto estaba más bonito, crecía a un ritmo acelerado y el color de sus hojas, con cada estación que pasaba, era más intenso.

Mientras el árbol ganaba en esplendor, algo extraño se originó entre los habitantes de esta aldea. Yo no llegaba a entender exactamente qué era. El abeto se convirtió en el centro de atención, su atracción era tal que no había día que algún vecino con cara de ensimismamiento se sentara durante horas, pegado a su tronco. Yo no comprendía muy bien esta actitud, pero preferí mantenerme al margen y no hacer demasiadas preguntas al respecto, ya lo sabes… me mudé aquí arriba para gozar de mayor intimidad, haciendo de la soledad mi única y verdadera compañera. Al cabo de medio año aproximadamente, empecé a notar más cambios. Cuando bajaba al pueblo la gente apenas se fijaba en mí, recibía algún que otro saludo corto, seco, casi mecánico. Algo insólito en un sitio tan pequeño como éste y en el que todos éramos algo más que conocidos. Incluso entre ellos, los que vivían abajo, se trataban como verdaderos desconocidos. Al principio fue la indiferencia lo que me llamó la atención, y más tarde, en sus rostros descubrí una clara señal de tristeza. Pude comprobar cómo un sentimiento de abatimiento, desesperanza y melancolía se dibujaba en sus caras. Y mientras tanto, el árbol brillaba con una luz más intensa cada día que pasaba.

Decidí hablar con ellos. Una tarde les confesé mis temores respecto a ese árbol, había algo en él que no me gustaba, pero negaban lo evidente afirmando que nada había cambiado. Les insinué incluso que, tal vez, ese abeto no debía estar ahí, y lo único que recibí fue una invitación a marcharme _¡Jamás abandonaré estas tierras! les llegué a gritar y me refugié en mi casa sin volver durante algún tiempo.

No paraba de darle vueltas al asunto y en mi fuero interno deseaba convencerlos del estado tan calamitoso en el que habían sucumbido, y lo más penoso, comprobar cómo los niños perdían el interés y la curiosidad por todo. Pero cuando vine a estas tierras, hice una promesa: jamás me involucraría en la vida de nadie. Ya destrocé una por inmiscuirme de una forma obsesiva, enfermiza… razón por lo que rompí con todo, escondiéndome en este lugar. Lo había intentado una vez, y no estaba seguro de querer hacerlo una segunda. Desistí y no me siento muy orgulloso de haber tomado esa decisión por el rumbo que tomaron los acontecimientos.

Esta situación, tan extraordinaria, tan absurda, duró un par de años más, y poco a poco pude comprobar su deterioro físico también. Una palidez generalizada afectaba a toda la piel, los ojos parecían más hundidos y su cuerpo se consumía. Yo no podía hacer nada. Me convertí en un mero espectador de un cuadro surrealista. Y terminaron desapareciendo. Un día uno, otro a la semana siguiente… así, de forma escalonada, hasta que no quedó nadie. El último, lo vi una mañana dirigiéndose al lago dejándose cubrir por el agua para no volver a la superficie.

Me quedé desolado. El árbol, el maldito abeto había ido absorbiendo la vitalidad de cada una de estas personas. Exprimió su voluntad, después su entusiasmo para terminar con lo único visible, su cuerpo. Solo dejó un mal dibujo de lo que quedaba de ellos, una pintura imposible de recuperar. Para crecer y mantenerse erguido, exhibiendo todo su poder, necesitaba de la fuerza de los demás, su energía, de su frescura, en definitiva, de todas sus ilusiones, sueños y ganas de vivir. Lo comprendí entonces e intenté destruirlo pero no tengo fuerzas para hacerlo yo solo.

Me quedé sin saber qué decir, por un momento pensé que la soledad había afectado seriamente a Eduardo.
 
- ¿Y tú? ¿Por qué a ti no te ha matado?

Sonrió con una de esas sonrisas a medias, llena de amargura.

_Porque no soy como ellos, porque he dejado de creer, porque dejé allí, en el lugar de donde vine, todo lo que la mayoría de la gente pretende conquistar cada mañana al levantarse. Yo no persigo la seguridad, ni tampoco quiero librarme de mis miedos, no busco la paz ni sentirme bien. Vine aquí para ocultarme pero no deseo redimir mis pecados. Ese árbol no quiere a personas como yo, se alimenta de la vitalidad y yo la perdí hace tiempo. Y ahora, por tu bien, es mejor que abandones este lugar.

Bajé hasta la plaza donde tenía el coche y miré hacia el abeto. Un escalofrío recorrió mi espalda al mismo tiempo que me sentí atraído. Abrí la puerta con cierta inquietud, me introduje en el coche, arranqué el motor y no miré hacia atrás.

Los árboles

Autora: Pilar Sanjuán Nájera


Solamente hablar de árboles, ya me produce placer. Siento por ellos verdadero entusiasmo y cuando veo cortar alguno, me entristezco, me parece un crimen.

En una casa de campo que tengo en Úbeda, lo más bonito son los árboles que la rodean, pues la cas es sencilla y modesta.

Desde la verja de entrada hasta la vivienda hay un camino de unos cien metros en el que sembré árboles a derecha e izquierda; de eso hace ya bastantes años, así que han crecido y se han hecho enormes; por algunos sitios, entrelazan sus ramas sombreando el camino.

En la parte izquierda, el primer árbol es una acacia y luego dos higueras, una palmerita, una gran moreda, un olmo altísimo y frondoso (luego hablaré de él), un caqui, un cerezo, dos altas acacias y una noguera que ya va tomando envergadura.

En la parte derecha, tengo dos perales, dos nísperos, un cerezo, un ciruelo y dos acacias. Más a la derecha está el huerto, que además de variadas hortalizas, cuenta con un almendro, otro níspero y  otra acacia. El hortelano que me lo cuida no quiere que el huerto se planten más árboles porque las hortalizas necesitan mucho sol para crecer.

Al fondo del camino, en el lado izquierdo  y ya frente a la casa, tenemos tres sombrajos para los coches, dos están cubiertos de yedra tupidísima y el tercero tiene encima una parra cuyos pámpanos no dejan pasar casi la luz. En otoño se llenan de racimos colgante de una uvas negras verdaderamente sabrosas.

Entre los árboles, hay varios arbustos que casi han alcanzado la categoría de árboles. Lilos, celindos, adelfas, romeros y rosales.

El olmo que he mencionado es el rey de los árboles del huerto. Llama la atención por su altura y e3spesor; en la parte de abajo, las ramas se inclinan hasta el suelo y forman una especie de cueva verde con un miniclima delicioso, haya en este sitio privilegiado diez grados menos de temperatura que fuera de él. He colocado un sofá viejo y en él nos sentamos a leer o a charlar sin notar el calor sofocante del verano ubetense. Las acacias que están junto al nogal, cerca ya de la entrada de la casa, se han hecho tan frondosas, que también aprovechamos su sombra por el día y su frescor por la noche, hemos colocado una mesa y varias sillas y allí comemos y cenamos.

En el recinto donde está la cas, tenemos también un laurel inmenso injertado en canela, dos perales, un caqui, un granado (para que me recordase a esta ciudad) y un olivo.

La gente que pasa por la carreterita donde está la verja, si ésta se queda abierta por descuido, entra a coger higos y peras; en primavera, los niños que crían gusanos de seda, tienen en la morera la comida asegurada y nos dejan peladas las ramas más bajas.

Hace unos días he estado en Úbeda y he podido hacerles una visita a esos árboles tan queridos.

¡Ah! olvidaba decir que hay una familia de lagartos que desde hace años salen a tomar el sol a unas piedras que hay bajo los perales y ya apenas se asustan si nos ven; más nos asustamos nosotros, porque su considerable tamaño aún nos causa repeluzno.

Las tierras que rodean mi casa de campo son eriales; están baldías y abandonadas; eso hace que mis árboles destaquen y formen como un oasis de verdor.

Creo que soy una privilegiada por gozar de su belleza y de su sombra acogedora.




El nogal (recuerdos de mi infancia en la Rioja)

Autora: Pilar Sanjuán Nájera

Las nueces del cortijo han evocado
recuerdos de mi infancia, tan lejana:
un nogal, que en el huerto de mi abuelo
el suelo sombreaba con sus ramas.

Siendo mi abuelo niño, el nogal ya era adulto
y creció más y más, y se adueñó del huerto;
su copa, inabarcable, se pobló con los nidos
de multitud de pájaros que buscaban cobijo.

Bajo su sombra fresca estudiaba mi madres;
leyó, bajo su sombra, libros de gran belleza;
ella nos inculcó el amor a los árboles
y el respeto hacia todo lo que es naturaleza.

En el huerto no había otro árbol más frondoso;
su altura destacaba entre los avellanos;
alrededor del troco, jugábamos al corro,
mis amigas y yo en tardes de verano.

Hace ya mucho tiempo que no voy a mi pueblo.
¿Qué habrá sido entre tanto, del nogal centenario?
El tiempo, inexorable, quizás lo haya vencido
y sólo queda de él , en mi mente el recuerdo.


Mi viejo olivo

Autora: Rafaela Castro

A lo largo de mi vida nunca había reparado ni me había fijado en ti, hasta que una maldita tormenta dejó tus raíces al descubierto, pensé que te deberías sentir como avergonzado y dolido. Avergonzado porque fue como arrancarte tus vestiduras a la fuerza, esa tierra tan querida para ti y que te cubrió durante tantos años. Dolido también, porque tú no dejas de darnos ese fruto que decimos apreciar tanto, tus aceitunas, como tu aceite.

Tú estás ahí presente, callado, pacífico y ¡hala! de pronto un bombardeo de agua y granizos que al pronto te hacen pensar: “Si yo no he hecho daño a nadie, soy neutral. A todos beneficio con mi cosecha. Pero la naturaleza es así, de vez en cuando nos recuerda que estamos en sus manos, e igual puede ser maravillosa que implacable. Puede dejar de dar jugo que es el agua y la vida o desprender sequedad y fuego hasta asfixiarnos.

Querido olivo por ti siento como una mezcla de admiración y envidia, porque a pesar de tu vejez tú sigues siendo fértil y privilegiado. Cuántos suspiros y requiebros de enamorados habrás escuchado a lo largo de tu vida debajo de tus ramas cuando recogían tu cosecha; también te habrás sonreído de vez en cuando porque habrás escuchado más de un chismecillo  que otro, con más o menos intenciones.

Eres la cuna y el remanso de muchos pajarillos que se refugian en tí para apaciguar su frío y su cansancio. Quizás estos seres son los que más te agradan por los trinos que salen de sus gargantas, pues parece que te están agradeciendo tu hospitalidad.

También sé que te tienes que sentir muy desgraciado cuando algún inconsciente decide utilizar tus ramas para dejas de existir, seguro que en ese momento  hubieses querido dejar de ser olivo y convertirte en roca.

El lobo y la luna

Autor: Antonio Pérez García

En un hermoso valle, hallase una charca con su cascada, en dónde presidiendo sus orillas un hermoso llorón manda. Vegetación decorosa y frondosa, paraíso natural.

Son muchos los animales que viven y pacen juntos en la laguna, y otros que han de pasar. A la vista del gran árbol, rey del lugar, todos viven tranquilos y sin pesar. Un día un foráneo lobo pasó por el lugar. De semblante cabizbajo y decaído, acercase al agua a beber y debajo del llorón a descansar. Pasase varias noches, un tanto huraño en el lugar, sin hacer muchas cosas que el no hacer nada como lo natural.

El árbol ávido y perspicaz, atento, diese cuenta lo que el lobo extrañamente actuaba, todas las noches y en pose desafiante el lobo la luna miraba, como queriéndola alcanzar, muy concentrado en ella.

Algunas veces y extrañamente aullaba como si fuese llorar. Un día sin luna es cuando el lobo fue a descansar y extrañado a la mañana el árbol curioso quiso preguntar.

- ¿Qué pasó con la luna, lobo?

El lobo decidido le contó todo el pesar, sentase a su lado y empezó a relatar.

- Preso de amor me encuentro, por amar sin fundamento. Quedándome solo por amor prófugo, mi alma se hizo añicos por dentro. Ahora desahuciado en sentimiento, no quiero seguir teniendo la luna inalcanzable. Solo amo una luna, que maldita su reflejo ha iluminado mi alma, bella, bonita, y que casi siempre desde ahí arriba me mira y acompaña. La aúlla, con la intención que arrope mi alma, que se acerque, pues allí arriba jamás puedo alcanzarla, jamás... y

Esta soledad es la voz sin rumbo que clara inconsciente desde el silencio de mi consciencia.

El árbol entristecido por el relato le dijo:

- " La soledad no es el silencio, es el reencuentro consigo mismo". Sólo está solo quién quiere estar solo. Yo vivo aquí, el único árbol, solo. Animales vienen y van, y no sufro mi soledad. Las abejas polinizan mis flores, los gusanos se comen las hojas, y mis frutos atraen animales. Quizá la mayor equivocación acerca de la soledad es que cada cuál va por el mundo creyendo ser el único que la padece. Tú no estás solo, si estas hablando conmigo.

-Lobo: Yo no estoy solo, por eso me enamoré de la Luna, pero mi problema no es la soledad, sino el recuerdo. El problema no es tenerla o no tenerla, es una noria de sentimientos. El problema es verla, aullarla, sin tener respuesta.